Aquí escribo,
al filo de la noche,
en este cuaderno de cristal
y humo,
para ahuyentar las sombras.


Con la ventana abierta,
por si viene el pájaro
del sueño.

AMB







jueves, 30 de diciembre de 2010

Mañana gris



Este cuento lo escribí hace dos años, y lo publiqué aquí, en este cuaderno nocturno, en su momento. Pero como creo que casi nadie lo ha leído, lo vuelvo a publicar, para despedir este año viejo que se va con una sonrisa y un beso. Es un cuento onírico, en el que las fronteras entre uno y otro mundo, el de la vigilia y el del sueño, se difuminan, y en el que se encuentran puentes que los enlazan.
Así me despido de este año, agradecido por todos los encuentros. Y ojalá que el año próximo nos sigamos leyendo, y cruzando puentes, pasarelas y caminos, con niebla o sin ella.
Un abrazo a todos, y feliz año nuevo.

AHM

... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...



MAÑANA GRIS


Miró por la ventana de su cuarto de estudio y vio una mañana gris, unas nubes enormes que juntas tapaban el cielo, ocultando el limpio y alegre azul. Más abajo, los edificios de siempre, las feas casas anodinas de todos los días, que quizá contengan historias pero cuya voz no trasciende el umbral del silencio. Y un poco más abajo, en el suelo mojado por la lluvia de la noche, coches, muchos coches que iban y venían en todas direcciones, como si buscaran un destino que no acababan de encontrar, transmitiendo una sensación como de ansiedad, de desasosiego. Todos esos coches circulaban de prisa, sin aliento, nerviosos, y Alberto imaginaba, dentro de cada uno de ellos, a un ser sin aliento y nervioso que tenía una extraña prisa por llegar a algún sitio al que en realidad no quería llegar...

La vieja historia de casi siempre, pero que envuelta en el gris de la mañana adquiría un matiz más amargo, más crudo, más infeliz que otras veces. Era un mundo extraño, cuyo sentido se le escapaba, lo que ahora le miraba a los ojos con desprecio. Ese mundo que él sentía como irremediablemente absurdo parecía sentirse a gusto en medio de esta mañana opaca, de esta ausencia de luz y color, sin azul y sin música, Parecía ser su acuarela preferida, su fondo predilecto, y se diría que devoraba cada minuto con rabioso deleite, como un monstruo sucio y gris, de mirada de humo y voz estridente, que sólo existiera para comerse el tiempo, para anular la vida y dejar sólo un rastro irreconocible de lo que podía haber sido y no fue, por su culpa. Era como una gran sombra que transformaba el día en una falsa noche sin historia.

Alberto cerró los ojos, como queriendo borrar esa imagen, pero la mañana gris seguía allí, imperturbable, y llevaba un triste mundo sobre su espalda... No quiso mirar más, se fue a la cocina a prepararse un café; tenía frío, aunque había puesto la calefacción hacía más de una hora. Tal vez el frío no era real, tal vez lo que sentía era otra cosa: el gris de la mañana, que se le había metido dentro. Volvió al cabo de un rato a su cuarto y miró otra vez a través de la ventana. Había empezado a llover; diminutas perlas de agua se pegaban en el cristal y hacían que la mañana fuera aún más extraña y borrosa, más lejana y más oscura. Aún así, Alberto siguió mirando, quizá con el deseo inconsciente de encontrar algo, algún pequeño detalle que pudiera salvar la mañana con una leve sonrisa; el juego de un perro, el vuelo de un gorrión, el saludo cimbreante de un árbol...


II


Pero no encontró nada de eso. En su lugar, vio venir desde lejos a una figura pálida, una presencia entre las nubes que se acercaba lentamente. En seguida reconoció sus ojos tristes y apagados, su boca fruncida, el suave gesto de su mano abierta que parecía querer sujetar algo que ya no estaba entre sus dedos... Sí, era ella, volvía a él como si la hubiera llamado, como si le perteneciera. Salía del espejo de la mañana y le miraba con sus ojos heridos. Le lanzaba preguntas antiguas que no podía responder. Alberto se limitó a saludarla: “Hola, Melancolía, ¿qué haces aquí? No te he llamado, ¿por qué vienes? ¿Te ha traído esta mañana gris?”

Ella no respondía, sólo le miraba fijamente y en sus ojos empezó a arder un fuego extraño, una llama azul que le trajo viejos y dolorosos recuerdos.
“¡No, no lo hagas!” –exclamó Alberto, asustado y tembloroso; sabía bien lo que se le venía encima y no quería volver a pasar por ese trance. “¡No me mires así! No te he invocado. ¡Vete!”

Pero la dama triste seguía hiriendo con su mirada, cada vez con más fuerza, con más fuego, hasta que Alberto empezó a ver que la mañana se transformaba, que desaparecía el gris y la lluvia y ante él se abría un paisaje maravilloso, hermoso y apacible como un antiguo sueño de juventud.
Ya no veía el mundo conocido; no había gente nerviosa, ni feas casas anodinas, ni humo ni ruido. Ante él sólo había un valle espléndido rodeado de montañas azules, y un cielo abierto y luminoso donde un tranquilo sol conversaba con nubes blancas, donde resonaba el murmullo de un arroyo cercano y una suave brisa hacía danzar a las flores...

“No, Melancolía, no me hagas esto. Lo que me muestras no existe, es sólo una imagen del pasado, un bello recuerdo de algo... muerto.” La voz de Alberto era sólo un susurro. Y sin dejar de mirar ese paisaje, comenzó a llorar. Sus lágrimas, largo tiempo guardadas, resbalaron en silencio por sus mejillas.

Entonces, oyó la voz; lejos al principio, pero cada vez más cerca: “¡Alberto! ¡Albertooo! ¿Dónde estás?”
Se restregó los ojos, apartó las lágrimas y miró a la lejanía... ¡Sí! ¡Era ella! ¡Ella! Quiso gritar su nombre, ¡Yolanda! ¡Yolanda!, pero no oía su propia voz, no tenía voz. La muchacha estaba ya cerca y pudo ver su cara, sus ojos castaños, su pelo largo y oscuro, su delgada boca que antaño había besado con pasión, esa boca en la que había visto la más dulce de las sonrisas, y esos ojos que le habían mirado a él, a Alberto, con el brillo del más sincero amor...

¡Esto no podía ser! ¡No esta locura! Alberto reunió toda la fuerza de que era capaz, apretó los puños y golpeó el cristal de la ventana mientras gritaba por fin: “¡Yolandaaaa!”


III



Pero su esfuerzo fue inútil. Todo lo que vio ante sí fue el rostro encendido de la Melancolía, que le seguía mirando fijamente a los ojos. Y detrás ya no estaba el hermoso valle, ni la magia que contenía. El sueño se había roto, como si fuera una película adherida al cristal de la ventana y se hubiera hecho añicos con ella.

Alberto comprendió... Había llegado la hora, su hora; ya era tiempo de hacer lo que debía hacer; no tenía sentido seguir alargando la espera. ¿Qué hacía él aquí? Este no era su mundo, aquí nunca iba a encontrar nada que le colmara, ninguna copa que saciara su sed. Andaba siempre a vueltas con el anhelo de lo infinito, de lo absoluto, y lo único que encontraba eran pequeñas migajas, restos que otros habían dejado en su camino y que no le servían para encontrar el suyo. Sólo eran viejos letreros en medio del bosque; ayudaban al caminante perdido, pero carecían de la fuerza para caminar. Los letreros no caminan, sólo indican el camino, un posible rumbo a seguir, pero es uno mismo el que tiene que caminar, y Alberto nunca había tenido la fuerza y el coraje necesarios para hacerlo.

Su anhelo del infinito no se traducía en nada espectacular y grandioso. Alberto no deseaba volar a las estrellas o conquistar un mundo; para él lo infinito podía encerrarse en un pequeño sueño, una esfera mágica donde la vida se hiciese redonda y pudiera amarse a sí misma. Esto le bastaba. Pero aún esto tan sencillo le resultaba imposible. Por todas partes crecían barreras, algunas tan altas como montañas, que le impedían llegar a la meta, que le cortaban el paso y le robaban hasta la más pequeña de las alegrías.

Estaba cansado de tantas sombras, harto de tanto dolor sin recompensa, de tanta lucha sin victoria. Todos los días eran breves batallas contra el monstruo del absurdo, y todas eran perdidas. Había noches en que conseguía dar algún paso, rescatar del vacío algo de valor, con lo que poder respirar un aire más puro y libre, un mínimo brillo en medio de la oscuridad, pero el día siguiente se encargaba siempre de destruirlo, lo convertía en arena entre las manos, quemaba con una dura luz cualquier rastro del sueño.

Y ya no quería más de esto. Ya era bastante, demasiado. Había tenido que venir la vieja dama triste para recordarle su camino, y estaba bien que así fuera. Esta mañana gris había sufrido su último dolor. Alberto se levantó y dirigió una última mirada a la dama del vestido de gasa y los ojos penetrantes, de los que había surgido la imagen de su perdido sueño. La miró un instante, sonrío y se marchó hacia otra parte de la casa.

Arriba, en el viejo desván, escondía Alberto su secreto más valioso. Dentro de un arcón, envuelto en paños como si fuera una joya, estaba el libro.



IV



Lo encontró hace mucho tiempo, mientras rebuscaba en una librería de anticuario, y nada más verlo, sin saber qué contenía, supo que debía ser suyo. Fue como si el libro le llamara... “Seguro que es un compendio de leyes o recetas del siglo XIX o a lo sumo del XVIII”, pensó, “pero me encanta su cubierta y esos adornos tan raros que exhibe...”

Se llevó el libro a casa por un precio que estimó aceptable, y una vez allí descubrió que no era ningún antiguo códice, escrito en latín y con exquisitas miniaturas que aún no habían perdido del todo su color, como vagamente dejaba sospechar, sino un libro moderno del siglo pasado, de 1902, escrito por un tal Joseph Howard, que se decía erudito en ciencias ocultas. Estaba escrito en inglés, aunque se adornaba con un pomposo título en latín, Somnus Limen. Por supuesto, no le importó y en seguida aceptó al libro como un pequeño tesoro. Lo interesante vino después...

Durante años, Alberto bajaba el libro del desván, donde prefería que estuviera para preservarlo de miradas indiscretas, y al abrigo de la noche, encerrado en su cuarto, leía con avidez y creciente interés lo que allí estaba escrito. Según se daba a entender, el autor no era precisamente un erudito, ni profesor de ciencia alguna, sino un viajero, un explorador de lo que él mismo denominaba simplemente como The Dream Land, el país del sueño.

Era emocionante seguir los distintos y jugosos capítulos donde Howard narraba sus “viajes” a ese país de maravilla, sus descubrimientos y extraordinarios hallazgos, pero lo más interesante era que este onírico viajero tuvo la inapreciable deferencia de explicar ciertas normas para quien quisiera seguir sus pasos y adentrarse en ese otro mundo. Algo así como una guía de viaje, que incluía fórmulas secretas que servían para abrir las puertas y poder pasar al otro lado...

En un principio, Alberto leyó todo esto como si se tratara de una novela de Verne, o una colección de cuentos de Hoffmann o Dunsany; pero alguna de esas noches se atrevió, movido por la curiosidad o por simple impulso lúdico, a poner en práctica las fórmulas detalladas por Howard.
Lo que ocurrió después fue para él un suceso de lo más extraño y fantástico que había vivido nunca. Alberto consiguió efectivamente traspasar esas puertas y “viajar” al país de los sueños.


Lo que esto significara realmente no le importaba lo más mínimo; lo valioso para él era que vivía intensamente esas experiencias, que sentía que estaba allí, en la tierra de los sueños, y que nunca antes se había sentido tan vivo.
La autenticidad de estos “viajes” era para sus sentidos algo que estaba fuera de toda duda. Y le parecía absolutamente irrelevante ponerse a discutir sobre ello. Lo que pudiera decir un psicólogo al respecto le daba igual; carecía de valor la opinión de nadie, por muy científico que fuera, en un mundo que ni siquiera tiene una consciencia cierta de su propia realidad, y que año tras año va cambiando su visión de la misma.

Así que Alberto se aficionó sin restricciones a esas lecturas nocturnas y a sus consecutivos “viajes”. Varios años estuvo usando la magia del libro; muchas y extraordinarias fueron sus vivencias. Y precisamente allí, en ese país del sueño, fue donde conoció a la mujer de su vida, a Yolanda.

Pero parece ser que es cierto lo que se dice de que toda felicidad es transitoria... Sin que mediara una razón poderosa para ello, pero tal vez influido por multitud de pequeñas razones que constantemente le asediaban, Alberto fue distanciándose paulatinamente de su actividad onírica. Cada vez subía menos al desván para tomar el libro y usarlo para sus propias incursiones en esa amada tierra ya no tan desconocida, pero siempre maravillosa y sorprendente.

En cierta ocasión, se atrevió a confesar todo esto a su amigo más íntimo, a Martín, que también era muy aficionado a los sueños y propenso a todo lo que oliera a fantasía, y éste le contestó que el problema venía de su amor por Yolanda. Esa relación era tan buena, tan perfecta, que la sombra del miedo se había aliado con el frío de la duda, porque la mente no podía aceptar que algo tan bueno fuera real.

Puede que el amigo tuviera razón. El caso es que Alberto dejó una noche de bajar el libro, y poco a poco se fue olvidando de él. Su vida cambió, salía con gente a divertirse por las noches, se pasaba horas y horas hablando de temas intrascendentes, conoció a mujeres y tuvo algunas relaciones que aparentaban ser serias, pero que nunca terminaban de cuajar.
Pero después de unos meses, lentamente, sin que se diera cuenta, le desapareció esa fementida alegría, se volvió irascible y huraño. Se convirtió en un ser intratable que todos rehuían. Y a Alberto se le llenó de frío el corazón.

Ya casi no salía de casa, sólo lo imprescindible, y encerrado con sus pensamientos, a solas entre las cuatro paredes desde donde los libros, los viejos amigos, le miraban en silencio, una tarde triste y apagada de otoño le visitó por primera vez la dama del vestido de gasa y lánguidos ojos, la de la mano inerte que parecía aferrarse a un objeto inexistente. Y aquel encuentro le dolió en lo más hondo.
Pero la dama siguió viniendo, y pasaba un rato a su lado sin decir nada, y luego se iba; pero siempre, antes de marcharse, le dejaba un recuerdo sobre la mesa, cualquier cosa, una hoja seca, un verso, la estrofa de una canción, el dibujo de una gema de azul intenso, el pétalo de una flor, la huella de un beso...

Alberto no entendía al principio qué significaban aquellas cosas; las miraba sin comprender, las cogía y cerraba los ojos con fuerza intentando recordar, hasta que un susurro le venía desde muy lejos, como desde más allá del tiempo, como el eco perdido de un sueño, y ese susurro le dibujaba un nombre en el aire, un nombre de mujer: ...Yo...lan...da...



V



Alberto cerró la puerta del desván con llave desde dentro. No quería ninguna interrupción. Vivía solo y nadie iba a molestarle, pero así se sintió más seguro. Después corrió las pesadas cortinas y en el desván se hizo la noche; encendió la pequeña lámpara del antiguo escritorio para poder moverse entre tanto trasto sin tropezar y se dirigió hacia el viejo arcón. Allí estaba el libro, el grimorio que tantas veces, en un pasado más feliz, había usado como una llave hacia otros mundos.
Mucho tiempo lo había tenido olvidado y ahora había llegado el momento de volver a su magia, pero no para hacer un viaje más, no para embarcarse en otra fantástica aventura en el país del sueño, no. Esta vez no iba a ser un viaje de ida y vuelta... Alberto sintió todo el peso de lo que iba a hacer, la duda y el temor a equivocarse estaban ahí, junto a él, intentando detenerle, pero era inútil: la decisión estaba tomada y no había vuelta atrás.

Buscó la página que quería y dejó el libro abierto sobre la mesa. Volvió a leer la seria advertencia del principio, donde se avisaba al desprevenido soñador de que aquello no era una empresa más y que, de seguir adelante, se enfrentaba a un cambio definitivo de su propio destino. Aquí el amigo Howard era muy claro y directo; se notaba que sabía bien de qué estaba hablando, no porque él hubiera llevado a cabo ese último viaje –dado que volvió a este mundo, escribió el libro y lo hizo publicar-, pero parece que conocía a alguien que sí lo había hecho y se sentía en la obligación de avisar sobre el carácter irreversible de ese paso.
Pero Alberto ya estaba subido a la nube y no pensaba bajar. Se sentó frente al libro y a la débil luz de la lámpara empezó a leer en voz alta el hechizo...
Sabía de esta fórmula mágica desde hace tiempo, pero nunca pensó en usarla. Ahora era diferente. Su voz ronca resonaba extrañamente en el silencio del desván; parecía que esas antiguas palabras flotaran en el aire con entidad propia. Alberto cerró los ojos y siguió repitiendo la fórmula, que ya guardaba en su memoria. En su oscuridad el sonido de las palabras se iba transformando en imágenes, en formas confusas y borrosas que se movían. Abrió un instante los ojos, para comprobar si era fruto de su imaginación, pero aquellas formas seguían presentes ante él, oscilando y retorciéndose por el aire del desván, como extrañas figuras de otro mundo.
Al cabo de un tiempo, Alberto vio por fin la cueva, la oscura cueva en la que había estado otras veces y que era como la antesala de sus viajes al país del sueño. Siguió el camino conocido y ante sus ojos, pequeña y lejana al principio, apareció la luz; un brillo azul que relucía allá en el fondo de la cueva, entre espesas sombras. Caminó hacia ella y llegó a un espacio más amplio. Allí estaba, como siempre, la vieja puerta por la que había entrado en múltiples ocasiones al país del sueño. Estuvo tentado de tocar la brillante gema azul que hacía las veces de llave; sabía bien que sólo con poner su mano sobre ella la puerta se abriría y el camino hacia los sueños estaría abierto. Pero esta vez no había venido con esa intención, buscaba algo más, mucho más. Quería nada menos que cambiar de mundo, y quedarse allí para siempre...

Pasados unos minutos, que le parecieron interminables y en los que llegó a sospechar que el hechizo no funcionaba, consiguió encontrar lo que quería: la otra puerta. No era fácil verla porque su color se confundía con el de las paredes de la cueva, y porque en ella no brillaba gema alguna. Sobre la antigua madera sólo resaltaban unos extraños signos que no pudo descifrar. Pero daba igual, tenía la certeza de que esa era la puerta que buscaba, porque en anteriores incursiones, y después de explorar a fondo la cueva, nunca había visto otra puerta, sólo la de la gema azul. Y éste era el efecto del hechizo: hacía visible la otra puerta, la entrada definitiva.
Alberto sintió que el pulso se le aceleraba ante esta puerta, que no sólo significaba el paso a otro mundo, también a otra vida. ¿Cómo se abría esta puerta? El libro no decía nada sobre eso... Puso sus manos abiertas sobre la vieja madera arañada por el tiempo, y dejó que su corazón se inundara de sentimientos. Recordó el valle, las montañas azules, la brisa y, sobre todo, la mirada y la sonrisa de Yolanda.

Parece que eso hubiera servido de llave, porque a continuación se abrió ante él un torbellino de luces y fuerzas que le atrajo hacia el interior. La puerta había desaparecido y Alberto sintió que caía vertiginosamente en lo que parecía un pozo sin fondo. A su alrededor podía ver imágenes cambiantes, miles de figuras, entre las que reconoció escenas de su propia vida... ¿No era esto lo que decían que pasaba cuando uno se acercaba a la muerte? ¿Se habría equivocado de puerta? Pero ya no había vuelta atrás, el regreso era imposible, y Alberto seguía cayendo en esa tiniebla circundada de luces indescriptibles y figuras de otros tiempos. Un raro sonido, como el zumbido del vuelo de muchas aves mezclado con el tronar de una cascada lejana, acompañaba esta caída hacia lo desconocido. Pero a Alberto le pareció oír también retazos de música conocida, que había escuchado y gozado en su vida normal, en su mundo ahora ya perdido y lejano.

Logró ver una última imagen antes de hundirse en la más absoluta negrura. Era el rostro de la vieja dama triste, la melancolía. Le miraba con sus grandes ojos fijos, pero esta vez algo había cambiado. Su mirada era brillante, luminosa, alegre. ¿Cómo podía ser? Inevitablemente, le recordó otros ojos, otra mirada...
Después, se hundió en la sombra.



VI




Una fuerte lluvia golpeaba con obstinación el tejado de la casa. Alberto la oía como un sonido lejano y extraño que no lograba identificar, y se le mezclaba con el zumbido insistente de su cabeza. Se sentía mareado y confuso... ¿Dónde estaba? ¿Qué había pasado?
Abrió lentamente los ojos y se encontró tirado en el suelo del desván. Ante él estaba la mesa y sobre ella el libro abierto, mudo testigo de su reciente aventura sin final, de su viaje a ninguna parte... La cruda realidad le cayó encima como una pared de sombras, como un pozo de silencio.
“No ha funcionado, sigo aquí.”

Alberto pronunció esas palabras sin dar todavía crédito a lo que veían sus ojos. Era muy duro para él tener que aceptar que todo había sido en vano. ¿Qué había hecho mal? ¿En qué se había equivocado?
Recordaba haber atravesado la puerta secreta, haber caído en un largo túnel rodeado de imágenes y sonidos y luego... la nada. Y aquí estaba ahora, en medio de la nada, mirando como un idiota las cuatro paredes del viejo desván y, sobre todo, la mesa con el libro abierto, con el libro inútil que no le había servido para consumar el viaje que con tanta fuerza había soñado...

Se sintió preso de una densa telaraña, incapaz de moverse, de pensar con claridad, como un insecto al que sólo le queda resignarse a su suerte... Pronto vendría la hacedora de la red, con sus ocho ojos fríos, y le inocularía su veneno. Se incorporó y volvió a fijar su mirada en cada detalle, en cada objeto, en cada resquicio de luz, en cada sombra. Sí, no había ninguna duda, estaba en el desván, en su casa, nada se había movido, todo estaba igual.
Poco a poco su conciencia se fue templando y recuperó el tono triste de los últimos tiempos, triste pero seguro en su frialdad. Era la actitud que le acompañaba y a la que se había acostumbrado. Le servía de tabla para seguir a flote en medio de un mundo que no podía amar. Era su patético seguro de vida.
Alberto se acercó a la mesa, miró el libro, que seguía abierto en esa página de “la otra puerta”, y observó un detalle en el que no había reparado antes: junto a las extrañas palabras del hechizo había unos signos, y le pareció que eran los mismos que vio impresos sobre la puerta. Pero qué importaba ya eso. Ahí estaban los signos, indescifrables, seguramente mágicos, pero su vida estaba aquí, donde siempre. Y su sueño de amor existía en algún lugar lejano al que ya no tenía acceso. Había perdido la gracia de viajar, y quizá por eso el embrujo de los signos y las palabras no había funcionado con él. Cuando el alma se endurece, se cierran las puertas...

Cerró el libro y volvió a guardarlo en el viejo arcón. Seguramente no volvería a abrirlo. ¿Para qué? Ni siquiera pensó en usar la puerta de antes, la de la gema azul, e intentar un último encuentro. En su situación actual no soportaría volver a tocar el cielo con las manos durante un breve lapso de tiempo para luego tener que regresar a lo gris. No, sería demasiado cruel.
Pero, ¿y ella? ¿No vería con buenos ojos un nuevo encuentro? ¿Aunque fuera el último, la despedida? No, pensó, era inútil y absurdo. ¿Para qué alargar el sufrimiento? Si lo imposible era imposible, cualquier cosa que se hiciera al respecto no haría sino añadir más piedras a la muralla, ensanchar más la distancia... ¿Qué diferencia hay entre querer viajar a una estrella como Sirio, que está a ocho años luz, o a otra como Betelgeuse, a más de quinientos años luz? La diferencia es ninguna, porque ambos destinos son imposibles.
Así pues, que otros se dedicaran a fantasear. Él ya estaba en su sitio. Había viajado al país del sueño muchas veces y había visto maravillas sin nombre; había incluso rozado el paraíso, pero todo eso acabó. Se sentía agradecido por lo vivido pero no quería volver, porque la flor del sueño es demasiado... bella para poder olvidarla, demasiado buena para que el corazón pueda soportar la separación y la distancia. Es mejor dejar que el tiempo cubra los recuerdos con el polvo de los días, con el peso de los años... Y aprender a vivir en este presente que no nos gusta y al que odiamos a veces, pero guardando siempre el brillo azul de ese recuerdo, sabiendo que es verdad que en algún lugar del desierto hay un pozo escondido...



VII



Después de salir del desván, bajando las escaleras hacia su cuarto, Alberto iba pensando en esta última experiencia con el libro, en este viaje fallido. Aún estaba algo aturdido, pero los recuerdos iban aclarándose en su mente por momentos; volvía a ver las imágenes fugaces que presenció durante su caída, volvía a escuchar el estruendo mezclado con música que le acompañaba y... sí, también aquella última imagen de la melancolía sonriendo. A la vista de los hechos, se le escapaba el sentido de aquella sonrisa. Pero, bueno, ya estaba bien de mezclar la realidad con los sueños. ¿Sentido? No tenía por qué tener un sentido. Los sueños manejan un lenguaje diferente al de la vigilia, y es muy difícil entenderlo.

Abrió la puerta de su cuarto. Allí seguían sus libros, su mesa, su sillón. Todo como esperando su presencia para recobrar la vida. Se sentó y cerró los ojos para descansar un poco. No tenía la certeza de haber viajado realmente; puede que la visión de la cueva, las puertas y la caída sólo fuera eso, una visión, pero se sentía muy cansado, como si hubiera caminado durante muchos kilómetros. Así que el cuerpo agradeció la postura, y Alberto se quedó profundamente dormido.

Al despertar, al cabo de una o dos horas, sintió frío y entonces se acordó de la ventana. ¿Cómo no se había acordado antes? Seguro que había entrado la lluvia y había mojado hasta los libros... Fue en busca de un cartón para taparla y cuando volvió se quedó estupefacto... La ventana estaba intacta. Recordaba muy bien haberla hecho añicos hacía poco, cuando vio por última vez a...
Abrió la ventana, que estaba en perfecto estado, y se asomó al exterior. Ya no llovía, pero la mañana seguía siendo gris, estaba envuelta en niebla. No se veía nada más allá de unos pocos metros. Alberto volvió al sillón e intentó poner en orden sus pensamientos. ¿Por qué la ventana estaba bien? ¿No la había roto de un golpe hacía poco? ¿O es que todo, todo había sido un sueño?
El libro, el hechizo, la cueva, la puerta de la gema azul, la otra puerta oculta, la caída hacia lo desconocido entre luces, formas y sonidos... ¿todo había sido un largo y extraño sueño?

Alberto no esperó más y subió corriendo hacia el desván. Descorrió las pesadas cortinas y una tenue luz gris iluminó débilmente la estancia. No tenía tiempo para encender la pequeña lámpara. Abrió el arcón, lo cual le costó cierto esfuerzo porque parecía que hubiera permanecido cerrado durante años, y ante él se mostró... el vacío.
¡El libro no estaba! ¡Allí no había nada, salvo unas cuantas telas viejas!
Se dejó caer en el suelo, preso de la confusión. Otra vez en el aire, sin saber qué había pasado... ¿Por qué no estaba el libro? Los pensamientos corrían por su mente a velocidad de vértigo y no conseguía encontrar un punto seguro donde detenerlos.
Si el libro no estaba puede que también fuera parte del sueño, como la ventana rota, y entonces... ¿todos sus anteriores viajes al país del sueño habían sido sólo imaginaciones? Eran conclusiones muy rotundas que no podía aceptar fácilmente sin sentirse herido en lo más hondo. Todas esas experiencias maravillosas, ¿sólo sueños subjetivos...? ¿el producto de una simple siesta? Todo, tan vívido, tan real ¿era sólo una fabulación de la mente para ocupar y entretener un descanso cotidiano?
¿Yolanda era sólo... un sueño?

Pero la evidencia golpeaba sus sentidos con fuerza: el libro no estaba, y daba la impresión de que nunca había estado allí, de que nunca había existido... Alberto bajó la cabeza y, en silencio, lloró amargamente.


... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...



VIII



Epílogo.

No se sabe cuánto tiempo siguió Alberto postrado en el desván, ante un arcón vacío. Pero sí sabemos bien lo que aconteció después. Se irguió, agotadas ya las lágrimas, y se encaminó hacia la gran ventana circular, siguiendo un rayo de luz que penetraba a su través. Se había levantado la niebla y la mañana gris terminaba convertida en una apacible y luminosa tarde de otoño.
Alberto observó asombrado el paisaje que se extendía risueño ante sus ojos. Las calles con sus coches ruidosos y humeantes y las feas casas anodinas habían desaparecido, y en su lugar pudo contemplar un hermoso valle rodeado de montañas azules.
Pero en el corazón del amigo Alberto ya no había cabida para la sorpresa, ni tampoco para la duda ni el desaliento. Simplemente, sonrió ante la escena que se le mostraba y la aceptó sin más. Ni se le ocurrió pensar que aquello que veía pudiera ser solamente un sueño. Y si lo fuese, tampoco le hubiera importado. Porque había aprendido lo caprichosa que puede ser la línea que separa uno y otro mundo, y que los seres y las cosas se mueven constantemente entre las esferas, en una danza interminable y gozosa.

Pasados unos largos minutos de contemplación, en los que disfrutó respirando el limpio aire del valle, Alberto llegó a ver una figura lejana que le saludaba desde la distancia. Una mujer, con larga melena castaña y un vestido claro, le hacía señas desde el camino que había junto al arroyo.
No lo pensó ni un segundo. ¡Era ella! El pecho se le llenó de alegría y bajó corriendo las escaleras del desván.

“¡Yolanda!”
“Alberto, sabía que encontrarías la forma de volver...”
“Yo...”
“¿Te quedarás?”

La respuesta de Alberto no se hizo esperar y aquellos dos seres, que parecían destinados el uno para el otro, se fundieron en un cálido y tierno abrazo. Cuando se besaron me pareció, a mí, que observaba la escena desde una prudente distancia, que un brillo azul surgía de la unión de sus labios, y eso me recordó la gema de la puerta; sí, la puerta que yo mismo descubrí hace mucho tiempo, la fabulosa entrada al país del sueño...
Y, debo confesarlo, me sentí orgulloso de haber escrito aquel libro.

J.H.


... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...


Antonio H. Martín


sábado, 25 de diciembre de 2010

El prado



Caminó durante horas por aquel campo vestido de nieve. Sin buscar nada, porque no había nada que encontrar. Sólo quería pasear sin rumbo. El campo estaba vacío, vacío de gente, y quizá es eso lo que quería, lo que necesitaba, porque venía de la ciudad y estaba saturado de tanta falsa compañía, de tanto ruido, de tanta locura.
Allí, sin embargo, estaban la soledad y el silencio. Sus amigos predilectos.

Recordó unas palabras de Jorge Amado, que había leído en algún sitio: "Yo no sabría estar sin la gente. A mí me ponen frente a un paisaje y digo, vale, de acuerdo, es muy bonito, pero llénenlo de gente. Cuando veo un paisaje me quiero marchar en seguida. Necesito a la gente..."
Qué diferentes podemos ser los humanos, pensó. Y recordó asimismo las pinturas de Caspar David Friedrich, esos bellos paisajes sin gente. Sobre todo una donde se ve un atardecer en un bosque de pinos. Esa luz, ese silencio... Sólo dos figuras diminutas, integradas en el paisaje, dos amigos, dos caminantes detenidos ante el embrujo de la hora. Y nada, nada de gente.

Y llegó al prado, salpicado de delgados árboles dormidos, y vio entre el bosque cercano los últimos brillos del ocaso... Fue un impulso, algo que se le encendió por dentro, como si escuchara una voz que le llamaba. No pudo ni quiso evitarlo. Empezó a correr, a correr como un loco, gritando, riendo, llorando de alegría. Y mientras corría, sintió que todo el peso acumulado se le disolvía en el pecho, que todas las sombras perdían su poder, que el mundo, por fin, se había ido.
La magia estaba allí.


Antonio H. M.
(25 de diciembre, 2010)

lunes, 20 de diciembre de 2010

El puente de niebla



Camino lentamente sobre un puente de niebla, con la viva sensación, extraña y fascinada a la vez, de estar entre lo concreto y lo abstracto, entre lo conocido y lo ignoto, en el umbral entre la realidad y el sueño... como en una especie de limbo indefinido, sin marcas ni fronteras, sin señales, sin casi referencias. Veo al mundo desdibujarse, mientras que el tiempo pierde su peso y el sonido se hace silencio.
Mis pasos continuan avanzando, muy despacio, sobre el suelo de madera; oigo el tenue crujir de las tablas, pero en una resonancia que se me antoja lejana... Casi nada de lo de afuera es visible, sólo retazos, hilos sueltos de una tela desvaída y rota. Y entonces, mi mirada se dirige hacia adentro, se interna en las galerías de los propios sueños, de los anhelos perdidos y los dormidos deseos, y busca allí la puerta, la vieja puerta de roble tras la que guardé hace mucho tiempo algo que no logro recordar del todo, pero de cuya existencia estoy extrañamente seguro.
Y luego de pasear mucho, como quien visita un enorme museo con múltiples y variadas salas, por fin la encuentro, en el recodo de uno de los largos pasillos, medio oculta entre un destello azul y el gris de una sombra, en penumbra. Sobre su antigua y recia madera está grabado mi nombre, pero... no tengo la llave.
Un momento después, inclinando los ojos, decepcionado y triste, descubro bajo mi nombre una pequeña inscripción que dice:
¿Puede un halcón volar con las alas de una mariposa?

La niebla es fría, duele ya el silencio, pero sigo caminando por ese puente que parece interminable. Quiero llegar al otro lado, aunque ya no sé bien por qué, y ni siquiera tengo una imagen clara del antes, de cuando empecé a cruzar por ese puente; sólo vagos recuerdos, un mosaico borroso de luces lejanas y canciones que ya perdieron su voz. Me empieza a pesar el tiempo. Mi mirada se pierde y no sabe ya a dónde mirar...
Y es entonces cuando veo, entre la opacidad que me rodea, a pocos pasos delante mío, junto a una baranda del puente, la figura de alguien que me mira y me sonríe...

-- Saludos, caminante. Le estaba esperando.
-- ¿A mí? ¿y por qué?
-- Creo que esta llave es suya...


Antonio H. Martín
(20 de diciembre, 2010)

jueves, 16 de diciembre de 2010

Ya es de noche...



Esto escribía uno a los treinta años, cuando lograba encontrar un hueco en su tiempo y volvía al cuaderno abandonado, como quien regresa a mirarse en un espejo antiguo, que guarda en un armario entre paños de olvido; intentando encontrar aquello que las circunstancias no le dejaban ver, pero de cuya existencia estaba seguro.
Al releer estas viejas páginas, veo como un puente imaginario entre la amargura y la esperanza, como una rebeldía contra la sombra. Como si aquel joven lanzara una flecha hacia el futuro, atravesando el humo gris de un presente vacío.

AHM
(16 de diciembre, 2010)

... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...


Ya es de noche, una fría noche de invierno, y ha llegado el momento de recogerse ante la pequeña mesa del estudio y relajar un poco la mente de todo el ajetreo del día, meditar un poco sobre las cosas queridas, valiosas, esas cosas que durante todo el día permanecen calladas en nuestro interior, medio olvidadas por el ruido de la tensión, de los problemas, de la lucha de una vida absurda y vacía.
Hoy ha caído algo de nieve sobre la ciudad, y la nieve siempre me ha transmitido una extraña alegría, no sabría explicar por qué. El caso es que estoy escribiendo, lo que no hacía desde hace muchos meses, y eso es bueno para mí, aunque se trate sólo de estas simples líneas. Por ello, le estoy agradecido a la suave nevada de esta tarde, y también a un librito de Hesse que hoy he estado leyendo en el metro mientras volvía a casa.
Así que he puesto en mi caja de música los conciertos para violín de Bach, y junto con el papel y el bolígrafo, el paquete de cigarrillos y un vaso de vino, me he puesto a escribir. Sé que al final no voy a escribir nada, es decir, que me voy a limitar a imprimir una palabra tras otra en el papel, un poco por inercia, por pasar el tiempo, sin reflejar ninguna sustancia, ninguna pasión. Pero aun así me parece mejor que sentarme a mirar la televisión, y eso ya es algo.

La música de Bach sigue sonando, y me asombra su pureza, su frescura, su limpio y sereno fluir; evoca una época, unos sentimientos que ya no existen, o que se han vuelto invisibles y extraños en nuestro tiempo. Se despierta mi vena romántica ante estos violines. Esta música es ya de otro mundo, y lo triste es que algunos de nosotros, hijos de ese mundo perdido, estamos envueltos en este otro, somos prisioneros de esta otra realidad, en la que ya no hay violines, ni magia, ni pasión romántica, sólo angustia, vacío, sólo el nostálgico mirar atrás y la indiferencia ante el presente y el futuro.
Quizá gente como nosotros no debimos nacer en esta época... O quizá esto no sean más que palabras sin sentido; quizá uno sea realmente idiota al autocompadecerse, y este mundo de hoy sea tan mísero y tan maravilloso como cualquier otro, sea del tiempo que sea, con lo cual estaríamos perdiendo el tiempo inútilmente en lamentaciones, mientras dejamos que la vida pase a nuestro lado, sin verla, sin oírla, sin ni siquiera presentirla. Esto sí que sería trágico, y hasta cómico.
Pero, ¿no somos en el fondo unos pobres payasos? Todos nosotros, con nuestra grave tristeza, nuestro áspero odio a la realidad, ¿no somos en el fondo unos idiotas, al preocuparnos tanto por los formalismos y evadir lo auténtico, la vida que respiramos día tras día?

Todas las mañanas luce el sol sobre los campos, las montañas y las ciudades. Todas las noches brillan las estrellas... Nuestro dolor es sólo una enfermedad superficial por la que nos dejamos engañar. Y nos gusta. En el fondo queremos sufrir, deseamos este dolor que a veces nos revuelve las entrañas. Lo deseamos porque es lo único que todavía reconocemos como nuestro en medio del extraño laberinto que nos envuelve.
Sabemos que al final de este camino sólo está la muerte, pero a ella también la deseamos, secretamente, con el viejo temor a lo desconocido, con el miedo antiguo de todo hombre, pero la deseamos. Porque, ingenuamente, imaginamos que tras la última puerta hallaremos lo perdido, encontraremos lo absoluto que siempre anhelamos; tras la última puerta...
Somos como niños que quieren volver al interior de la madre, porque no nos ha gustado lo que hemos encontrado afuera.

Pero nosotros, niños perdidos entre el torbellino de este mundo, deberíamos aprender a crecer. Sería bueno poder saludar al sol cada mañana, poder sentir a la inmensa y cálida tierra bajo nuestros pies, y poder sonreír a las estrellas durante la noche. Sería bueno no dejarnos engañar por la niebla, saber respirar a través del humo de este mundo. Sería muy bueno.


Antonio H. Martín
(Diario de un obstinado - 19 de febrero, 1987)


____________________
- Concierto para violín, cuerdas y continuo, nº 1
- Johann Sebastian Bach
- violín: Hilary Hahn
- Los Angeles Chamber Orchestra
____________________


____________________
- When Darkness Falls
- Secret Garden

sábado, 11 de diciembre de 2010

In Wonderland




El Gato sonrió al ver a Alicia. "Parece estar siempre de buen humor", se dijo la niña. Pero, al ver sus afiladas garras y su larga hilera de dientes, pensó que no estaría de más guardar las distancias.

- Señor Minino -comenzó Alicia, con cierta timidez, al no saber muy bien si al Gato le gustaría aquel nombre; pero el Gato seguía sonriendo y ello animó a la niña a continuar ("Parece que se lo toma bien")-: ¿Podría usted indicarme la dirección que debo seguir desde aquí?
- Eso depende -le contestó el Gato- de adónde quieras llegar.
- No me importa adónde... -empezó a decir Alicia.
- En ese caso, tampoco importa la dirección que tomes -le dijo el Gato.
- ...con tal de llegar a algún lado -acabó de decir Alicia.
- Eso es fácil de conseguir -le dijo el Gato-. ¡No tienes más que seguir andando!
¿Cómo poder negar la lógica aplastante de las palabras del Gato? Alicia trató de cambiar de tercio:
- ¿Qué clase de personas viven por aquí?
- Por ahí -dijo el Gato, señalando con su pata derecha- vive un Sombrerero; y en esa otra dirección -y señaló con la otra pata- vive una Liebre Marcera. Da igual al que visites... ¡Los dos están igual de locos!
- Pero si yo no quiero estar entre locos... -comentó la niña.
- ¡Ah! Pero eso no puedes evitarlo -le dijo el Gato-: aquí estamos todos locos. Yo estoy loco. Y tú también.
- ¿Y cómo sabe que estoy loca? -preguntó Alicia.
- Tienes que estarlo a la fuerza -le contestó el Gato-, de lo contrario, no estarías aquí.


Lewis Carroll
("Alice's Adventures in Wonderland" - 1865)

... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...





"... lo que el niño desea por encima de todo es que el mundo en el que vive tenga sentido...", escribió Lewis Carroll. Y Alicia en el País de las Maravillas es un soberbio intento de poner orden, pero no el orden superficial imperante en la superficial -aunque funestamente represiva- sociedad victoriana de la época, no el orden impuesto para ocultar el miedo ante lo desconocido. El orden que reina en el País de las Maravillas es el de las leyes de la poesía liberada del falso significado del lenguaje de los hombres. Y esa poesía, capaz de desenmascarar lo establecido a base de hacer saltar las reglas de la lógica que rige el mundo, es la que más deleita a los niños de todas las edades, desde que tienen uso de palabra hasta que empiezan a perderlo; es decir, desde los cinco años hasta la muerte de las capacidades intelectivas. Todos los niños adoran los juegos lingüísticos porque les permiten ensayar el material más importante del que disponen -y que les imponen-, y que son reflejo del mundo del que dispondrán: las palabras.


Ana María Moix

(del epílogo a "Alicia en el País de las Maravillas", edición de 1994)



- foto: Charles Lutwidge Dodgson (Lewis Carroll), en 1857.

... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...


Si me llamaran para actuar en una representación teatral de Alicia en el País de las Maravillas, y pudiera elegir mi papel, sin duda escogería el del Gato de Cheshire.
Por su continua sonrisa, por su ironía, por su lógica, por su serenidad y... porque se volvía invisible cuando le daba la gana.
Es mi gato preferido. Loco como yo, pero con el poder de estar en todas partes y en ninguna.


Antonio HM.

lunes, 6 de diciembre de 2010

El reencuentro



Hay muchos momentos en las galerías del tiempo, de nuestro tiempo, entre los múltiples azares de la vida, en que perdemos el contacto con aquello que nos sustenta anímicamente. Eso que es como un lazo o un puente de magia a través del cual encontramos la fuerza y la alegría de vivir.
Son momentos difíciles, en los que llegamos a sentirnos vacíos y como perdidos en medio de un laberinto, solos y a la deriva en alta mar, sin brújula ni estrellas ni viento... Momentos en los que caminamos por la misma senda sin ver aquello que ayer nos hacía vibrar, en que nos miramos al espejo y no sabemos reconocer al extraño que allí se refleja... Momentos fríos, oscuros, en los que no nos llega el abrazo de la luna, como si hubiéramos tropezado con alguna sombra del camino, como si hubiese cambiado el rumbo del aire, dejándonos confusos y sin aliento.
En momentos así, se adueña de nosotros lo que suelo llamar "la mirada del mundo", esa mirada dura, material y escéptica, que nos enfrenta a un panorama desolador y caótico, a un desierto sin ilusiones ni promesas, a un vacío sin alma. Es como caer en el pozo de la noche...
Y entonces no queremos nada, ni a nadie. La compañía se vuelve gris, y la soledad huele a tristeza. Buscamos por todos lados las viejas señales, los letreros que indicaban el camino, pero... una lluvia ácida ha borrado sus letras, y no hay huellas que seguir en ninguna parte. Los árboles duermen, la luna calla, y las estrellas se ven tristes y lejanas.
Es como si algún extraño poder nos hubiera transportado a otro mundo, desconocido y hostil.

Pero siempre vuelve aquello... Lo perdido regresa, más tarde o más temprano, pero regresa. Es la hora del reencuentro, y todo retorna a su orden, al viejo y querido sentido, a la música antigua que escuchamos hace tanto tiempo, esa que nos enamoró para siempre... Y entonces ventanas y puertas se abren, los sueños recuperan sus alas, el aire su rumbo y los árboles su mirada.
Gracias, amiga magia, por volver.


Antonio H. Martín

(6 de diciembre, 2010)


____________________

- "You Again", por John Foxx y Harold Budd

viernes, 3 de diciembre de 2010

Una vida secreta



Qué importante es tener una vida secreta, una vida aparte de la cotidianidad mundana, un lugar interior en el que podemos siempre encontrar los tesoros que hemos guardado. Un lugar, que puede ser físico o no, una cueva o una nube en la mente, en el que nadie puede nunca entrar, porque está separado por unas barreras inviolables, y vigilado por los gigantes del corazón.
Allí sólo entra uno mismo, porque uno es el único que posee la llave, el creador de la puerta y el dueño de su interior.

AHM



____________________

- A Secret Life
- por Steve D'Agostino, John Foxx y Steve Jansen

miércoles, 1 de diciembre de 2010

El fin y la nada



Viendo un documental ayer en la televisión, titulado "Viaje a los confines del universo", he recordado que había ya en mi mente juvenil dos conceptos que era incapaz de admitir: el primero era el límite del universo, y el segundo la existencia de la nada.
No podía concebir que el universo tuviera un límite, que a partir de cierto lugar en el espacio éste terminara... Y me preguntaba: ¿pero qué hay después? Es imposible que no haya algo más, porque el universo es infinito.
Por supuesto, todo esto lo digo desde mi condición de lego en esta materia. No he estudiado física ni astronomía, pero estoy seguro que de haberlo hecho seguiría pensando lo mismo. No cabe en mi mente que exista un final, una frontera última en el universo. Y si así fuera, sólo sería la frontera entre un universo y otro.

Mi mente suele ser muy imaginativa, pero no en este caso. Recuerdo que un amigo me comentaba hace muchos años aquello de que el universo es curvo, por lo cual un rayo de luz lanzado hacia el infinito llegaría a encontrarse consigo mismo, después de dar la vuelta. Bueno, esa teoría creo que es de Einstein, y seguramente ya está más que probada. Puedo imaginar un universo curvo, elíptico, como un enorme huevo cósmico, pero... ¿qué hay más allá del huevo?
Lo del rayo de luz es fácil. Suponiendo que hubiese una carretera que cruzara de polo a polo nuestro planeta, podríamos viajar de lado a lado sin tener nunca la sensación de que estábamos rodeando el planeta. Por el contrario, nuestra sensación sería siempre la de que seguimos una línea recta. Pero eso viene a decir que hay dos percepciones, dos perspectivas de un mismo hecho: la subjetiva y la objetiva.
La primera nos dice que viajamos en línea recta hacia el horizonte, porque eso es lo que vemos directamente, y en ningún momento percibimos la curvatura del planeta. Y en segundo lugar está la visión desde fuera, desde arriba, que dice que efectivamente nuestro viaje sigue un círculo. Así que visto desde abajo, a ras de suelo, nuestro planeta parece infinito, y visto desde arriba, desde más allá de las nubes, comprobamos que es finito.

Digo esto para ilustrar un poco el tema del universo curvo. De acuerdo, nuestro planeta es curvo, circular, eso es evidente, y el universo conocido también lo es, supuestamente.
De hecho, soñé una vez que viajaba hasta el fin del universo y después de cruzar la última barrera, me encontré de vuelta en mi casa... Pero eso no significa que el universo termine ahí. Sólo significa que mi percepción no puede o no sabe ir más allá. Ese es el punto al que voy.
Para mí el universo es infinito. Soy incapaz de concebirlo de otra manera. ¿Por qué? Porque mi mente tiene unos límites, que ni siquiera la imaginación puede traspasar. Para mí es abolutamente imposible aceptar una frontera final del universo, al igual que me resulta imposible admitir un principio y un fin del mismo.

En este documental se hacía, tal y como dice su título, un "viaje hacia los confines del universo", y el viaje se desarrolla en el tiempo... De manera que el final de ese viaje es llegar al momento del Big Bang, la gran explosión que se supone fue el origen de todo esto, de las galaxias, estrellas y planetas, y de toda la vida que conocemos, hace unos 13.500 millones de años. Cuentan que en principio aquello tenía el tamaño de una partícula, que momentos después hubiéramos podido tenerlo en la palma de la mano, y que pocos momentos después ya tenía el tamaño de la Tierra. Y luego... aquello se colapsó, explotó y dió origen a todo lo que ahora se extiende por el vasto e inmenso océano. Miles de millones de galaxias, billones de estrellas y planetas, e infinidad de formas de vida.
El porqué sucedió esto no lo explica el documental, y no es de extrañar, porque eso ya pertenece al más absoluto misterio.

Bien, acepto al Big Bang como el punto inicial que dio origen al universo conocido. Pero... ¿responde esto a las preguntas? ¿Qué había antes de esa explosión original, además de aquella primigenia bolita de fuego? ¿La nada?
Como he dicho antes, el concepto de "nada" no me entra en la mente, soy incapaz de admitirlo. La nada, como el vacío, son imposibilidades. No existe la nada, así como no existe el vacío. Todo, absolutamente todo, está ocupado por algo.
Los taoístas hablaban de la importancia del vacío, de que lo que hacía útil a una vasija o a un camino era el vacío. Efectivamente, una vasija de barro sin hueco para verter en ella un líquido cualquiera, no sirve para nada, y un camino lleno de obstáculos y barreras no es un camino, sino un infierno. De forma que deberíamos hablar de un vacío relativo, necesario pero relativo. Porque nada está vacío. Porque no hay nada que pueda llamarse propiamente "nada".

Cuando me muevo, cuando camino, dentro o fuera de casa, utilizo los huecos que hay entre los distintos bloques de materia que encuentro a mi paso, ya sean muebles, paredes, árboles, vehículos o edificios. Ese supuesto vacío es lo que me permite moverme, pero dentro de ese vacío hay muchas cosas, por ejemplo el aire, con su oxígeno, que me permite respirar y vivir.
El vacío absoluto sería como la muerte. Y la muerte, también me parece una imposibilidad.
Recuerdo ahora aquello de que la energía no desaparece, sino que se transforma... Pues así es, eso es precisamente lo que ha estado haciendo desde siempre: transformarse.

Nos dice el susodicho documental que este universo, nacido del incomprensible Big Bang, se está muriendo... Que cada vez hay menos estrellas, y más nada...
Pero también habla de que en esa "nada" hay algo, que ahora llaman "materia oscura". Una especie de energía desconocida, que está entre medias de todo.
Así que está claro que vivimos en medio del misterio. Y me atrevo a añadir que somos ese misterio.

Es fácil pensar en que una gota de lluvia no es consciente de su calidad de lluvia, de que pertenece a una gran oleada de agua dulce que cae de las nubes, y lo mismo una gota del mar o un grano de arena del desierto, pero todos ellos, sean conscientes o no, forman parte de un conjunto. Y ese conjunto es algo infinito, que se manifiesta en infinitas formas, y que no tiene ni principio ni fin. Cuando la gota cae al suelo y se confunde con el charco o el río, no hace sino volver a unirse a aquello de lo que se separó momentáneamente.
Y cuando muere un ser humano, pasa exactamente lo mismo.

Según el documental, dentro de unos tres mil millones de años, el Sol se convertirá en una gigante roja, se "tragará" a Venus y a Mercurio, y arrasará toda forma de vida sobre la Tierra... Más tarde será una enana blanca, se colapsará e implosionará, convirtiéndose en un agujero negro.
Pero eso no es más que otra vuelta del infinito. Ni el fin ni la nada tienen papel en esta obra.


Antonio H. Martín
(1 de diciembre, 2010)


____________________

Imágenes:
- NGC 253
- "Star of the Hero", por Nicholas Roerich
____________________


______________________________________

Música:
- "Green Waves", por Secret Garden
- voz: Karen Matheson