IRIS (III)
Muchos problemas había tenido que enfrentar en su vida, muchos los había solucionado; pero ninguno había sido extraño, de tanto peso y a la vez tan descorazonador como aquél. Días y días se los pasaba dando vueltas y pensando en él hasta el cansancio, y siempre llegaba un momento en que, desesperado y furioso, calificaba de maniático capricho de mujer todo ese asunto y lo alejaba de su mente. Pero más tarde, algo muy hondo en su interior le decía que no; era como un dolor muy sutil u oculto, una advertencia suavísima y apenas perceptible. Aquella delicada voz, que surgía de su propio corazón, le daba la razón a Iris y le hacía la misma recomendación que ella.
Pero aquel problema era demasiado difícil para el sabio. Debía de acordarse de algo olvidado mucho tiempo atrás; de entre la telaraña de los años sumergidos, debía apresar con sus manos alguna cosa y ofrecerla a su amada, fuera un apagado trino de pájaro, un dejo placentero o triste al escuchar una melodía, algo acaso más sutil, efímero e incorpóreo que una idea, más vano que el sueño de una noche, más incierto que la niebla de la mañana.
En muchas ocasiones, cuando, desanimado, había apartado de su mente todo eso y lo había abandonado de mal humor, al poco tiempo y de improviso llegaba a él una especie de soplo, como un aliento de jardines remotos: murmuraba entonces para sí el nombre de "Iris" diez y más veces, en voz baja y juguetonamente, como quien busca un tono en una cuerda tensa. "Iris", susurraba, "Iris"..., y sentía un dolor sutil, como algo que se moviera en su interior, al igual que cuando en una casa vieja y abandonada se abre una puerta o rechina un postigo sin que se sepa la causa. Buceaba en sus recuerdos, que creía tener bien ordenados, y realizaba descubrimientos tan asombrosos como desconcertantes. Su riqueza de recuerdos era infinitamente menor de lo que se había figurado. Cuando intentaba evocarlos, le faltaban años enteros que quedaban vacíos igual que páginas en blanco. Encontró que le costaba gran esfuerzo volver a representarse con claridad la imagen de su madre. Había olvidado totalmente cómo se llamaba una muchacha a la que, en su juventud, había perseguido con ardientes peticiones de mano. Se acordó sí de un perro que había comprado por capricho hacía mucho, cuando estudiante, y que lo había acompañado una larga temporada, pero necesitó días para volver a recordar el nombre del perro.
Dolorido, el pobre hombre fue observando con creciente tristeza y angustia, qué perdida y vacía quedaba detrás de él su vida pasada, ajena y sin relación con su propia persona, a la manera de algo que se ha aprendido de memoria en otro tiempo y de lo cual se consiguen reconstruir con mucho esfuerzo ciertos fragmentos solitarios. Empezó a escribir; quería fijar por escrito sus vivencias más importantes, año por año, para tenerlas así otra vez bajo su dominio. Pero, ¿dónde estaban sus vivencias principales? ¿Que había llegado a ser profesor? ¿Que una vez hizo el doctorado, que fue colegial, estudiante universitario? ¿O que en tiempos pasados le había gustado esta o aquella muchacha por una temporada? Aterrado alzaba la vista. ¿Era esto la vida? ¿Eso era todo? Y se golpeaba la frente y reía con violencia.
Entretanto, el tiempo corría, ¡jamás había corrido tan rápida e inexorablemente! Transcurrió un año, y le parecía que se hallaba todavía en el mismo punto que cuando se alejara de Iris. Sin embargo, en ese lapso había cambiado mucho, cosa de la que todo el mundo, excepto él, se daba cuenta. Había envejecido tanto como había rejuvenecido. Para sus conocidos se convirtió casi en un extraño; se lo hallaba distraído, voluble, raro; cobró fama de persona extravagante. Era una lástima... pero había quedado soltero demasiado tiempo. Llegó a ocurrir que se olvidara de sus obligaciones y que sus alumnos lo aguardaran en vano. A veces, sumido en cavilaciones, se deslizaba por las calles arrimado a las casas, y con el saco desastrado iba rozando las molduras y quitándoles el polvo. Algunos creían que había empezado a beber. Otras veces, empero, se detenía en medio de una disertación ante sus discípulos, intentaba acordarse de algo, sonreía de un modo infantil y cordial que nadie le había conocido antes, y continuaba con un acento cálido y emocionado que a muchos les tocaba el corazón.
El mucho tiempo de desesperada correría en pos de los perfumes y las borradas huellas de los años lejanos, le había otorgado un nuevo sentido, del que él mismo, no obstante, no se daba cuenta. Tenía la impresión, cada vez más frecuente, de que tras aquello que él había denominado sus recuerdos, existían otros recuerdos, lo mismo que en una pared con pinturas antiguas yacen, a veces debajo de las viejas imágenes, otras más antiguas todavía, que duermen ocultas por la más reciente. Quería traer a la memoria cualquier cosa, acaso el nombre de una ciudad en la que había pasado algunos días durante sus viajes, o la fecha del cumpleaños de un amigo, o cualquier otra cosa; y mientras escarbaba y desenterraba, como si fueran escombros, un pequeño trozo del pasado, se le aparecía de improviso algo completamente distinto a lo que buscaba. Lo sorprendía como un hálito, como el viento de una mañana de abril, o como un día nebuloso de setiembre; olía un perfume, gustaba su sabor, experimentaba oscuras y delicadas sensaciones en alguna parte, en la piel, en los ojos, en el corazón.
Y lentamente empezó a comprender: tuvo que haber existido un día azul, cálido o frío, gris o como quiera que fuese, y la esencia de ese día tuvo que haber penetrado en él, y luego habérsele adherido a modo de un oscuro recuerdo. En el pasado real no podía reencontrar ese día de primavera o de invierno que él olía y sentía nítidamente; faltaban nombres y cifras para ello; tal vez había sido en su época de estudiante, tal vez mucho antes, en la cuna; pero el aroma estaba allí, y él sentía vivir dentro de sí algo cuya naturaleza ignoraba y que no podía nombrar ni definir. A veces le parecía que aquellos recuerdos bien podían trascender desde el pretérito de una existencia anterior a la suya, aunque la ocurrencia le provocaba risa.
Muchas cosas encontró Anselmo en su peregrinaje desorientado a través de los abismos de la memoria. Muchas cosas encontró que lo enternecieron y conmovieron, y muchas que le produjeron angustia y terror; pero lo que no encontró fue eso que el nombre "Iris" significaba para él.
Hermann Hesse (1919)
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- Ediciones Librerías Fausto (Buenos Aires, 1975)
- traducción: Rodolfo E. Modern
- imagen: José A. Beorlegui (detalle)
Hola, amigos.
ResponderEliminarNo sé si este cuento de Hesse lo estais leyendo o no. A mí me gustó mucho en su momento, y me sigue gustando. Pero bueno, lo que quería decir es que en lugar de en tres partes, voy a guardar el final en una cuarta parte, para que la lectura sea más breve y cómoda. Y esa cuarta parte final quizá la ponga mañana mismo.
Un saludo.
AHM
Lo estoy leyendo.
ResponderEliminarHay una parte que le dice Iris.... "Si he de convivir con un hombre, debe ser con uno cuya música interior armonice perfecta y delicadamente con la mía; su única aspiración debe consistir en que su propia música sea pura y suene de acuerdo con la mía" ¡¡¡Me encanta!!...es una manera preciosa de ver el amor.
Saludos
Gracias, Malú.
ResponderEliminarEsa frase que citas es muy buena, sí.
Ya pronto pondré el final del cuento.
Un abrazo.
Ir y venir del iris engendra al arco iris. Saludos Antonio.
ResponderEliminarSaludos, Eli!
ResponderEliminarGracias por tu visita. Me encanta el arco iris. :)