
IRIS (IV)
En una ocasión volvió a visitar, en el tormento de su búsqueda impotente, la vieja patria. Volvió a ver sus bosques y calles, sus senderos y vallados, estuvo en el jardín de su niñez y sintió una agitación de olas en su corazón. El pasado lo envolvió como un sueño. Triste y silencioso regresó de ese lugar. Hizo correr la voz de que estaba enfermo y despidió a quienes se interesaban por su estado.
Uno, sin embargo, llegó hasta él. Era su amigo, al que no había vuelto a ver desde su petición de mano a Iris. Llegó y vio a Anselmo desaseado, sentado en su melancólica reclusión.
"Levántate", le dijo, "y ven conmigo. Iris quiere verte".
"¿Iris? ¿Qué le ocurre?... ¡Oh, ya lo sé, ya lo sé!"
"Sí", dijo el amigo, "ven conmigo. Va a morir, está enferma desde hace mucho tiempo".
Fueron a casa de Iris, quien, ligera y delgada como un niño, yacía en su lecho y sonreía luminosamente, con los ojos agrandados. Dio a Anselmo su leve y blanca mano de niño, que quedó como una flor en la de él, y su rostro estaba como iluminado.
"Anselmo", dijo. "¿Estás enojado conmigo? Te he impuesto una tarea difícil y veo que has permanecido fiel a ella. ¡Sigue buscando y ve por ese camino hasta que llegues a la meta! Creías seguirlo por mi causa, pero vas en él por tu propia causa. ¿Lo sabías?"
"Lo presentía", dijo Anselmo, "y ahora lo sé. Es un largo camino, Iris, y habría retrocedido hace mucho tiempo, pero no encuentro el camino de vuelta. No sé qué va a ser de mí".
Ella miró sus ojos tristes y sonrió con una sonrisa luminosa y consoladora; él se inclinó sobre su fina mano y lloró largo tiempo, de manera que la mano quedó humedecida por sus lágrimas.
"Lo que vaya a ser de ti", dijo ella con una voz que parecía la evocación de un recuerdo, "lo que vaya a ser de ti, no necesitas preguntarlo. Has buscado muchas cosas en tu vida. Has buscado honores, y la felicidad, y la sabiduría, y me has buscado a mí, a tu pequeña Iris. Todas han sido lindas imágenes, y te abandonaron, lo mismo que yo tengo que abandonarte ahora. Igual me sucedió a mí. Siempre he buscado, y siempre se trataba de imágenes bonitas y placenteras, pero siempre continuamente fueron decayendo y marchitándose. Ahora no sé de ninguna imagen, no busco nada más; he regresado y sólo me falta dar un paso pequeño para estar ya en mi casa. También tú llegarás allí, Anselmo, y entonces no habrá más arrugas en tu frente".
Estaba tan pálida que Anselmo, desesperado, exclamó: "¡Oh, espera todavía, Iris, no te marches aún! ¡Déjame una señal de que no te perderás para mí definitivamente!"
Ella asintió con la cabeza, y de un vaso que tenía al lado, tomó un lirio azul recién florecido y se lo dio.
"Ten mi flor, el iris, y no me olvides. Búscame, busca el iris, y después vendrás a mi casa".
Llorando tomó Anselmo la flor en sus manos y llorando se despidió. Y habiéndole más tarde enviado su amigo un aviso, regresó a la casa y ayudó a adornar con flores el ataúd de Iris y a darle sepultura.
Después su vida se derrumbó; no le parecía posible seguir hilando aquella hebra. Lo dejó todo, abandonó la ciudad y el cargo, y se perdió por el mundo. Fue visto aquí y allá; un día apareció en su tierra y se apoyó en el cercado del viejo jardín; pero cuando la gente llegó para hacerle preguntas y recibirlo, se volvió a marchar y desapareció.
Perduró su amor a los lirios. A menudo se inclinaba sobre alguno, y entonces ella se le hacía siempre visible, y cuando hundía largo tiempo su mirada en la corola, le parecía que desde las azuladas profundidades ascendían hasta él el aroma y el presentimiento de todo lo pasado y lo venidero, hasta que proseguía triste su camino, porque la consumación no llegaba. Era como si escuchase junto a una puerta que se hubiera quedado entreabierta y percibiese tras ella el aliento del secreto más encantador, y precisamente cuando creía que todo iba a dársele y cumplírsele en ese momento, la puerta se cerraba de golpe y el viento del mundo azotaba fríamente su soledad.
En sus sueños le hablaba su madre, cuya figura y rostro veía ahora tan claros y próximos como nunca en tantos largos años. Iris también le hablaba, de modo que cuando despertaba permanecía el sonido de sus palabras, y en ello se detenía a pensar toda la jornada. No tenía residencia fija; recorría, desconocido, los países; dormía en casas, dormía en bosques; comía pan o comía bayas; bebía vino o bebía el rocío de las hojas de los matorrales. De nada se daba cuenta. Para unos, era un loco; para otros, un mago. Muchos le temían, muchos se reían de él, muchos lo amaban. Aprendió a estar entre niños, cosa que nunca había sabido, y a participar en sus extraños juegos, a dialogar con una rama desgajada y con una piedrita. Inviernos y veranos desfilaron por delante de él; miraba dentro de las corolas de las flores, en los arroyos y los lagos.
"Alegorías", se decía de vez en cuando, "todo es alegoría".
Pero en su interior sentía un ser que no era alegoría y detrás del cual iba; ese ser le hablaba en ocasiones y su voz era la de Iris y la de su madre, y le traía consuelo y esperanza.
Le sucedían cosas asombrosas y no lo asombraban. Así, una vez, en invierno, caminaba por tierras cubiertas de nieve, y en su barba se había formado hielo. Y en la nieve se erguía, puntiagudo y esbelto, un tallo de iris, del que había brotado una hermosa flor única. Se inclinó hacia ella y sonrió, pues entonces cayó en la cuenta de aquello que el nombre de Iris le sugería incesantemente. Recordó su sueño de la infancia, y vio, entre varas de oro, la estriada ruta azul claro luminosa, que llevaba al misterio y al corazón de la flor; y supo que allí estaba lo que él iba buscando; allí estaba el ser que ya no es más imagen.
Y de nuevo le llegaron advertencias; sueños lo conducían. Fue a parar a una cabaña en la que había niños, y jugó con ellos; le contaron historias; le contaron que en el bosque, cerca de la cabaña de los carboneros, había ocurrido un milagro. Allí podía verse abierto el portal de los espíritus, que sólo se abre cada mil años. Él escuchaba y asentía con la cabeza a la imagen querida. Y prosiguió su camino; delante de él iba cantando un pájaro en la aliseda, un pájaro de voz dulce y extraña, como la voz de la fallecida Iris. Lo siguió; volaba y saltaba más allá, al otro lado del arroyo y hasta pleno bosque.
Cuando el pájaro calló y ya no lo veía ni oía, Anselmo se detuvo y miró en torno. Se hallaba en un profundo valle del bosque; bajo las verdes y anchas hojas corrían las aguas; todo lo demás estaba silencioso y en actitud de espera. Pero dentro de su pecho seguía cantando el pájaro con la voz amada, lo que le dio deseos de avanzar, hasta encontrarse frente a un muro rocoso en el que crecía el musgo y en cuyo centro se abría una grieta, la cual llevaba, con dificultad y estrechez, al interior de la montaña.
Un anciano, que estaba sentado ante la abertura, se levantó al ver venir a Anselmo, y exclamó:
"¡Atrás, oh mortal, atrás! Ésta es la puerta de los espíritus. Ninguno de los que entraron aquí ha regresado".
Anselmo alzó la vista y contempló el portal rocoso; por allí vio perderse en las honduras de la montaña un sendero azul, y a los dos costados se levantaban columnas de oro muy apretadas. El camino se hundía hacia el interior, descendiendo, como dentro del cáliz de una flor enorme.
El pájaro cantó claramente en su pecho, y Anselmo, pasando cerca del guardián, penetró por la hendidura y se adelantó entre las columnas doradas hacia el misterio azul del interior. Era Iris, en cuyo corazón estaba penetrando, y era el lirio del jardín materno, en cuyo cáliz azul entraba como flotando. Y mientras iba silenciosamente al encuentro del crepúsculo de oro, todos los recuerdos y todo el saber concurrieron al mismo tiempo en él; tocó su propia mano y era pequeña y blanda; en su oído sonaron, próximas y familiares, voces de amor; sonaban cálidas, y las doradas columnas resplandecían como en las primaveras de la infancia.
Y también su sueño estaba de nuevo allí, el que había soñado de niño, cuando descendía dentro del cáliz y detrás de él se deslizaba y lo acompañaba el mundo de las imágenes, y él se sumergía en el misterio que yace detrás de todas las imágenes.
Suavemente comenzó a cantar, y su camino suavemente descendía hacia la patria.
Hermann Hesse (1919)
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- Ediciones Librerías Fausto (Buenos Aires, 1975)
- traducción: Rodolfo E. Modern
- imagen: "Lilla-iris-randers" (de BIG)