Son las fiestas del pueblo. La gente se aglutina en el paseo del río, donde han colocado las casetas en las que se sirven
pinchos y bebidas. Cae esa lluvia fina del norte, pero a nadie parece importarle. Llevan sus paraguas o chubasqueros, y las casetas disponen de tejadillos y anchas sombrillas de terraza. Al calor del pincho moruno o la hamburguesa, de la cerveza y el vino, se juntan personas variopintas que vienen de lejos. Están de vacaciones. Y este pueblo tiene fama de buena comida y buen servicio. Es pequeño, pero bonito y acogedor.
Con ellos traen su ruido...
Se les oye hablar a gritos, diciendo las tonterías de siempre. Los niños corretean y chillan, intentando no aburrirse, mientras sus padres desempeñan su papel de adultos, conocedores de los entresijos de este mundo de sabios... Y de fondo, una música de máquina, con ritmo repetitivo y
machacón, que sale de unos altavoces ocultos entre los árboles del paseo. Una música que parece entonar con los visitantes, y también
entonarlos para seguir consumiendo... Todo está diseñado para que el ambiente sea alegre, divertido, festivo.
Y sí, se ve una alegría de teatro de feria, de circo. Entre pincho y pincho, entre vasito y vasito, todos intentan demostrarse que están de vacaciones, en un momento agradable, relajado, contento. Todos se creen un poco que la cosa va bien, que casi son... felices.
Pero no hay más que observar un poco detenidamente, para descubrir aquí o allá una mirada
extraña, un gesto raro... No hay más que observar bien para ver que todo es, efectivamente, un mal teatro. Que, en el fondo, todos están descontentos con todo. Y que, aunque hagan lo posible por aparentar lo contrario, lo que desean es que eso se termine cuanto antes, para volver a sus casas y seguir con sus rutinas de siempre.
La fiesta es como una obligación, un ritual convencional en el que la gente se mira como en un espejo. Buscando, quizá, una simplicidad que hace ya mucho tiempo que dejó de existir. Todos saben que ruido más comida más bebida no son una fórmula válida. Que esa música no es música, que esa comida es mala, y la bebida más. Que los amigos no son amigos, y que las risas son todas de mentira. Pero aún así lo siguen intentando una y otra vez. Por si alguna vez sonase la flauta... Y sí, suena, ya lo creo que suena, pero siempre es la flauta de la estupidez, y no otra...
¿Es eso lo que busca la gente en las fiestas? No, no podía ser así. Lo que la gente busca es... una alegría perdida, una armonía imposible. Y al no encontrarla, lo llenan todo de ruido, de locura, para por lo menos aturdirse y no sentir la miseria en la que están inmersos.
Después de reflexionar de esta manera, el amigo Anselmo se acercó a la orilla del río. Y allí vio que éste, el río, seguía su curso sin inmutarse, absolutamente ajeno a toda la algarabía humana. Esa tarde bajaba fuerte, rugiente, como con prisa, como llamado con urgencia por la madre mar. El río también gritaba, y tenía su propia música, pero tan auténtica, tan diferente a la otra...
En su voz, fuerte, profunda, rota y unida en mil llamadas, se podía escuchar... el silencio.
Más tarde, Anselmo se dirigió, lento y algo triste, hacia su casa, a reencontrarse con sus libros, pensando que, definitivamente, no había encontrado aún ni el tiempo ni el lugar...
Agazapada tras una pared de helechos, en el camino, bajo las últimas luces de la tarde, estaba la sombra... Le miró con ojos fríos, distantes, acerados. Pero no dijo nada.
Anselmo siguió su camino. Seguía lloviendo, y los sueños esperaban tras la puerta, junto con los libros y el aire, el otro aire... que era como la voz del río.
Antonio H. Martín
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Foto y vídeo: Antonio HM.