Aquí escribo,
al filo de la noche,
en este cuaderno de cristal
y humo,
para ahuyentar las sombras.


Con la ventana abierta,
por si viene el pájaro
del sueño.

AMB







jueves, 21 de mayo de 2015

La última hora




    Me entero por una revista, leída al azar, de que el pensador francés Roger-Pol Droit (París, 1949) ha publicado un nuevo libro, cuyo título es Si sólo me quedara una hora de vida. No he leído aún el libro, pero sí la entrevista, y me han gustado sus respuestas a preguntas que se centraban en la forma de vivir, de sentirse vivo, y en la relación que uno debe tener con la muerte, sobre todo en la necesidad de tener conciencia de ella, más allá de laberintos cotidianos de uno u otro nivel, de ocupaciones, fiestas y problemas.
    Y, bueno, me animo ahora a contestar a ese planteamiento del título del libro. ¿Qué haría yo si me quedara una hora de vida?... 
    Lo primero sería comprar un billete de avión con destino a Zürich, y usarlo, por supuesto. Una vez allí, cogería un tren que atravesara los Alpes (por el Paso de San Gotardo) hasta Lugano. Y desde esa bella ciudad, junto al lago del mismo nombre, entre los montes Bré y San Salvatore, me dirigiría, caminando (como hace años) o en taxi, a la preciosa aldea de Montagnola. Y allí visitaría el Museo de Hermann Hesse (junto a la Casa Camuzzi), donde se guardan objetos personales de este escritor: libros, acuarelas, su máquina de escribir, sus gafas, su mesa y su silla, su sombrero, su vieja caja de colores y pinceles... Y después de respirar a fondo todo ese ambiente, y empaparme de los recuerdos del maestro y amigo, me iría a caminar por las cuestas del pueblo, me acercaría de nuevo a su casa (que entonces era la Casa Rossa, en la Collina D'Oro), y luego me metería en algún antiguo grotto, para comer algo típico y sabroso y beberme una copa de buen vino. Haciendo un último brindis a la vida, por todos los buenos momentos, por las luces (escasas, pero brillantes) que tuve la suerte de encontrar en mi camino. 
    Más allá de esto..., se me detiene la imaginación. Tal vez, ya entrada la noche, me acostaría bajo cualquier pino o castaño, en la colina, desde donde se vieran las luces de la ciudad, reflejadas en el lago, y las amadas estrellas... Y nada más. Sólo despedirme en silencio de todo lo querido, cerrar los ojos y esperar el último aliento.
    Ya sé que es mucha historia para una sola hora. Pero..., hay horas que pueden alargarse mucho más de lo normal. Quizá debido a un raro sortilegio, cuyo código nunca he sabido, que estira y ahonda el tiempo de una manera singular.


Antonio H. Martín
(21 de mayo, 2015)
    
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imagen: Hermann Hesse con un amigo, durante un viaje por Italia
     

sábado, 9 de mayo de 2015

Beberse el tiempo...




«No siempre soy igual en lo que digo y escribo.
Cambio, pero no cambio mucho.
El color de las flores no es el mismo al sol
que cuando pasa una nube
o cuando entra la noche
y las flores son color de sombra.
Mas quien mira bien ve que son las mismas flores.
Por eso cuando parezco no estar de acuerdo conmigo,
fíjense bien en mí:
si estaba vuelto a la derecha, 
me he vuelto ahora a la izquierda,
pero siempre soy yo, teniéndome en los mismos pies.
El mismo siempre, gracias al cielo y a la tierra
y a mis ojos y a mis oídos atentos
y a mi clara simplicidad de alma...» 

Fernando Pessoa
(Poemas de Alberto Caeiro)


«... Yo no quería estropearme el buen humor de la noche, ni con la lluvia, ni con la gota, ni con la araucaria; y aunque no podía contar con una orquesta de cámara y aunque no pudiera encontrarse un amigo solitario con un violín, aquella linda melodía seguía, sin embargo, sonando en mi interior, y yo mismo podía tarareármela con toda claridad cantándola por lo bajo en rítmicas inspiraciones. No, también se las podía uno arreglar sin música de salón y sin el amigo, y era ridículo consumirse en impotentes afanes sociables. Soledad era independencia, yo me la había deseado y la había conseguido al cabo de largos años. Era fría, es cierto, pero también era tranquila, maravillosamente tranquila y grande, como el tranquilo espacio frío en que se mueven las estrellas.»

Hermann Hesse
(El lobo estepario)


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    Se me ocurre, en esta noche deslizante, húmeda, callada, pero también susurrante, brillante y hermosa, bella y profunda. En esta noche que puede ser la última, o la primera, en esta noche primitiva, pasada, presente o futura, fundamental, primigenia, casi mítica, con esperanza o sin ella, con destellos o con sombras, con voces o silencios, vacía y oscura, desierta, o con paisaje de lagos y montañas, de prados y sonrisas, musical o muda, en la que la vida resbala como el agua o como la arena entre los dedos, pero dejando su marca, su tacto, cálido o helado, brusco o suave, su herida o su caricia. En esta noche llena de tiempo, pero no con el calculado tiempo del reloj, ficticio, maquinal, con su tictac incomprensible, vacío, como de olvido. En la que los minutos no pasan ordenadamente, uno tras otro, como en un desfile absurdo, sino que bailan, y las horas sonríen entre la niebla, como hadas felices, enamoradas, plenas, encendidas, como si fueran acariciadas y besadas por la brisa. En esta noche infinita en la que la luna llena no se ve, pero se intuye tras las leves nubes viajeras, tras la lluvia que no acaba de caer (agua que se presiente y se anhela), en la que la oscuridad parece conversar con el silencio, y los sueños (esos lúcidos duendes que caminan por los intrincados senderos de los bosques del misterio, jugando con los espejos sutiles de lo imposible) tejen quimeras y utopías, valles y estrellas, tiernos, amables caprichos en el nocturno paisaje vacío, ondulantes colinas que brillan en medio de la nada y que consiguen dibujar un todo... Se me ocurre, en esta noche especial, porque especial es su aroma y su color, de fin o de principio, que somos... el resultado de fuerzas. Poderes, energías, magias aéreas e inasibles, sedientas, que danzan, ordenadas o confusas, en medio del escenario de lo infinito.
    Pessoa no parecía ser el mismo cuando hablaba y cuando escribía. Pero ya lo explica en su poema con la metáfora de las flores, que no se ven igual de día que de noche. Uno habla desde un espejo y escribe desde otro, pero el alma es la misma, es el mismo corazón usando diferentes lenguajes.
    Y Hesse deja bien claro que amaba su soledad. Todos, por naturaleza, por necesidad, somos seres sociales, pero hay soledades escogidas que ninguna sociedad, ninguna compañía puede mejorar, sino más bien entorpecer o incluso empeorar o ensombrecer. Lo social, en esos raros casos, va por dentro. Hay relaciones íntimas, preciosas, interiores, que, igualmente, como columnas invisibles y etéreas, pero fuertes e intensas (hilos de una seda irrompible), pueden conformar un mundo pleno y completo, sin la necesidad de presencias humanas, sin cercanías, sin voces ni miradas. Se puede uno relacionar con los árboles, con los libros, con las nubes, con las estrellas y los sueños, y hasta con el mismo aire...
   Fuerzas, sí, energías que necesitan expresarse, manifestarse, moverse entre las sombras, escribir sus palabras en las paredes del silencio, hacer dibujos en la oscuridad. ¡La vida quiere vivirse! Es muy posible que ese sea su único sentido. Parece simple, y puede que lo sea. Pero..., cuando la vida se vive de verdad, cuando esas fuerzas logran alcanzar su expresión, no hay estrella más brillante en el cielo de la noche. Hasta la luna, que ahora no veo, sonríe cuando digo esto.
    No hablo de dioses, aunque quizá ese sea el nombre que usaban los antiguos para denominar a esas fuerzas, a esas energías. Decir «fuerzas» suena a impersonal, a cosa ciega y sin corazón. Pero cualquier emoción, cualquier alma, por compleja que sea, está hecha de esas fuerzas. A las que me gusta imaginar como nubes brillantes, como brumas esteladas, semovientes, que buscan, siguiendo los senderos del viento, el rincón del universo en el que puedan besar a aquello que aman, y que configura el sentido de su existencia.    
    Esto es lo que yo entiendo por «beberse el tiempo»... 
    

Antonio H. Martín
(9 de mayo, 2015)