«Vera ars velat artem»
Venía con la sonrisa puesta, igual que hace cinco años, cuando la vio por primera vez. Una sonrisa clara y abierta, luminosa, con destellos de no sabía qué lejana y fantástica dimensión, como si fuese un hada que se hubiera escapado del bosque del paraíso, cruzando la nebulosa frontera de crepúsculo que separa ambos mundos. Alberto Linde la reconoció en seguida, como en aquella antigua mañana, entre la multitud de difusas siluetas que pululaban por la estación. Se acercó, como entonces, seguro de sí mismo y de quien tenía enfrente y, según un antiguo saludo que aprendió en su juventud, le puso una mano suave sobre el hombro y le dio un par de besos en las mejillas. Igual que hizo aquella primera vez. Y ella, quizá asombrada por ese clásico saludo, ya pasado de moda, se rió, como también entonces. Y en su risa, volvió él a reconocer íntimamente a la amiga del alma que el aire del destino había cruzado en su camino hace tiempo.
En esa populosa estación, entre las muchas siluetas que circulaban casi invisibles e inaudibles por las galerías, inánimes figuras de museo que se difuminaban fuera de su círculo de atención, sintió que volvía a soplar aquella brisa de otoño del otro tiempo, esa brisa que parecía cambiar el ritmo de las horas y que introducía en la atmósfera un azul inesperado, encantado y profundo. Una rara y amada música que se superponía a cualquier otro sonido y que, de alguna manera, transformaba el universo. Esa magia inefable que, como la piedra áurea de la alquimia, convertía a la vulgaridad en algo singular, logrando la imposible conjunción de los contrarios, haciendo de puente embrujado y disipando la niebla de la distancia entre los mundos...
Tres cosas habían sucedido en el día anterior. En primer lugar, había leído en el periódico ese precepto clásico de «Vera ars velat artem» (el arte verdadero oculta el artificio), y había tenido que reconocer que su arte no era tal, y que él no tenía que esconder ningún artificio, porque no lo había. Sus escritos y sus pinturas no eran arte, sino sólo la expresión mínima pero sincera de su vieja voz de caminante. Era la música de su alma, que intentaba volcarse en palabras y en imágenes, no por querer crear arte sino por dar forma a lo que se movía en su interior. Una galería poblada de múltiples figuras sombrías, opacas, o iridiscentes y alegres (según el aire que era capaz de respirar, según la luz que era capaz de ver) que necesitaba salir a la luz de la consciencia.
Luego, en segundo lugar, se dio cuenta de que había conseguido cumplir uno de los sueños de su infancia: vivir en Disneylandia. Pero el problema, según reconoció muy poco después, era que hacía casi cincuenta años que Disneylandia había dejado de interesarle... No es que viviera exactamente en Disneylandia, pero el pueblo donde habitaba ahora se parecía mucho a una especie de parque de atracciones (aunque no tuviese atracción alguna). Casi todos los días venían gentes desde muy lejos para visitarlo, y se pasaban muchas horas pateando sus calles, en parejas o en grupos. Y en sus paseos solía oír Alberto comentarios del tipo de... «¡Pero qué bonito es este pueblo!», «¡Me encanta! Es tan tranquilo...», «¡Mira que escudos nobiliarios hay en esas casas; son del siglo XVIII!.», «¡Pero has visto qué flores tan preciosas!»... Y hacían fotografías continuamente, como quien está visitando un museo, o como si fuesen pueriles nipones acaparadores de datos. Más tarde observaba, continuando su paseo, que esos viandantes, ya algo cansados de no encontrar por ninguna parte el Mont St. Michel ni nada parecido, buscaban un sitio donde descansar y solían parar en la única terraza pública que había en el casco viejo. Justo donde él vivía. Y ahí se pasaban largas horas comiendo, bebiendo y conversando ruidosamente, entre risas y gritos infantiles sin control alguno. Con lo que se le hacía imposible, durante el día, entrar en su casa, para leer, escribir, pintar o simplemente echarse una siesta. Porque el murmullo de las voces se asemejaba a una estridente cascada.
No, en realidad no era Disneylandia, pero tenía muchas similitudes. Por todas partes se veían Mickey Mouses y Minnies casi a diario, sobre todo los fines de semana. Y también había llegado a ver al jocoso Goofy, al avaro Tío Gilito, al Pato Donald, y a sus sobrinos, a Pinocchio, y a su padre, en incluso al perro Pluto y a los gatos Fígaro y Lucifer... Así que si no era propiamente ese parque californiano, floridano o parisino del emporio Disney, se le parecía mucho. Sin embargo, y a pesar de no interesarle ya desde hace tiempo, echaba de menos que en este "parque" no se encontrase ninguna Blancanieves, ninguna Cenicienta, ninguna Aurora ni ninguna Bella (sobre todo ésta última). Sólo estaban las madres de los sobrinos de Donald (que ya no eran tres sino muchos más) y las centenarias abuelas de los siete enanitos. Pero quizá era porque no había sabido mirar con la suficiente atención...
Y por último, ya por la noche, había ocurrido algo un tanto singular. Iba ya a retirarse, aprovechando que el gentío había desaparecido, cuando vio que el dueño del mesón, el de la terraza de marras, se disponía a barrer el suelo de todos los sucios vestigios turísticos. Pero le encontró sentado en una silla, con evidentes signos de cansancio, y, inopinadamente, se ofreció Alberto a hacer él esa labor. El buen hombre lo rechazó al principio, pero Alberto insistió y entonces cogió el cepillo y el recogedor y estuvo barriendo tranquilamente durante cerca de media hora, sin que se le cayeran los anillos (porque no tenía ninguno), dejando aquello casi como una patena. Y le gustó mucho hacerlo. No sólo por sentirse útil, sino también porque con ese sencillo acto fue consciente de que estaba barriendo otras cosas... Su aborrecimiento, su animadversión y su hastío hacia esa gente ruidosa, que caminaba por el mundo como si fuese un parque de atracciones. Y con ello, barría asimismo su pesar.
Comprendió esa noche que lo que él llamaba «el contramundo» nacía de su propia actitud, de su reacción, de su queja continua, del enclaustramiento en que se había recluido. Un encierro que quería ser defensa y refugio, pero que no hacía sino asfixiarle. Barrer esa terraza fue como barrer toda esa basura, la de fuera y la de dentro, y después de hacerlo sintió que cambiaba el color del aire, que un nuevo preludio despuntaba en el horizonte. No sabía de qué se trataba, no era adivino, pero la sensación era de alivio. Quizá, sin pretenderlo, con una simple escoba, se había despojado del peso de la nada...
Una vez más, el amigo Alberto me cuenta sus cosas y me pide que las escriba. Bien podría hacerlo él mismo, pero confía más en mi modo de escribir. No por una diferencia evaluable de estilo, sino por otras cuestiones. Tal vez porque sabe que le conozco bien, porque hay una buena sintonía entre los dos (que tenemos a veces experiencias similares) y porque intuye que cualquier hecho se ve mejor desde la visión distante y cercana del amigo. Y, según me ha dicho en más de una ocasión, porque al leer en mis letras sus propias vivencias, las ve con más claridad y las vive de otra manera... No sé qué pensar al respecto, pero me gusta relatar sus cosas.
Sobre lo que narraba al principio, de ese encuentro en una estación... el señor Linde, una vez más, no ha querido añadir más detalles. No me hacen ninguna gracia estos silencios suyos, estos lapsos que te dejan un poco a la intemperie, con un sabor agridulce en la boca, como si la película se hubiera roto por la mitad o se hubiese ido la luz por una repentina tormenta. Pero, en fin, conociéndole como le conozco, seguro que más adelante me dirá algo más. No creo que lo haga por jugar al escondite conmigo (tratándose de mí no tendría ningún sentido). Quizá es porque se trata sólo de otro de sus sueños, y necesita tiempo para evocarlo bien, para asimilarlo y, de alguna forma, revivirlo. En todo caso, me quedo con esa imagen de que, fuese quien fuese, venía con la sonrisa puesta...
Antonio H. Martín
(27 de octubre, 2014)
____________________
imagen: de Beauty and the Beast - Walt Disney Productions
música: Green Waves - Secret Garden
Celebro mucho el cambio de actitud de tu amigo Alberto. Algo cambió. Pero no fue algo externo. Las condiciones eran las mismas; las callejas también; y esa especie de "Disneyland Alterna" ya estaba allí, pero hasta ahora activó su imaginación cansada.
ResponderEliminarLo importante fue su cambio interno, su punto de vista, su enfoque. ¡Ah! Y me encantó que se comidiera a barrer la posada, pues con ello sacó de su camino mucho polvo y cosas viejas: era el "Hermano Trabajo", como le habría llamado San Francisco de Asis.
Un beso, querido amigo. A ti y también a tu Amigo Alberto.
Gracias, Liz.
EliminarSí, fue un cambio interior. Algunas veces, un acto tan simple como el de barrer el suelo de un mesón puede mover determinadas parcelas de la propia conciencia, y limpiarlas. Según lo veo, todo lo que hacemos por fuera tiene una repercusión por dentro. Así funciona el asunto. Al igual que nuestro sentir y pensar influye sobre la visión que tenemos del mundo, hacer algo que no solemos hacer puede cambiar asimismo esa visión. Y eso le ocurrió al amigo Alberto aquella noche.
Un abrazo, pintora de sueños. Se te echa de menos en tu rincón de Umbrales, así que a ver cuando lo actualizas... :)