He llegado a ser más viejo que mi abuelo, Isidro Gómez Bardán, que en paz descanse y que buen viaje tenga por esos caminos del infinito. Más viejo que mi abuelo, sí, y me sorprende poder decirlo. Pero no he conseguido tener ni la sombra de su presencia en el mundo. Cuando murió yo tenía unos nueve años y me quedó grabada su imagen de un hombre sabio y fuerte. Sin embargo, yo, más viejo en edad, ni soy sabio ni soy fuerte. O quizá sí, pero de una manera cuyo sentido todavía se me escapa, porque no he asumido aún la perspectiva que corresponde a atisbar otros rincones...
Quizá ingenuamente, pienso que al igual que una partícula puede comportarse en ciertos momentos como una onda, dependiendo del método de observación (según demuestran los experimentos de la física cuántica), es casi seguro que la realidad cotidiana es susceptible de ser vista y vivida de forma diferente. Y descubrir ese país de las maravillas depende asimismo de un cambio en la forma de mirar. Se trata del viejo tema del modo de visión, del ángulo de la percepción. Y tiene que ver, por supuesto, con lo que hace tiempo solía definir como la mirada del sueño, en contraposición a la mirada del mundo.
Y cuento ahora que, buscando durante meses ese país de las maravillas, me encontré con varias ciudades... Pasé rozando, por ejemplo, la ciudad del Olvido, pero no llegué a entrar. Había ciertos recuerdos que no quería perder. Me detuve tan sólo unos segundos ante la gran puerta de un verde desvaído de esa aparentemente tranquila urbe, dudando, con deseos de cruzarla... Pero al fin pasé de largo y seguí mi camino. Quise conservar la memoria de aquello que aún estimaba como valioso.
Más tarde, me encontré con la ciudad de la Idiotez, y ahí sí que entré. Porque quería confirmar mis sospechas... Y mis sospechas fueron confirmadas. En ese lugar la población había crecido muchísimo desde la última vez que la había visitado, tanto que casi rebosaba sus fronteras, amenazando con conquistar e invadir a otras ciudades aledañas. Me paseé durante varias horas por sus atestadas calles, llenas de gente, y en todas partes ví lo mismo: a gente idiota que sólo hacía y decía idioteces. Me paré en algunas calles, en bares y plazas, y escuché las conversaciones de los grupos que allí había... Siempre era lo mismo: idioteces. Una tras otra, sin descanso, casi sin respirar, y casi siempre entre carcajadas sin sentido, risas estridentes que parecían insultar al mismo aire. Mientras sus pequeños hijos (los niños que un escritor calificó hace poco de "idolillos") bailaban frenéticos alrededor de la hoguera familiar, brincando y gritando.
Me asomé también a la ciudad del Vacío, y crucé sus grisáceas puertas. Me atreví a hacerlo porque sentía cierta curiosidad. Pero después de caminar durante casi una hora por sus calles medio desiertas, algo me impulsó a marcharme. Empezaba a sentir que no sentía nada..., como si mi ser se deshiciera a cada paso. No era aquello el místico vacío búdico, no era el Nirvana... Tan sólo me crucé con algunas figuras difusas que parecían fantasmas, de pasos lentos y gestos mortecinos, que miraban sin ver, sin ningún brillo en los ojos. Y había en toda la ciudad como una neblina gris que olía a silencio, pero un silencio mustio, aburrido, opaco, un silencio aterradoramente vacío...
En la ciudad de la Incertidumbre, barroca y extraña, caótica, llegué a marearme. Dudaba en cada cruce , sin saber qué dirección tomar, lo que me hacía sentirme confuso y como perdido. Tanto que hasta llegué a dudar de mi propio nombre, de cuál era mi origen y dónde estaba mi casa. Menos mal que acerté a encontrar la puerta de salida...
Y pasé muy cerca también de la ciudad de los Errores, e incluso llegué a pisar varios charcos de fango junto a sus murallas, que luego supe que formaban como una senda que llevaba directamente a la ciudad del Vacío.
Por último, pasé por la ciudad de Nunca Jamás (ese nombre ponía en un gran rótulo sobre su puerta coloreada) y estuve allí al menos un par de horas... Su interior estaba construido a semejanza de la isla fantástica del cuento, pero... No pienso volver a esa ciudad nunca jamás. Allí no estaban ni Peter Pan ni Wendy, ni Campanilla, ni los niños perdidos, ni los indios ni las sirenas. Ni siquiera ví al Capitán Garfio y su barco pirata, lo que hubiera tenido cierto interés... Lo único que ví fueron largos pasillos llenos de espejos, que en conjunto configuraban oscilaciones de la realidad, espejismos deformantes, como ilusiones de feria. Luces rutilantes que sólo iluminaban decorados de cartón piedra. Grandes tapices, paneles de teatro, de esos que suben y bajan según la escena de la obra. Y muchas figuras disfrazadas, como de carnaval, con ademanes afectados y máscaras de payaso, que para nada hacían reír...
Así que sin hadas ni duendes ni aventuras, noté que aquello era un lugar falso, y decidí marcharme. No era éste, en absoluto, el País de las Maravillas que andaba buscando.
Y se me olvidaba decir que me encontré asimismo con varias "interfieras" por el camino... Que no son bichos o virus de internet, no, sino molestos animales humanoides, que por su carácter guardan cierto parecido con las moscas, pero de mayor tamaño y vestidos con traje y corbata, o similar, que continuamente te preguntan, te comentan, te aconsejan y te sueltan su "erudito" discurso, que varía según el momento y los vinos, cervezas o licores que se hayan tomado. Entidades que quieren interferir en todo cuanto uno hace o piensa, intentando anularlo o volverlo del revés.
A éstos nunca les hablé de mi búsqueda del País de las Maravillas, más que nada por evitar oír su risa hueca y por no ver la burla en sus ojos grises.
En cuanto al País de las Maravillas, no se trata sólo de encontrar un lugar fantástico más allá de las fronteras de la realidad, aun cuando ese lugar exista en alguna parte. Sino también de ver las maravillas que hay en esta misma realidad, de saber distinguir su luz entre el pantano de sombras de la vulgaridad cotidiana. Sé que no es fácil... Cuando hace cuarenta años solía usar la mirada del sueño en lugar de la del mundo, esas maravillas me asaltaban casi a cada paso. La magia de la vida me sonreía desde cualquier rincón, por oscuro que éste fuera. No había problema entonces, la oscuridad aún no había hecho mella en mi mente. Entre mí y esa esfera azul, de lunas y estrellas, de amables susurros y melodías, de besos aéreos y brillantes sonrisas, no había la distancia que hay ahora. Quizá esto se deba a la diferencia entre juventud y vejez... No lo sé.
Por otra parte, quizá el País de las Maravillas no sea sino esa dimensión, normalmente invisible, que tenemos casi siempre delante de los ojos, pero que no somos capaces de percibir, por culpa del velo... Esa gruesa y tupida cortina creada por una excesiva atención a lo que entendemos como mundo. Encontrar, pues, ese País pasaría por colarse entre las finas ranuras de la tela, entre las fisuras que hay en la malla de este mundo oscuro y absurdo. No sería esto, propiamente, como "descorrer el velo", pero sí atisbar lo que hay al otro lado.
He de reconocer, sin embargo, que después de tantos meses de búsqueda sigo sin encontrar ese país maravilloso, esa tierra feraz que conocí de niño y en la juventud. Pero, en cambio, sí he logrado hallar otro país, mucho más sencillo, el de las Pequeñas Alegrías... Está conformado por cosas mínimas, brillos diminutos, detalles amables y suaves rincones con luz que fácilmente pueden pasar inadvertidos a una mirada normal, pero que cuando se perciben con claridad le recuerdan a uno el placer de vivir. Y a este último país vuelvo de visita siempre que puedo. Cada vez con más frecuencia. Me agrada tanto que cualquier día me quedo allí a vivir para siempre.
Ya sé que hay quienes después de perder el tren, por distracción o por no llegar a tiempo ese día y a esa hora, se quedan esperando en la estación al próximo tren. Lo cual, en principio, parece lógico. Pero muchos esperan ese tren, que no termina de llegar, durante el resto de su vida. Y es porque no saben que ya no hay más trenes. No saben que esa línea ferroviaria en concreto, la suya, ha sido suspendida... Por ello, no quiero engañarme sobre esto. Ya no espero ningún tren. Lo que haya de encontrar, sea lo que sea, ocurrirá mientras camino.
Como complemento, y en compensación por este largo paréntesis de silencio, voy a añadir aquí un escrito de hace cinco años, que titulé "La voz y los ecos". Y lo hago porque lo que expreso en él no ha perdido vigencia. Entre las interminables galerías de luces y sombras, entre búsquedas y desencuentros, entre fulgores y agujeros negros, hay cosas, ciertas buenas cosas, que permanecen. Quizá por siempre.
Tal como decía mi amigo August Pausel: "Cuando uno cruza la frontera de sombra, más allá de la cual sólo hay extrañeza, y llega el triste momento en que ya no encuentras a nadie a quien ofrecer tu amabilidad, tu afecto o tu cariño, piensa que, en última instancia, siempre queda alguien... Y ese alguien eres tú mismo."
Antonio Martín Bardán
(8 de junio, 2018)
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"LA VOZ Y LOS ECOS"
No amé al mundo, ni el mundo me quiso a mí.
No adulé sus jerarquías, ni incliné
paciente rodilla a sus idolatrías.
No he forzado sonrisas en mis mejillas, ni gritado
adorando un eco; entre la multitud
no me contaron como uno más.
Estaba con ellos, pero no era de ellos.
Estuve y estaré solo, recordado u olvidado.
Lord Byron
(Childe Harold, canto III)
Estos versos del apasionado y altivo Byron me hacen pensar en mi propia relación con el mundo. Y lo primero que me viene a la mente es ese simple consejo que me dí a mí mismo una noche cuando joven, según venía de pasar otra interminable y agotadora jornada en el cuartel, en el periodo del servicio militar: que la cuestión principal era una lucha entre el mundo y la vida, y que debía emplear todas mis fuerzas en ganar esa lucha. Por "mundo", claro está, me refería a la sociedad en que vivía, a sus formas y a sus normas, a sus limitaciones e imposturas, y por "vida" entendía en aquel momento la esfera de mis sentimientos, mi relación personal e íntima con la existencia. Por supuesto, me resultaba fácil entonces identificar esos sentimientos con la realidad, porque me veía aún a mí mismo como un ser que no estaba contaminado. Es decir, creía que lo mío era lo auténtico, que lo real tenía mucho que ver con el "sentido poético" y entusiasta con que miraba las cosas; mientras que el mundo no era sino un entramado falso y extraño que maquinaba sus visiones fuera de la vida, engendrando un ambiente frío, estúpido y sin alma.
Más tarde, como suele pasarles a todos los jóvenes, aquel soñador tuvo que pasar por diversas etapas de forzosa adaptación, y vivir —en contra de su voluntad la mayor parte de las veces— distintas y complejas mixturas de experiencia social. Lo que me expuso a extrañas influencias y empezó a enturbiar la clara imagen que tenía de mí mismo y mi esfera sentimental. Y, sobre todo, comenzó a socavar la certeza de que mi visión de la vida era la única válida. En otras palabras, el mundo traspasó mis barreras emocionales y de pensamiento y generó en mi interior un considerable caos, antes desconocido. Fue la época de las crisis de identidad, del sentirse vulnerable, de empezar a no reconocer la propia imagen en el espejo. Y llegué a sentirme como un intruso en mi propia casa... Esta situación tenía una consecuencia grave: que ya no podía vencer en aquella lucha, porque ya no estaban tan definidos los objetivos y las fuerzas se disipaban, no lograban concentrarse en una dirección nítida y concreta.
Mucho tiempo pasé entre esas brumas; tiempo perdido en que alcanzé el dudoso y ambiguo perfil de sombra. Pero tuve que pasar por ello, con lo que eso conllevaba de problemas y tristezas varias, para, después de unos años, poder reencontrar la antigua figura. Fue difícil y duro el trayecto, pero poco a poco las cosas volvieron a su sitio. Y, aunque ya sin la simpleza de antaño, la imagen del mundo y la mía propia se recolocaron en el lugar correcto. Con definiciones más complejas, con la intervención de nuevos puentes y la presencia de inesperadas galerías, pero la vieja lucha regresó con claridad a mi mente y a mi vida. Las dudas se disolvieron y volví a hallar el camino bajo mis pies.
Sin embargo, los matices eran otros, y ya no veía a aquello exactamente como una lucha. Sino, más bien, como una especie de complicada danza entre una esfera y otra, como una contienda pacífica en la que los contrarios podían a veces incluso interrelacionarse sin que saltaran chispas ni corriera la sangre. Digamos que la guerra era ya muy vieja, los enemigos se conocían sobradamente y no ponían demasiados obstáculos a la hora de compartir lugares y tiempos. Aunque, eso sí, siempre, al final de cada jornada, cada uno debía volver a sus cuarteles, dejando así al otro respirar tranquilo, descansar y entretenerse gozosamente con sus propios y particulares sueños y espacios.
Tampoco yo he conseguido —como Childe Harold— amar al mundo, ni creo que el mundo me quiera. Pero a estas alturas, desde la soledad de estas estancias, no me rasgo ya las vestiduras por ello. Es algo asumido que no puede hacerme daño. El mundo está en su sitio, como siempre, y yo en el mío. Nos encontramos a diario, pero no nos molestamos demasiado, no hasta el punto de la beligerancia. Nos saludamos levantando el sombrero o la mano educadamente, como buenos enemigos, cruzando en ocasiones algunas palabras, y aunque haya también a veces miradas que rozan el desprecio o la indiferencia, cada uno sigue su camino sin más historias. Para mí sigue estando muy claro de dónde viene la voz y de dónde los ecos...
Antonio H. Martín
(1 de mayo, 2013)