Nuestras conversaciones transcurrían como una corriente de aguas azules en la que brillan aquí y allá las arenas doradas, y nuestra calma era como la calma de las cimas, de esas alturas espléndidamente solitarias, muy por encima del espacio de las tormentas, donde sólo el aire divino murmura todavía en la frente del audaz viajero.
Y luego la maravillosa, la santa tristeza, cuando sonaba la hora de la separación en medio de nuestro arrobamiento, y yo exclamaba: "¡Ahora volvemos a ser mortales, Diótima!", y ella me decía: "¡La muerte es apariencia, es como esos colores que centellean en nuestros ojos cuando hemos mirado mucho tiempo al sol!"
Friedrich Hölderlin
("Hiperión")
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Los dos amigos se sentaron sobre la hierba, para descansar de su largo camino por la orilla del río. Detrás de ellos susurraban los álamos blancos, cuyas hojas danzaban con una fresca brisa que venía del oeste. Y en el horizonte, sobre una loma cubierta de olivos, se veía la despedida del sol, dorada, alegre, sonriente, como una puerta hacia el país del sueño, como una gran ventana abierta al infinito.
Había una música en el ambiente de aquella tarde de agosto, una música dulce y animosa que tocaba el corazón, como un violín de aire que bajara de las nubes para acariciar la tierra, y encantarla. Pero sólo uno de ellos la escuchaba...
- ¿Tanto la quieres?
- Mira, amigo, cuando estoy con ella el mundo está completo, no falta nada. Ella lo llena todo.
- Típica impresión del enamorado...
- Jose, estoy enamorado, sí, pero no soy un loco adolescente que se deje cegar, mi experiencia es un grado, los fallos acumulados no restan lucidez sino que la enriquecen. Y puedo decir, desde la sensatez, que por fin he encontrado a la mujer de mi vida, la que siempre soñé.
- ¿Estás seguro de eso?
- Lo estoy, como nunca antes.
- Antonio, nos conocemos desde hace mucho tiempo, y tus palabras me suenan a repetición.
- Jose, hablo desde el sentimiento, y mi sentir ahora es éste. Claro que ha habido un pasado, pero eso ahora no cuenta, mi presente es ella y creo no equivocarme si digo que es la mujer que soñé.
- Bueno, siempre se sueña con un cierto modelo de mujer.
- No, amigo, los modelos varian con el tiempo, como en un desfile de años, pero ella..., ella es el original.
- ¡Jajaja! Cómo exageras.
- Si al menos escucharas la música...
- ¿Qué música?
- ¿Ves? No escuchas, por eso no puedes entender.
- Lo único que entiendo es que estás loco por ella, y además que...
- ¿Qué?
- Que ya veremos lo que dura.
- Eso no puedo saberlo, ni ella tampoco, pero... ¿es menos bella una rosa porque se marchite en invierno? ¿Cuánto dura la vida de una mariposa?
- Pues no sé, muy poco.
- Así suele ser el amor, frágil y transitorio como una flor o una mariposa, pero a veces, sólo algunas veces, perdura en el tiempo, y eso sucede cuando se ha cruzado el puente.
- Perdona, no te entiendo, ¿qué puente?
- El puente que une a dos almas, a pesar del tiempo y la distancia.
- Antonio, perdona que te diga esto, pero creo que estás un poco loco. Ya se te pasará, espero.
- Sí, nací loco, y hoy, ya viejo prematuro, estoy más loco que nunca. Por eso he podido cruzar ese puente.
- ¡Jajaja! Lo que decía, estás loco.
- Sí, cierto, y ella también lo está, eso es lo que nos une.
- Me preocupas, Antonio.
- Pues deberías alegrarte.
- ¿Alegrarme porque te metas en una aventura que no sabes dónde te llevará? Me parece todo tan inseguro...
- Ese precisamente es el concepto de aventura, ir hacia el horizonte sin saber qué te vas a encontrar.
- ¿Y eso te parece bien?
- Eso es para mí la vida.
- Pero...
- Pero nada, sin aventura no es posible el descubrimiento.
- ¿El descubrimiento de qué?
- Del tesoro.
El sol ya se había ocultado tras el horizonte, y poco a poco empezaron a verse estrellas. Aún faltaba la luna, pero ya vendría. Todo viene cuando tiene que venir.
- Vale, Antonio, te concedo que estés enamorado, eso lo puedo entender, pero... no sé, somos amigos y me gustaría verte más consciente.
- ¿Consciente? Te aseguro que lo soy.
- Pues yo no te veo así. Me hablas de aventuras, de tesoros...
- Sigues sin escuchar la música.
- Esa música la oyes tú, porque estás alucinando.
- Sí, en colores, verde esmeralda y azul de anochecer.
- ¿Nada más?
- También conservo el ámbar del sol, y espero el blanco de la luna.
- Definitivamente, estás loco, jajaja.
- Ríete, amigo, ríete, que yo me río aun más.
- No oigo tu risa.
- Me río por dentro.
- Antonio, esa sonrisa... ¿a qué viene esa sonrisa?
- Viene a que escucho la música que tú no escuchas, viene a que el violín del aire me dice que ella me ama...
- ¿Y eso?
- Y si ella me ama, es que la misma vida me quiere, nos quiere, y esa es la conjunción del universo.
- Perdona, pero ¿qué tiene que ver el universo con esto?
- Amigo, a esto se le llama armonía. Es muy rara entre humanos, pero a veces surge.
- ¿Armonía?
- Sí, aunque yo prefiero llamarlo "magia".
Uno de ellos, el llamado Jose, se quedó como meditabundo, sin decir palabra, y mientras tanto apareció la luna por el sureste, grande, espléndida, y todo el camino adquirió un tono marfil que convertía la escena en una especie de sueño. Ahora la brisa soplaba con más fuerza, sin llegar a ser viento, agitando suavemente las copas de los árboles y peinando el espejo del río.
- Jose, ¿te encuentras bien?
- Sí, estaba pensando.
- ¿Y en qué pensabas, si puede saberse?
- Pensaba en que me gusta lo que te pasa, y que envidio sanamente tu situación. No es una situación lógica ni racional, pero...
- ¿Pero qué?
- Que me gustaría sentirla también, y escuchar como tú ese violín de aire.
- ¡Bien!
- Antonio, no puedo razonar tu sentimiento, pero, de alguna forma, lo añoro.
- Amigo, no pienses más y mira a la luna.
Y eso hizo. La luna estaba llena y miraba al mundo con su gran ojo blanco, prendado de sueños. Jose fijó sus ojos en ella, intentando no pensar en nada, sólo observar, sólo mirar, sólo sentir... Y la luna le miró, y le sonrió.
Algo extraño le sucedió en ese momento, porque inesperadamente empezó a sentir el roce de la brisa, a la que antes no había prestado atención, y él también sonrió.
- Antonio, amigo, creo escuchar a lo lejos ese violín de aire...
- Bien, ¿me comprendes ahora?
- Sí, y te deseo lo mejor en esa relación.
- Gracias, amigo. ¿Ves esas dos sombras alargadas de los álamos que hay enfrente, en la orilla del río?
- Sí.
- Pues esas son su sombra y la mía.
Antonio H. Martín
(19 de agosto, 2010)

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imágenes:
1- Su sombra
2- Su sombra y la mía