Aquí escribo,
al filo de la noche,
en este cuaderno de cristal
y humo,
para ahuyentar las sombras.


Con la ventana abierta,
por si viene el pájaro
del sueño.

AMB







domingo, 23 de noviembre de 2014

Último encuentro en Luganes




«Un Anillo para gobernarlos a todos, un Anillo para encontrarlos, un Anillo para atraerlos a todos y atarlos en las tinieblas.»

J. R. R. Tolkien



    Meditaba esa tarde Arturo, un poco distraídamente, en que por fin había realizado lo que algunas buenas gentes le habían aconsejado hace tiempo con frecuencia: se había asentado en el bonito pueblo de Luganes, en un valle norteño, no muy lejos del mar. Lo que entroncaba con ciertos sueños de su lejana juventud. Y también en que después de una primera etapa lúdica y ociosa, que duró apenas año y medio, en la que pasó el tiempo, más o menos alegremente, entre caminatas y excursiones por la comarca, con profusas visitas a mesones y restaurantes, narcotizándose con fruslerías mientras le duró el dinero, ahora se sentía como atrapado en ese lindo pueblo de paseantes y jugadores de cartas, cuyo único aliciente consistía en poder salir de él.
    Un pueblo pequeño (que él nombraba a veces, maliciosamente, como Verbenagues) sin ninguna vida cultural, sin bibliotecas ni librerías, que no tenía museos ni teatros y ni siquiera cines. Sin atractivos, más allá de algunos mínimos paisajes urbanos... Sólo un sobrio conjunto de casas de piedra del siglo XVIII, con algunos balcones floridos, y un viejo puente al que llamaban "romano", del XV, sobre un riachuelo. Un pueblo en el que la única pasión de la gente (imagino que como en otros muchos pueblos) se centraba en las retransmisiones televisivas de partidos de fútbol y en el típico acto de tomarse unos cafés, unos vinos o unas cañas de cerveza con los vecinos, mientras se hablaba con cierta intensidad de temas de ganado (vacas, ovejas y cabras), o del tiempo que iba a hacer mañana y si era o no conveniente para la huerta. Aparte, por supuesto, de los interesantísimos comentarios sobre los vaivenes del mundillo futbolero. Tema este último en el que solían volcar los vecinos sus más extremas pasiones y en el que demostraban sus mejores conocimientos, llegando incluso a debatir durante mucho rato, con alteración, sobre la calidad de las jugadas y sobre los aciertos o errores de este o aquel jugador en determinado partido que acababan de ver en la pantalla. 
    Todo el pueblo, que algunos consideraban "privilegiado" (no acertaba a saber por qué), no pasaba de ser para él como un simple barrio de las afueras de Madrid, algo así como una zona levemente residencial y tranquila, con algunos parques y jardines de poca monta, pero con el agravante del turismo. Un turismo incomprensible, que venía a veces desde muy lejos (hasta del extranjero), que visitaba el pueblo siempre que hacía "buen tiempo" y que se dedicaba a dar interminables paseos sin sentido, en parejas o en grupos de diferentes edades, dando vueltas y más vueltas, y terminando siempre en las típicas terrazas de bar, engullendo tapas y raciones variadas o chocolate con churros, según la hora, entre conversaciones triviales salpicadas de risas sin fondo.
    El pueblo tenía su gracia y también sus rarezas; como por ejemplo, que casi todos los días parecían de fin de semana. Asunto éste que no conseguía entender: un día amanecía como lunes y al siguiente ya era sábado... ¿Se le perdía a Arturo el tiempo en ese pueblo? ¿O es que allí el tiempo era como una masa uniforme e indistinta, en donde los días se parecían demasiado unos a otros? Pero si así fuese, ¿por qué no tomaban los días el color del lunes o el jueves y sí, en cambio, el de un sábado o un domingo? Enigmas de un pueblo extraño.

    Para Arturo Hayal aquello era como vivir en una estrecha parcela del país del absurdo. Y muchas veces, en estos dos últimos años (inmerso como estaba en una precaria situación económica que parecía no tener salida), se había preguntado por el sentido de estar ahí... A veces le llegaba como respuesta lo de que esta vivencia le estaba sirviendo como espejo. Se trataba de una situación límite (sin raíces, sin familia, sin amigos, sin hogar y sin dinero), que le colocaba en una tesitura de desnudez ante sí mismo. Era duro verse así, pero... al fin y al cabo era cierto que actuaba como espejo, porque nunca antes había dependido tanto únicamente de sus propias fuerzas. Y se descubría en gestos nuevos, buenos, malos o regulares, que le decían quién era en realidad, aparte de imaginaciones, pensamientos, ensueños o fantasías. 
    Había aún algunas veces en que se quedaba mirando fijamente al horizonte, a los pelados montes que circundan el valle, un poco ensoñadoramente, como si eso le evocara algo de su pasado de jubiloso caminante. Pero no encontraba la suficiente sintonía. O algo se le había roto por dentro, o es que su alegría de antaño estaba ya vieja y agotada. Asimismo, seguía saludando a algunos árboles del camino, pero su saludo era tímido y opaco, casi mudo y sin color, como un recuerdo de otros tiempos cuyo eco había perdido la antigua luz. 
    Sólo en los libros llegaba a encontrar, algunas noches de vigilia, una resonancia de aquella luz, y entonces volvía a sentirse a sí mismo como antes, a reconocerse, aunque esa sensación le durase tan sólo unas pocas horas. Los estimados libros seguían siendo sus amigos, le hablaban en esas noches, y en sus letras podía a veces Arturo recuperar esa imagen de sí mismo que, al parecer, había perdido. Pero poco después regresaban los potentes focos del día, y la habitación se inundaba de realidad... Se callaban los libros y comenzaba a oírse el ruido del mundo, la estridencia cotidiana, que para él estaba plagada de absurdo y de vacío. Y entonces sólo quedaba salir al exterior, porque se ahogaba dentro de la vieja e inhóspita casa, cuyas gruesas paredes de piedra, con ventanas de fino cristal, eran incapaces de contener ese ruido.

    La verdad es que el pueblo tenía su encanto, pero éste sólo era visible por la noche, o en las primeras horas de la mañana, cuando el silencio y las vacías calles se dejaban ver y sentir sin la invasión de las extrañas figuras. Esa tarde, sin embargo, ya cerca del anochecer, sucedió algo insólito y mágico dentro del pueblo, sin que hubiese llegado aún el silencio... Se encaminaba hacia el pequeño río, con la intención de cruzar el puente y salir del conjunto urbano, para acabar su largo paseo en los prados aledaños, junto a las vías del tren y muy cerca de lo que él llamaba "el camino de la luna". Allí quería pasar aún una hora más, saludando la llegada de la noche. Pero justo cuando pasaba por el puente, se encontró con alguien que nunca antes había visto y que le llamó la atención. Era una mujer joven, y no tenía pinta de turista, o eso le pareció. Al menos no presentaba esa típica actitud nerviosa de observarlo todo como en un museo que está a punto de cerrar. Estaba quieta, mirando fijamente al río, como abstraída en paisajes internos y lejanos... Esto lo vio Arturo de reojo, según pasaba por su lado, y continuó su lento caminar hacia los prados. Pero unos pocos pasos más allá, escuchó su voz:

    —Buenas noches, Arturo. 

    Se quedó parado, como si alguien le sujetase inesperadamente por detrás con fuerza. Se volvió, lógicamente asombrado, y pudo ver cómo la bella muchacha le miraba con intensidad, exhibiendo una amplia y luminosa sonrisa. Parecía como si estuviera muy contenta de verle... Por supuesto, Arturo le preguntó, entrecortadamente, que si se conocían. A lo que ella respondió:

    —Ya lo creo que nos conocemos, amigo. ¡Desde hace mucho tiempo! ¿No me recuerdas?

    Se la quedó mirando con fijeza, y con toda la atención de que era capaz. No, era evidente que no la conocía. ¿O quizá era que no la recordaba?... ¿Pero, cómo era eso posible? ¿Cómo podía haber olvidado a alguien así?... Entonces, ella se acercó, ampliando aún más su sonrisa, con un brillo intenso en la mirada, que también sonreía, y desde una distancia muy corta le dijo, como en un susurro:

    —Arturo, tú y yo nos conocimos en un sueño, hace mucho. Y nos hemos visto en muchos otros sueños. Deberías recordarlo. Fuimos, somos..., muy amigos...
    —Lo siento, pero no consigo recordarte. ¿En un sueño, dices? ¿No será que estoy soñando ahora? —contestó Arturo, esbozando una ligera sonrisa.
    
    Ella se apartó entonces un poco, como contrariada, e inclinó la cabeza entrecerrando los ojos, pensativa. Luego volvió a mirarle y a sonreír.

    —¡Ya sé lo que te pasa, Arturo! ¡Estás fuera! Algo te ha ocurrido en este lugar, que te ha sacado del círculo. Pero no te preocupes, que eso lo arreglo yo ahora mismo.

    Se abrazó a él y le dio un largo y cálido beso. Y algo en ese beso hizo que la mente de Arturo se abriera, que zonas oscuras y olvidadas recobraran una chispa de luz. Seguía sin recordarla, pero el sabor de ese beso le supo a conocido. 

    —Gracias por el beso. Me ha hecho recordar algo, o... a alguien... Pero... no sé a quién. ¿Puedo saber tu nombre?
    —Nos hemos conocido con nombres distintos casi cada vez, en cada sueño. Pero a ti normalmente te gustaba llamarme... Yolanda.

    Fue el nombre el que abrió de par en par su dormida mente. ¡Sí! ¡Ahora recordaba! ¡Era su amiga íntima! ¡Yoli! Con la que había vivido muchas y preciosas experiencias en el país del sueño. ¡Dios! ¿Cómo era posible? ¡Si hasta había olvidado la existencia de ese mágico país! Yolanda... Yolanda... La abrazó con fuerza, casi llorando de alegría, como si una energía celeste le acabase de arrancar del infierno en el que había estado metido durante tanto tiempo. 

    —Yolanda... ¡has vuelto! ¿Cómo puede ser que no te recordara? ¡No lo entiendo! Me siento muy...
    —¿Confundido? No te preocupes, amigo, que por eso estoy aquí. Algo me decía que no estabas del todo bien. Y he venido para arreglarlo. 
    —¿Tú... puedes...?
    —Ya lo creo que sí. ¿A dónde te dirigías, más allá de este puente?
    —Iba a los prados, a terminar ahí mi paseo, antes de volver a la vieja casa.
    —Pues vamos a esos prados, amigo. Te aseguro que es allí donde tu paseo va a terminar. Yo te llevaré a tu verdadero hogar...

    Y se fueron, cogidos por la cintura, sonrientes, felices, adentrándose en la zona de sombra de más allá del pueblo, por la senda que va paralela a las vías del tren, junto al encantado camino de la luna. Sus pasos eran lentos, pero ciertos. Y les acompañaba el abrazo de esa noche de estrellas y de sueños.
    Por supuesto que..., nunca más se les volvió a ver.


Antonio H. Martín 
(23 de noviembre, 2014)

                    


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imagen 1: por Alierturk
imagen 2: de un vídeo de Mª Laura Corradini Falomir ("Chenoa")

       

4 comentarios:

  1. Reflejas muy bien un lugar que me suena...Y me ha llenado de tristeza caminante.

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    1. Lo siento. De veras que lo siento. No estaba en mi ánimo que este cuento resultara triste. Me gustaría mucho saber qué es lo que te ha causado esa tristeza, amiga.
      Dices que reflejo muy bien el lugar... Bueno, quizá haya cargado algo las tintas, pero es así como lo ve el protagonista de esta historia. ¿O la tristeza se refiere a alguna otra cosa?

      Un saludo.

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  2. Sí, Yolanda. ¿Sabes? También la recuerdo vagamente, pues una vez -hace mucho tiempo- publicaste algo so,bre ella.
    Qué bueno que tenemos "vidas paralelas", en las que habitamos mundos de la fantasía simultáneamente con la vida así llamada real, que a veces es ciertamente plana. Me alegro por Arturo.
    Saludos hasta tu árbol azul.

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    1. ¡Tienes muy buena memoria, Liz!
      El nombre de Yolanda apareció aquí en 2008, en un cuento fantástico que titulé "Mañana gris", y que volví a publicar en 2010, con el subtítulo de "Un viaje al país del sueño".
      Sí, amiga, es una suerte poder tener esas otras vidas de ensueño, que en absoluto son planas, sino todo lo contrario. Sirven de compensación a la normal vulgaridad de este mundo. Hay seres, como Arturo, el amigo Alberto o yo mismo, que no podrían vivir sin esas salidas mentales o anímicas.

      Un abrazo, estimada pintora de sueños.

      Pd.: Sigo a la espera de que retomes tu blog de Umbrales, o que comiences otro. Se echa mucho de menos el poder ver nuevas muestras de tu buen arte.

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