Aquí escribo,
al filo de la noche,
en este cuaderno de cristal
y humo,
para ahuyentar las sombras.


Con la ventana abierta,
por si viene el pájaro
del sueño.

AMB







sábado, 28 de febrero de 2015

Viaje a las estrellas



    
    Se ha ido Leonard Nimoy,  el inolvidable «señor Spock», de la serie de ciencia ficción Star Trek.
    Cuando éramos niños todos veíamos las series norteamericanas que ponían en aquellos primitivos televisores en blanco y negro. En comparación con el aburrido colegio, y aparte de algunas benditas evasiones cienematográficas de los fines de semana, lo mejor de la cotidianidad era sentarse frente al televisor y disfrutar de esas series, en las que había entretenimiento, risas, misterios y buenas dosis de fantasía. Y al día siguiente, en el recreo o a la salida del colegio, comentábamos lo visto y nos divertíamos mucho, jugando a representar a uno u otro personaje o simplemente comentando una u otra escena.
    A mí me gustaban muchas series de aquellas (de cuando tenía diez, once o doce años), pero sobre todo las de misterios y aventuras. Y entre éstas mi favorita era, sin duda, Star Trek, que aquí llamaron, en la primera época, «La Conquista del Espacio». Recuerdo que al principio me identificaba con el capitán de la nave espacial, con el señor James T. Kirk, que era quien tomaba las decisiones y parecía el más interesante, el héroe de la película. Pero con el tiempo me empezó a atraer mucho más el segundo de a bordo, el oficial científico Spock. Un señor frío y calculador (pero no en su acepción negativa), cuyas opiniones procedían siempre de una estricta lógica y que nunca dejaba que las emociones se interpusieran en sus pensamientos.
    No es que fuera un androide, pero su humanidad era de origen terrestre sólo a medias. Venía de otro planeta, de un tal Vulcano, con ciencias y costumbres muy diferentes. Con lo cual las típicas emociones de aquí siempre le sorprendían y le extrañaban; lo que daba lugar a veces a las burlas de sus compañeros. Pero el caso es que sus conocimientos siempre resultaban de mucha ayuda en cualquier conflicto. Lo suyo era una mezcla de sabiduría e intuición, que ayudaba a que la nave Enterprise saliera indemne y llegase a buen puerto. El capitán Kirk era el típico estratega, que muchas veces se arriesgaba con decisiones difíciles y peligrosas, confiando también en su propia intuición. Pero ante situaciones extrañas, cuando se encontraban, no ante un enemigo común o un obstáculo más o menos normal del espacio, sino frente a lo absolutamente desconocido, la intuición y la rara pero precisa lógica de Spock eran lo que solucionaba la situación.
    Aunque los aficionados a la serie le fuimos tomando simpatía a toda la tripulación de la nave, para algunos de nosotros el señor Spock se fue convirtiendo (no sé si lógicamente) en el preferido. Había en él algo diferente que nos atraía. Era impecable en su actitud y en su labor como oficial. Todos eran correctos, cada uno a su manera, pero él siempre algo más. Quizá nos gustaba porque había un matiz sobrehumano en él, algo que lo convertía en un modelo a seguir. Al final se descubría que tenía también sentimientos y debilidades humanas, pero sabía sobreponerse a ello y actuar según una lógica impecable. 
    
    De la vida profesional de Leonard Nimoy, aparte de esa famosa serie televisiva, sé muy poco. Que intervino en otras películas, de diferentes géneros, que dirigió algunas, que era también un buen fotógrafo (con una particular estética muy cuidada, quizá algo simbolista) y nada más... Pero cómo entró en el mapa de mis emociones (y en el de muchos compañeros de aquel tiempo) sé que fue encarnando en la pequeña pantalla a ese ya casi legendario señor Spock. Ese medio extraterrestre que solía levantar una ceja de asombro cuando se encontraba frente a las típicas humanidades de sus compañeros, que empleaba a menudo la expresión de «fascinante», como adjetivo ante eventos extraños pero admirables del laberinto de lo infinito, y gracias a cuyas ideas, en muchas ocasiones, la nave se salvaba de difíciles situaciones de riesgo.
    Escribo esta nota con algo de prisa y sin entrar a fondo en el tema. Pero quería dejar ahora en mi cuaderno, aunque sólo sea a vuelapluma, un agradecido recuerdo a este actor, de nombre Leonard Nimoy —que según leí ayer era de origen ucraniano—, que para muchos será siempre el estimado Sr. Spock, oficial de la nave interestelar Enterprise. Curioso y entrañable personaje que acompañó muchas buenas horas de aquellos tiempos de la perdida juventud en que echábamos a volar la imaginación. Por ello le menciono aquí. Y quiero desde este lugar, desde este terrestre pero a veces ensoñador cuaderno, desearle que tenga un buen viaje hacia las estrellas...
    ¡Buen viaje a las estrellas, señor Leonard Nimoy!


Antonio H. Martín
(28 de febrero, 2015)




viernes, 13 de febrero de 2015

Demonios en la ventana




    Hace unas semanas volví a encontrarme con el amigo Alberto Linde, quien aprovechando uno de sus viajes, cuya ruta pasaba cerca de aquí, vino a hacerme una inesperada visita, que resultó ser, como siempre, grata y aportante, enriquecedora. Uno de esos encuentros que se agradecen y de los que se guarda un buen recuerdo durante mucho tiempo. Después de comer en un tranquilo y acogedor restaurante, con vistas a la montaña, pasamos toda la tarde en casa, ante un buen fuego, a salvo del frío temporal Hermann, que azotaba entonces la pequeña ciudad y que después de unos días relativamente suaves, en los que se gozaba de mañanas soleadas, había traído de golpe el crudo espíritu del invierno, con un viento helado y lluvias casi constantes. De modo que no resultaba nada atractivo hacer lo de otras veces, que era dar largos paseos por la ciudad y más allá de ésta, por los prados y los montes cercanos, o siguiendo la sinuosa orilla del río.
    Como era de esperar, una vez acomodados en la templada biblioteca, nuestra conversación se centró en el tema de los sueños. Muchas otras materias suelen entrar en juego en nuestros encuentros, pero la de los sueños es sin duda la más frecuente y a la que dedicamos más tiempo. Sobre todo porque Linde siente por ella una especial predilección, y porque también yo he tenido siempre un gran interés por todo lo referente a esas travesías del inconsciente, en ocasiones alucinantes y henchidas de misterio. En principio tratamos sobre sus propios viajes oníricos, muchas veces fabulosos, como de cuento de hadas, con su punto mágico y enigmático, y siempre atractivos, con paisajes de una estética memorable, casi edénica, que es lo que le indujo hace tiempo a definir a esa esfera como «el país del sueño».  Pero luego le sugerí que pasáramos a hablar también de mis últimos sueños. Los cuales, por su extraña naturaleza, me preocupaban un poco.
    En ocasiones el inconsciente emplea un raro lenguaje, difícil de interpretar. Al menos así resulta para quienes no son expertos onirólogos o psicoanalistas, como es mi caso. Y el amigo Alberto tampoco es un traductor de sueños, sino sólo un avezado soñador. Suele comprender y valorar muy bien sus personales viajes al país del sueño, pero cada inconsciente individual (aparte de la posible presencia de elementos arquetípicos) posee un lenguaje particular, y hay que conocer las circunstancias espaciales, temporales y psíquicas que le son propias, para llegar a descifrar lo que un sueño en concreto quiere expresar. Pero, no obstante, necesitaba contarle algo de esos sueños para conocer su opinión al respecto; describirle el tono y algunos de los detalles de unos sueños que, aun sin llegar al nivel de las pesadillas, sí adolecían de una extraña tensión que los hacía especialmente inquietantes.   
    Uno de esos sueños, quizá el más extraño, era éste: 

    Al entrar en mi dormitorio, que estaba en el piso superior de la casa, descubrí con estupor que había allí dos demonios, apostados en el alféizar de las ventanas. Y, aunque al principio se les veía de espaldas, estaba claro que querían entrar... Uno de ellos, el más viejo, con una apariencia entre primate y gárgola y un pelaje de color castaño oscuro, pero con un brillo de inteligencia casi humana en la mirada, me observaba fijamente de reojo. Sin moverse, sin decir nada ni emitir sonido alguno, pero clavando en mí una mirada amenazante, opresiva, que en algún momento llegó a parecerme incluso como acusadora... Y en cierto instante del sueño, mientras yo me acercaba hacia la ventana con el deseo de cerrarla, este demonio introdujo uno de sus nervudos brazos en el cuarto, posándolo sobre mi cama... Le demostré entonces que, a pesar de mi delgadez, aún conservaba algo de fuerza y agarrando, no sin aversión, su brazo izquierdo estirado, tenso, duro y frío, que pesaba como plomo, conseguí sacarlo fuera. Y cerrar la ventana.
    El otro demonio, con una apariencia mucho más cerca de lo animal, no llegó a meter ninguna parte de su cuerpo en el cuarto. Era claramente más joven, y tenía una mirada algo enloquecida. Su labio inferior presentaba una forma como de pico de pelícano, pero exageradamente alargado y puntiagudo. Éste llegó a mirarme de frente, con sus pequeños ojos negros desorbitados, y en su ida mirada se leía la misma intención del otro demonio: la de entrar en mi cuarto. 
    Por fortuna, también conseguí cerrar esta otra ventana, y con ello terminó el sueño. Al menos hasta donde puedo recordar. Pero la escena, descrita aquí tan brevemente, duró en el sueño unos largos minutos que me parecieron interminables, aparte de un tanto angustiosos. No entendía qué hacían allí esos demonios y menos aún por qué querían entrar en mi casa. Y mis movimientos estaban además como frenados por una fuerza invisible. Como ocurre en algunas desesperantes pesadillas, eran excesivamente lentos, como si el aire fuera espeso, de una rara densidad acuosa y turbia, o como si la propia voluntad se enfrentase, como digo, a barreras invisibles, internas, pero reales y efectivas. Tardé mucho, demasiado, en cerrar esas ventanas... Quizá por un bloqueo motivado por el asombro y el miedo. La sensación que más recuerdo es esa de no comprender la situación, de no entender el objeto de la visita de esas presencias en ese concreto y preciso lugar, tan íntimo y personal. Pero al mismo tiempo tenía muy claro que esos seres representaban una ominosa amenaza y no podía permitir, de ninguna manera, que entraran en mi casa.
     
    Debo aclarar que nunca antes había soñado con demonios. Sí, algunas veces, con monstruos de diferentes formas, colores y tamaños, con animales raros y con curiosas figuras de aspecto más o menos alienígena, pero nunca expresamente con demonios. Consultamos, Alberto y yo, varios diccionarios oníricos y todos coincidían en que soñar con diablos tiene relación con el desorden y la perversión. Se habla en ellos de un signo positivo de consecución y de éxito, pero alertando asimismo sobre los peligros que puede entrañar ese éxito, en el sentido de que puede «encadenarnos» de alguna forma. En definitiva, vienen a decir que soñar con demonios tiene que ver con épocas de «gran desorientación, de temores y poca racionalidad». En uno de esos libros se lee lo siguiente: «Soñar con seres infernales generalmente se interpreta como estar frente a terrores irracionales o sentimientos de culpabilidad que nos roen internamente. Es como si el sueño fuera el reflejo distorsionado de nuestra conciencia, con sus temores reales o imaginarios.»
    Ni entonces ni ahora logro entender con claridad qué sentido tuvo ese sueño. ¿Terrores irracionales? ¿Sentimientos de culpabilidad? ¿Desorientación...? No acierto a relacionarlo con mi existencia personal, ni siquiera vagamente. Pero lo que es innegable es que soñé con esos demonios, y que tenían la nítida intención de invadir mi casa, que en el mundo de los sueños suele representar nuestra vida interior o la propia conciencia. Lógicamente, aun sin entender su significado, el estado de ánimo que me dejó ese sueño enigmático y temeroso fue de confusión y de angustia.
    
    Después de conversar un rato sobre el tema, sin llegar a una interpretación plausible, Alberto guardó silencio y al cabo de unos minutos me dijo que tenía que exorcizar esos demonios. Porque seguramente se trataba de figuras psíquicas que estaban amenazando mi integridad. Quizá procedentes de mi propio inconsciente y cuya presencia, en ese caso, venía a alertarme de algún peligro o a avisarme de que algo importante no funcionaba correctamente. O que tal vez (aunque esto fuera más raro y forme parte de la particular concepción, con cierto olor a fantasía, de mi amigo; la cual, por supuesto, respeto) fuesen entidades de alguna ajena y extraña galería del mundo del sueño que deseaban invadir mi espacio y «vampirizarlo», aprovechando alguna pequeña grieta de debilidad, algún resquicio caótico dentro del orden de mi consciencia. 
    Vació su pipa en el cenicero, en silencio y con gesto serio, como quien inicia una especie de rito, y a continuación sacó una bolsita de cuero que guardaba en la chaqueta, de la que extrajo unos polvos extraños de color ligeramente verdoso, que no pude identificar. Le pregunté si era algún opiáceo, pero negó con la cabeza y se abstuvo de decirme de qué se trataba. Mezcló esos polvos con algo de tabaco, encendió la pipa y me invitó a que la fumara despacio, indicándome la conveniencia de que cerrara los ojos y me dejase llevar...

    No me atrevo a calificar la experiencia alucinógena que tuve con esos polvos como «indescriptible». Pero indudablemente soy incapaz de describirla fielmente y con la suficiente claridad. Lo que sucedió en esos momentos sobrepasa mi entendimiento y mi capacidad de descripción. Ya sea que ocurriese en el interior de los laberintos de mi mente, o en alguna otra desconocida dimensión del país del sueño, o de cualquier otro, fue sin duda toda una experiencia... A la que tildo como «alucinógena» simplemente por asirme a una interpretación cómoda y tranquilizadora, pero sobre cuya auténtica naturaleza y esencia no tengo ninguna certeza racional. 
    El amigo Alberto no quiso ayudarme en esto. Se limitó a observar que era algo muy personal, y que sólo yo mismo podía comprender (aunque fuera en un nivel muy interior) lo que «allí» había ocurrido. Solamente para mí tenía un valor y un sentido.    
    Sólo puedo decir que, de una forma para mí ininteligible, volví a encontrarme en ese cuarto de mi sueño, y también con esos mismos demonios... Que hubo algo así como un tenso enfrentamiento, una especie de lucha psíquica, de la que, al parecer, salí vencedor. Porque lo último que recuerdo es que aquellos seres desaparecieron, esfumándose en la niebla y volviendo, supongo, a su infierno, que quizá sea el mío propio... Pero, en todo caso, demonios, miedos, angustias e infierno regresaron a su lugar subterráneo, lejos de la consciencia. Dejando que a través de mis ventanas, ya libres de ominosas y oscuras presencias, pudiese contemplar de nuevo un panorama límpido y brillante, profundo y sereno. El conocido y estimado panorama de luna, planetas y estrellas. Que, como escribí aquí hace poco, me sobrecoge y me fascina, por regalarnos una tenue visión, estremecedora y bellísima, del incógnito mapa del infinito.
    Como dije antes, no alcanzo a entender el significado del sueño ni qué oculta relación guarda con mi vida. Pero considero que el inconsciente nunca configura sus escenarios de forma gratuita. Y esos extraños polvos que me proporcionó el amigo Linde solucionaron el problema, fuera éste el que fuese. De modo que le estoy muy agradecido. Algo en mi interior estaba envuelto en el caos, y el humo de aquella pipa me ayudó a poner mi universo en orden. Prefiero, evidentemente, ver esa ventana nocturna que mira al infinito, junto con las otras pequeñas alegrías que abundan en la vida cotidiana, sin la sombra amenazadora de ningún demonio. Y espero que esos, u otros seres similares, no vuelvan a aparecer nunca más en mis sueños.
    Aquella noche, Alberto y yo fuimos a cenar al mismo restaurante de antes. Y aunque el cielo cubierto no nos dejó ver las estrellas ni la luna, a través del ventanal se podía adivinar, entre los remolinos del viento y la lluvia, que la magia y la belleza, aun invisibles, seguían estando presentes. Unas horas después, nos esperaba a ambos un nuevo viaje al país del sueño, que cada uno recorrería según su propia y singular manera de hacerlo, resucitando paisajes y mitos, o sombras y fantasmas personales. Porque el sueño, aparte de ser a veces un mágico puente hacia otras dimensiones (como defiende mi amigo), es sobre todo un eco del magma que nos fluye por dentro.   


Antonio H. Martín
(13 de febrero, 2015)