Aquí escribo,
al filo de la noche,
en este cuaderno de cristal
y humo,
para ahuyentar las sombras.


Con la ventana abierta,
por si viene el pájaro
del sueño.

AMB







domingo, 30 de noviembre de 2008

Dante's Prayer



Dante's Prayer

Loreena McKennitt
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Luna, bosque, mar, estrellas...

y la voz de hada de Loreena McKennitt.

Una visión mágica del mundo,

un viaje al país del sueño.

sábado, 29 de noviembre de 2008

I Talk to the Wind



I Talk to the Wind

King Crimson
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Un fresco aire de esperanza, porque es verdad que hay por ahí muchos buenos locos que hablan con el viento...

Y de ellos, aunque no lo sepan, depende la supervivencia de este mundo y que sea otro muy distinto el color de nuestra mirada.

Puede que mañana sonriamos...

Así quiero creerlo.

AC.

viernes, 28 de noviembre de 2008

Starless



Starless

King Crimson
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Un viejo tema del rey carmesí, que me acompañó en las primeras soledades y vuelvo a escuchar hoy con una nota añadida de nostalgia.

Quien puso este vídeo de una sola imagen en la red lo llamó 'la música más triste del mundo'.

No estoy de acuerdo. Pero sí reconozco que esta canción destila una profunda y afilada soledad.

AC.

miércoles, 26 de noviembre de 2008

El tigre



Ya casi amanecía. El viejo trasteaba en su cocina y de vez en cuando daba cortos paseos de un extremo a otro; ocho pasos lentos hacia el norte y otros ocho hacia el sur. Era su forma de pensar. Vivía desde hacía tiempo encerrado en su casa, por propia voluntad; salía sólo lo imprescindible, para comprar algo de comida, y en seguida volvía; pero el viejo necesitaba pensar y para ello debía caminar, para lo cual le servía la cocina, que era estrecha pero lo bastante larga para poder dar esos ocho pasos. De pronto, se paró y se dijo: “a pesar de mi lejanía creo en el ser humano”.
Nada especial había pasado anteriormente para concluir en esta declaración, pero es que al viejo le salían las cosas así, inopinadamente, sin saber de donde venían. Quizá había leído algo horas atrás, o había visto algo, algún pequeño detalle que le había impresionado y que ya no recordaba.

Un tigre es un ser perfecto en su tigreidad, pensó, pero no deja de estar cerrado, incapaz de ninguna evolución. Es un ser redondo y hermoso, el paradigma de la fuerza y el peligro, ante cuya presencia sólo cabe intentar escapar o postrarse y esperar el fin. No hay pensamientos ni súplicas ante un tigre. Sin salida, sin un elevado árbol al que subirse o un río profundo en el que zambullirse, sólo queda pararse ante él y fascinarse con su mortal belleza. Pero también, mirado de otra forma, es un ser cuadrado, sin ninguna posibilidad de salir de sí mismo. O al menos eso parece.
En cambio, el hombre, ese ser caótico, plagado de contradicciones, medio salvaje, medio humano, está abierto a muchos horizontes...

El viejo era un misántropo convencido, por eso vivía solo y encerrado en su casa. No quería trato con nadie y hasta le molestaba ver a la gente que pasaba frente a su ventana. Malas experiencias le habían hecho así, pero al parecer algo le quedaba dentro, un vestigio del pasado, de cuando paseaba por las calles con otros seres a los que llamaba amigos, compartiendo inquietudes y alegrías. Y esta madrugada ese algo había salido al exterior, no sabía por qué, y le había hecho pensar otra vez en el ser humano con una sonrisa.
Sí, se dijo, a pesar de todo, de la miseria y la locura, el hombre sigue siendo y siempre será un ser abierto, posible, capaz de la más extraordinaria de las aventuras, la de la vida sensible e inteligente, y quién sabe qué otros senderos de magia... El hombre es un camino hacia el infinito. Sólo tiene que desembarazarse de las mil sombras que lo enredan y lo detienen, y entonces será un ser redondo y perfecto en su humanidad.

Con este pensamiento rondándole en la mente, el viejo se preparó su café y lo bebió tranquilo, sosegado, sereno. La luz de la mañana asomaba ya por el horizonte. La estrella grande y dorada que animaba el corazón. Seguro que alguien, en alguna parte de este mundo oscuro, alzaría sus ojos y sus manos y saludaría con alegría la venida del sol. Que no se moleste el hermoso y perfecto tigre, pensó, pero aún había esperanza para el hombre, porque es un ser indefinido y libre.

Unos minutos después, el viejo empezó a oír unos ruidos que venían de la casa de al lado. Golpes y arrastrar de sillas, portazos y voces guturales, primitivas, hirientes, que invadieron el silencio y le devolvieron a la realidad... Se habían levantado los vecinos, gente vulgar y villana a la que llevaba soportando de mala manera desde hacía ya más de nueve años. Le pareció como si una oscura fumarada enrareciese de pronto el ambiente y lo hiciera irrespirable y mezquino.
Aún tranquilo, se hizo un segundo café, esta vez con algo de leche, lo bebió despacio, se encendió un cigarrillo y continuó con su extraño paseo por el suelo de la cocina. Ocho pasos lentos hacia el norte y otros ocho hacia el sur...


AC. (26 de noviembre, 2008)

domingo, 23 de noviembre de 2008

Yolanda, desde el país del sueño


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Mañana gris (III)



MAÑANA GRIS (III)



VI



Una fuerte lluvia golpeaba con obstinación el tejado de la casa. Alberto la oía como un sonido lejano y extraño que no lograba identificar, y se le mezclaba con el zumbido insistente de su cabeza. Se sentía mareado y confuso... ¿Dónde estaba? ¿Qué había pasado?
Abrió lentamente los ojos y se encontró tirado en el suelo del desván. Ante él estaba la mesa y sobre ella el libro abierto, mudo testigo de su reciente aventura sin final, de su viaje a ninguna parte... La cruda realidad le cayó encima como una pared de sombras, como un pozo de silencio.
“No ha funcionado, sigo aquí.”

Alberto pronunció esas palabras sin dar todavía crédito a lo que veían sus ojos. Era muy duro para él tener que aceptar que todo había sido en vano. ¿Qué había hecho mal? ¿En qué se había equivocado?
Recordaba haber atravesado la puerta secreta, haber caído en un largo túnel rodeado de imágenes y sonidos y luego... la nada. Y aquí estaba ahora, en medio de la nada, mirando como un idiota las cuatro paredes del viejo desván y, sobre todo, la mesa con el libro abierto, con el libro inútil que no le había servido para consumar el viaje que con tanta fuerza había soñado...

Se sintió preso de una densa telaraña, incapaz de moverse, de pensar con claridad, como un insecto al que sólo le queda resignarse a su suerte... Pronto vendría la hacedora de la red, con sus ocho ojos fríos, y le inocularía su veneno. Se incorporó y volvió a fijar su mirada en cada detalle, en cada objeto, en cada resquicio de luz, en cada sombra. Sí, no había ninguna duda, estaba en el desván, en su casa, nada se había movido, todo estaba igual.
Poco a poco su conciencia se fue templando y recuperó el tono triste de los últimos tiempos, triste pero seguro en su frialdad. Era la actitud que le acompañaba y a la que se había acostumbrado. Le servía de tabla para seguir a flote en medio de un mundo que no podía amar. Era su patético seguro de vida.
Alberto se acercó a la mesa, miró el libro, que seguía abierto en esa página de “la otra puerta”, y observó un detalle en el que no había reparado antes: junto a las extrañas palabras del hechizo había unos signos, y le pareció que eran los mismos que vio impresos sobre la puerta. Pero qué importaba ya eso. Ahí estaban los signos, indescifrables, seguramente mágicos, pero su vida estaba aquí, donde siempre. Y su sueño de amor existía en algún lugar lejano al que ya no tenía acceso. Había perdido la gracia de viajar, y quizá por eso el embrujo de los signos y las palabras no había funcionado con él. Cuando el alma se endurece, se cierran las puertas...

Cerró el libro y volvió a guardarlo en el viejo arcón. Seguramente no volvería a abrirlo. ¿Para qué? Ni siquiera pensó en usar la puerta de antes, la de la gema azul, e intentar un último encuentro. En su situación actual no soportaría volver a tocar el cielo con las manos durante un breve lapso de tiempo para luego tener que regresar a lo gris. No, sería demasiado cruel.
Pero, ¿y ella? ¿No vería con buenos ojos un nuevo encuentro? ¿Aunque fuera el último, la despedida? No, pensó, era inútil y absurdo. ¿Para qué alargar el sufrimiento? Si lo imposible era imposible, cualquier cosa que se hiciera al respecto no haría sino añadir más piedras a la muralla, ensanchar más la distancia... ¿Qué diferencia hay entre querer viajar a una estrella como Sirio, que está a ocho años luz, o a otra como Betelgeuse, a más de quinientos años luz? La diferencia es ninguna, porque ambos destinos son imposibles.
Así pues, que otros se dedicaran a fantasear. Él ya estaba en su sitio. Había viajado al país del sueño muchas veces y había visto maravillas sin nombre; había incluso rozado el paraíso, pero todo eso acabó. Se sentía agradecido por lo vivido pero no quería volver, porque la flor del sueño es demasiado... bella para poder olvidarla, demasiado buena para que el corazón pueda soportar la separación y la distancia. Es mejor dejar que el tiempo cubra los recuerdos con el polvo de los días, con el peso de los años... Y aprender a vivir en este presente que no nos gusta y al que odiamos a veces, pero guardando siempre el brillo azul de ese recuerdo, sabiendo que es verdad que en algún lugar del desierto hay un pozo escondido...



VII


Después de salir del desván, bajando las escaleras hacia su cuarto, Alberto iba pensando en esta última experiencia con el libro, en este viaje fallido. Aún estaba algo aturdido, pero los recuerdos iban aclarándose en su mente por momentos; volvía a ver las imágenes fugaces que presenció durante su caída, volvía a escuchar el estruendo mezclado con música que le acompañaba y... sí, también aquella última imagen de la melancolía sonriendo. A la vista de los hechos, se le escapaba el sentido de aquella sonrisa. Pero, bueno, ya estaba bien de mezclar la realidad con los sueños. ¿Sentido? No tenía por qué tener un sentido. Los sueños manejan un lenguaje diferente al de la vigilia, y es muy difícil entenderlo.

Abrió la puerta de su cuarto. Allí seguían sus libros, su mesa, su sillón. Todo como esperando su presencia para recobrar la vida. Se sentó y cerró los ojos para descansar un poco. No tenía la certeza de haber viajado realmente; puede que la visión de la cueva, las puertas y la caída sólo fuera eso, una visión, pero se sentía muy cansado, como si hubiera caminado durante muchos kilómetros. Así que el cuerpo agradeció la postura, y Alberto se quedó profundamente dormido.

Al despertar, al cabo de una o dos horas, sintió frío y entonces se acordó de la ventana. ¿Cómo no se había acordado antes? Seguro que había entrado la lluvia y había mojado hasta los libros... Fue en busca de un cartón para taparla y cuando volvió se quedó estupefacto... La ventana estaba intacta. Recordaba muy bien haberla hecho añicos hacía poco, cuando vio por última vez a...
Abrió la ventana, que estaba en perfecto estado, y se asomó al exterior. Ya no llovía, pero la mañana seguía siendo gris, estaba envuelta en niebla. No se veía nada más allá de unos pocos metros. Alberto volvió al sillón e intentó poner en orden sus pensamientos. ¿Por qué la ventana estaba bien? ¿No la había roto de un golpe hacía poco? ¿O es que todo, todo había sido un sueño?
El libro, el hechizo, la cueva, la puerta de la gema azul, la otra puerta oculta, la caída hacia lo desconocido entre luces, formas y sonidos... ¿todo había sido un largo y extraño sueño?

Alberto no esperó más y subió corriendo hacia el desván. Descorrió las pesadas cortinas y una tenue luz gris iluminó débilmente la estancia. No tenía tiempo para encender la pequeña lámpara. Abrió el arcón, lo cual le costó cierto esfuerzo porque parecía que hubiera permanecido cerrado durante años, y ante él se mostró... el vacío.
¡El libro no estaba! ¡Allí no había nada, salvo unas cuantas telas viejas!
Se dejó caer en el suelo, preso de la confusión. Otra vez en el aire, sin saber qué había pasado... ¿Por qué no estaba el libro? Los pensamientos corrían por su mente a velocidad de vértigo y no conseguía encontrar un punto seguro donde detenerlos.
Si el libro no estaba puede que también fuera parte del sueño, como la ventana rota, y entonces... ¿todos sus anteriores viajes al país del sueño habían sido sólo imaginaciones? Eran conclusiones muy rotundas que no podía aceptar fácilmente sin sentirse herido en lo más hondo. Todas esas experiencias maravillosas, ¿sólo sueños subjetivos...? ¿el producto de una simple siesta? Todo, tan vívido, tan real ¿era sólo una fabulación de la mente para ocupar y entretener un descanso cotidiano?
¿Yolanda era sólo... un sueño?

Pero la evidencia golpeaba sus sentidos con fuerza: el libro no estaba, y daba la impresión de que nunca había estado allí, de que nunca había existido... Alberto bajó la cabeza y, en silencio, lloró amargamente.


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VIII


Epílogo.

No se sabe cuánto tiempo siguió Alberto postrado en el desván, ante un arcón vacío. Pero sí sabemos bien lo que aconteció después. Se irguió, agotadas ya las lágrimas, y se encaminó hacia la gran ventana circular, siguiendo un rayo de luz que penetraba a su través. Se había levantado la niebla y la mañana gris terminaba convertida en una apacible y luminosa tarde de otoño.
Alberto observó asombrado el paisaje que se extendía risueño ante sus ojos. Las calles con sus coches ruidosos y humeantes y las feas casas anodinas habían desaparecido, y en su lugar pudo contemplar un hermoso valle rodeado de montañas azules.
Pero en el corazón del amigo Alberto ya no había cabida para la sorpresa, ni tampoco para la duda ni el desaliento. Simplemente, sonrió ante la escena que se le mostraba y la aceptó sin más. Ni se le ocurrió pensar que aquello que veía pudiera ser solamente un sueño. Y si lo fuese, tampoco le hubiera importado. Porque había aprendido lo caprichosa que puede ser la línea que separa uno y otro mundo, y que los seres y las cosas se mueven constantemente entre las esferas, en una danza interminable y gozosa.

Pasados unos largos minutos de contemplación, en los que disfrutó respirando el limpio aire del valle, Alberto llegó a ver una figura lejana que le saludaba desde la distancia. Una mujer, con larga melena castaña y un vestido claro, le hacía señas desde el camino que había junto al arroyo.
No lo pensó ni un segundo. ¡Era ella! El pecho se le llenó de alegría y bajó corriendo las escaleras del desván.

“Yolanda”
“Alberto, sabía que encontrarías la forma de volver...”
“Yo...”
“¿Te quedarás?”

La respuesta de Alberto no se hizo esperar y aquellos dos seres, que parecían destinados el uno para el otro, se fundieron en un cálido y tierno abrazo. Cuando se besaron me pareció, a mí, que observaba la escena desde una prudente distancia, que un brillo azul surgía de la unión de sus labios, y eso me recordó la gema de la puerta; sí, la puerta que yo mismo descubrí hace mucho tiempo, la fabulosa entrada al país del sueño...
Y, debo confesarlo, me sentí orgulloso de haber escrito aquel libro.

J.H.


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Antonio H Martín
(23 de noviembre, 2008)

domingo, 9 de noviembre de 2008

Mañana gris (II)


MAÑANA GRIS (II)



V


Alberto cerró la puerta del desván con llave desde dentro. No quería ninguna interrupción. Vivía solo y nadie iba a molestarle, pero así se sintió más seguro. Después corrió las pesadas cortinas y en el desván se hizo la noche; encendió la pequeña lámpara del antiguo escritorio para poder moverse entre tanto trasto sin tropezar y se dirigió hacia el viejo arcón. Allí estaba el libro, el grimorio que tantas veces, en un pasado más feliz, había usado como una llave hacia otros mundos.
Mucho tiempo lo había tenido olvidado y ahora había llegado el momento de volver a su magia, pero no para hacer un viaje más, no para embarcarse en otra fantástica aventura en el país del sueño, no. Esta vez no iba a ser un viaje de ida y vuelta... Alberto sintió todo el peso de lo que iba a hacer, la duda y el temor a equivocarse estaban ahí, junto a él, intentando detenerle, pero era inútil: la decisión estaba tomada y no había vuelta atrás.

Buscó la página que quería y dejó el libro abierto sobre la mesa. Volvió a leer la seria advertencia del principio, donde se avisaba al desprevenido soñador de que aquello no era una empresa más y que, de seguir adelante, se enfrentaba a un cambio definitivo de su propio destino. Aquí el amigo Howard era muy claro y directo; se notaba que sabía bien de qué estaba hablando, no porque él hubiera llevado a cabo ese último viaje –dado que volvió a este mundo, escribió el libro y lo hizo publicar-, pero parece que conocía a alguien que sí lo había hecho y se sentía en la obligación de avisar sobre el carácter irreversible de ese paso.
Pero Alberto ya estaba subido a la nube y no pensaba bajar. Se sentó frente al libro y a la débil luz de la lámpara empezó a leer en voz alta el hechizo...
Sabía de esta fórmula mágica desde hace tiempo, pero nunca pensó en usarla. Ahora era diferente. Su voz ronca resonaba extrañamente en el silencio del desván; parecía que esas antiguas palabras flotaran en el aire con entidad propia. Alberto cerró los ojos y siguió repitiendo la fórmula, que ya guardaba en su memoria. En su oscuridad el sonido de las palabras se iba transformando en imágenes, en formas confusas y borrosas que se movían. Abrió un instante los ojos, para comprobar si era fruto de su imaginación, pero aquellas formas seguían presentes ante él, oscilando y retorciéndose por el aire del desván, como extrañas figuras de otro mundo.
Al cabo de un tiempo, Alberto vio por fin la cueva, la oscura cueva en la que había estado otras veces y que era como la antesala de sus viajes al país del sueño. Siguió el camino conocido y ante sus ojos, pequeña y lejana al principio, apareció la luz; un brillo azul que relucía allá en el fondo de la cueva, entre espesas sombras. Caminó hacia ella y llegó a un espacio más amplio. Allí estaba, como siempre, la vieja puerta por la que había entrado en múltiples ocasiones al país del sueño. Estuvo tentado de tocar la brillante gema azul que hacía las veces de llave; sabía bien que sólo con poner su mano sobre ella la puerta cedería y el camino hacia los sueños estaría abierto. Pero esta vez no había venido con esa intención, buscaba algo más, mucho más. Quería nada menos que cambiar de mundo, y quedarse allí para siempre...

Pasados unos minutos, que le parecieron interminables y en los que llegó a sospechar que el hechizo no funcionaba, consiguió encontrar lo que quería: la otra puerta. No era fácil verla porque su color se confundía con el de las paredes de la cueva, y porque en ella no brillaba gema alguna. Sobre la antigua madera sólo resaltaban unos extraños signos que no pudo descifrar. Pero daba igual, tenía la certeza de que esa era la puerta que buscaba, porque en anteriores incursiones, y después de explorar a fondo la cueva, nunca había visto otra puerta, sólo la de la gema azul. Y éste era el efecto del hechizo: hacía visible la otra puerta, la entrada definitiva.
Alberto sintió que el pulso se le aceleraba ante esta puerta, que no sólo significaba el paso a otro mundo, también a otra vida. ¿Cómo se abría esta puerta? El libro no decía nada sobre eso... Puso sus manos abiertas sobre la vieja madera arañada por el tiempo, y dejó que su corazón se inundara de sentimientos. Recordó el valle, las montañas azules, la brisa y, sobre todo, la mirada y la sonrisa de Yolanda.

Parece que eso hubiera servido de llave, porque a continuación se abrió ante él un torbellino de luces y fuerzas que le atrajo hacia el interior. La puerta había desaparecido y Alberto sintió que caía vertiginosamente en lo que parecía un pozo sin fondo. A su alrededor podía ver imágenes cambiantes, miles de figuras, entre las que reconoció escenas de su propia vida... ¿No era esto lo que decían que pasaba cuando uno se acercaba a la muerte? ¿Se habría equivocado de puerta? Pero ya no había vuelta atrás, el regreso era imposible, y Alberto seguía cayendo en esa tiniebla circundada de luces indescriptibles y figuras de otros tiempos. Un raro sonido, como el zumbido del vuelo de muchas aves mezclado con el tronar de una cascada lejana, acompañaba esta caída hacia lo desconocido. Pero le pareció oír también retazos de música conocida, melodías que había escuchado y gozado en su vida normal, en su mundo ahora ya perdido y lejano.

Logró ver una última imagen antes de hundirse en la más absoluta negrura. Era el rostro de la vieja dama triste, la melancolía. Le miraba con sus grandes ojos fijos, pero esta vez algo había cambiado. Su mirada era brillante, luminosa, alegre. ¿Cómo podía ser? Inevitablemente, le recordó otros ojos, otra mirada...
Después, se hundió en la sombra.


(...)

Antonio H Martín
(8 de noviembre, 2008)

sábado, 8 de noviembre de 2008

The Dreamer Descends



The Dreamer Descends

Steve Roach