Con estas pocas páginas sólo he querido hacer un sencillo homenaje a la memoria de un amigo perdido. Aclaro , por tanto, que no se trata de ningún ejercicio literario, ni nada que tenga que ver con lo novelesco.
La cosa es muy simple. Yo tenía un amigo, un amigo íntimo, el mejor que he tenido, y ese amigo se fue. No digo que haya muerto, sólo que se fue. Desapareció, y a mí y a otros que le conocían y querían, nos dejó un vacío, un hueco que yo intento aliviar ahora con estas breves notas.
De la partida de Martín hace ya más de tres años. Tiempo antes nos venía alertando a sus amigos de que algo así iba a ocurrir, de que en cualquier momento desaparecería, se iría para siempre, aunque no le tomábamos en serio. Nunca habló de suicidio, al menos no directamente. Sólo se le encendían los ojos cuando hablaba de libertad, de aquello que él entendía como la cuerda más tensa y vibrante entre el ser y la vida, como si fuera un puente mágico entre el individuo y lo absoluto.
Martín desapareció del mundo conocido en 1998. No dejó ninguna nota de despedida. Tampoco era ningún adolescente alocado de sueños. Tenía entonces poco más de cuarenta años, y ahora recuerdo que más de una vez nos comentó a los amigos que veía como una frontera el traspasar los cuarenta. Decía que si a esa edad no había alcanzado un trazo importante del dibujo que anhelaba, sería un claro signo de fracaso, y lo demás que le sucediera no tendría ya importancia. Sólo descender más y más en la sombra, en el olvido, en la nada.
Después de su desaparición, todavía no aclarada, sólo imaginada, los amigos nos sentimos desconcertados, aturdidos y también algo culpables. Pero nunca supimos en qué radicaba ese vago sentimiento de culpa. Siempre nos llevamos bien con él, nos divertíamos y había un calor de mutuo entendimiento. Creo ahora que Martín, a pesar del calor y la camaradería, no dejó nunca de ser un extraño. Una especie de lobo estepario que camina solo por el mundo. Podía reír las bromas, bailar y cantar con la gente más heterogénea, pero siempre subsistía en él un secreto poso de soledad y extrañeza.
Pasados unos meses, me atreví a entrar en su casa vacía. Quería, no sé, acercarme a los recuerdos, sentir alguna presencia de lo perdido. Allí fue donde encontré, entre libros y revistas de viajes, su cuaderno. Nunca nos habló de que llevara un diario o algo parecido, aunque sabíamos que escribía, porque nos había leído más de una vez poemas o páginas sueltas, siempre tocando temas que puedo llamar existenciales, que nos interesaban a todos y nos gustaban.
En fin, este cuaderno que encontré, y que Martín llamó “nocturno”, es lo que presento y expongo aquí. Es un material incompleto por dos razones. En primer lugar, porque faltaban muchas hojas del original. Quizá mi amigo se autocensuró, por no gustarle lo que en ese momento había escrito, o porque había cosas o temas que no quería que leyera nadie. Sobre esto no puedo más que conjeturar. Y en segundo lugar, porque yo mismo he eliminado más de un párrafo, o incluso una página, por considerar que lo allí escrito era sólo apunte del momento, de circunstancias ocasionales, tal vez vulgares, que no viene al caso exponer aquí.
Sólo puedo añadir que en este cuaderno volví a encontrar al amigo. Entre pensamientos, comentarios y visiones pude oír su voz. Martín no era escritor, ni filósofo, ni poeta. Sólo era mi amigo. Alguien a quien me gusta recordar. Espero que las páginas que siguen, estas hojas sueltas de su cuaderno nocturno, sirvan para eso, para recordarle.
Le imagino vivo, escondido en alguna buhardilla lejana, soñador, fumando su tabaco negro, perdido en la noche, abrazando un libro, mirando por la ventana a esa luna que él siempre amó.
Antonio HM.
(marzo, 2003)
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