Aquí escribo,
al filo de la noche,
en este cuaderno de cristal
y humo,
para ahuyentar las sombras.


Con la ventana abierta,
por si viene el pájaro
del sueño.

AMB







lunes, 8 de febrero de 2016

Movimiento (8-16)




    De vez en cuando me apetece dar paseos por este cuaderno, que ya empieza a estar viejo, como quien se pasea por un museo íntimo, lleno de cuadros y espejos, y ocasionalmente me encuentro con textos que me gustan. No porque tengan algún valor literario, sino porque enlazan con asuntos del presente, o porque están situados un poco más allá de la línea regular del tiempo, rozando una esfera continua e indeleble, lo que me gusta denominar como "el tiempo infinito"... No obstante, siempre resulta curioso observar las diferencias temporales. Los tonos particulares de muchos "entonces" no concuerdan con los de ahora. Pero hay otros, esos que digo que me gustan, en que sí.
    Y ese es el caso de este breve escrito, que titulé en su día "Movimiento". Un texto simple, que no se adentra en honduras, pero que valora ese movimiento vital y habla de lo gris e inútil de la inmovilidad. 

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    Ahora mismo, en este preciso instante en que empiezo a escribir estas líneas, estamos viajando... Todo está viajando siempre, pero eso se reduce a un dato demasiado amplio para un individuo normal, algo que no le sirve para sentirse en movimiento. Nuestra conciencia personal no es consciente de ese gran movimiento cósmico en que estamos inmersos; a lo sumo puede imaginarlo, “saberlo”, pero no sentirlo. 

    Y ocurre que necesitamos de una conciencia directa del movimiento, sin intermedios ni lejanías, porque eso nos transmite la sensación de estar vivos. En el viejo Oriente puede que esto no fuera necesario, pero nuestra mentalidad occidental requiere esa premisa de la movilidad para encontrar sentido a la existencia. Para nosotros el movimiento se traduce en vida y la quietud, la inmovilidad nos recuerda demasiado a la muerte, como si fuera su sombra. Seguramente es por eso por lo que nos esforzamos en estar siempre activos, corriendo de acá para allá y haciendo cien cosas distintas, para tener esa sensación de estar vivos, de ser, de que estamos eludiendo al vacío. 

    Cuando era joven formaba parte del típico grupo de amigos que van siempre juntos a todas partes, que siempre se cuentan sus cosas y comparten sus experiencias. Y recuerdo que lo que más nos interesaba, dentro del grupo, era la fuerza que algún compañero podía transmitir en determinado momento; el entusiasmo con que nos contaba su experiencia nos hacía partícipes de la misma y nos “movía”, aunque estuviéramos cómodamente sentados en sillones o butacas. De manera que el movimiento puede ser inducido por simples gestos o palabras, y además ser algo mental y no sólo físico. Lo importante, entonces, es el sentimiento. 

    En otras muchas ocasiones en que no aparecía el brillo del entusiasmo, nos dedicábamos a pasear sin rumbo por las calles, buscando inconscientemente algo que nos moviera por dentro; siempre intentando escapar de esa ciénaga llamada aburrimiento. 
    Aburrirse es como estar parado en medio de un mundo detenido y vacío. Nada nos divierte ni nos entretiene, nada nos llama la atención, nada nos dice nada..., nada nos mueve. Es una sensación desagradable, molesta y hasta angustiosa: “¿Qué me está pasando? O ha llegado el fin del mundo, o yo estoy muerto...” 
    Sabemos que la vida tiene sentido, porque recordamos otros momentos en que así lo sentíamos, pero el aburrimiento es la desconexión de la vida, una especie de abismo que se abre entre la vida y la conciencia, y se hunde lenta y silenciosamente en la nada. 

    Necesitamos el movimiento tanto como el aire. Y, como decía, no nos sirve de nada ver otro movimiento que no sea el nuestro. Saber que algo ahí afuera se mueve, que el universo entero se mueve, sólo importa si nos ayuda a movernos. Al igual que nadie puede respirar por nosotros, es imprescindible que sintamos el movimiento, que lo hagamos nuestro; en cualquier caso, el movimiento debe ser interior, individual, consciente.

    Echando una breve mirada sobre el lejano Oriente, se me presenta la figura del venerable Buda; creo que él solía afirmar que estaba totalmente quieto, que no se movía ni un milímetro, porque había escapado a la presión de la rueda del Samsara, porque estaba fuera de esa rueda y podía ver y sentir el mundo directamente, más allá del velo de Maya. Pero seguro que si pudiéramos mirar en su interior encontraríamos que dentro del venerable Siddharta Gotama había mil universos danzando con la música del infinito... 
    El movimiento no precisa de la apariencia para ser lo que es; quien se mueve por dentro puede parecer una piedra y, sin embargo, estar lleno de vida. 

    Moverse es vivir, la vida es movimiento; pero cuántas veces estamos metidos hasta el cuello en un remolino de actividades, enredados en cien cosas diferentes, sin conseguir “movernos” realmente del sitio. Cuántas veces toda esa múltiple y frenética actividad no es más que un laberinto insoluble que nos detiene y nos encierra. 
    ¿Es movimiento el alocado y absurdo vuelo de una mosca? 

    Moverse, vivir en definitiva, no es dar manotazos al aire ni serpentear en el agua densa de las cosas. Moverse es simple y llanamente abrir el pecho y percibir el aire y la luz de la vida, llenarse con su sabor, con su aroma y caminar al son de su música. 
    Moverse es dejarse llevar por ese viento. 


Antonio H. Martín
(Octubre, 2008 - Febrero, 2016)





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imagen 1: Reaching for the Stars - NuaHs
imagen 2: eTech Wall - JohnnyBg

2 comentarios:

  1. Pues me alegro que lo hayas traído.
    Fue un placer leerlo.
    Saludos

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  2. Gracias, Pilar.
    Un placer para mí que lo hayas leído y te haya gustado.
    Después de tantos años me encuentro a veces con textos ya antiguos que había olvidado, o casi. Y releerlos (tal y como hago con algunos viejos libros) me "reubica" en buenos tejidos del pasado.
    Cuando eso sucede, y considero que son rescatables, me gusta volverlos a publicar.

    Un saludo.

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