Aquí escribo,
al filo de la noche,
en este cuaderno de cristal
y humo,
para ahuyentar las sombras.


Con la ventana abierta,
por si viene el pájaro
del sueño.

AMB







sábado, 21 de junio de 2014

Un rico diablo...



    «Louis el Cruel había caído del cielo, apareció inesperadamente. Era un viejo amigo de Klingsor, el viajero, el caprichoso, que vivía en el tren y su taller estaba en la mochila. Aquel día cayeron del cielo horas buenas, soplaron vientos propicios. Pintaron juntos en el monte de olivos y en Cartago. 
    —En realidad, ¿tiene algún valor toda esta pintura? —dijo Louis en el monte de olivos, tumbado sobre la hierba, desnudo y con la espalda roja del sol—. Uno sólo pinta à faute de mieux, querido. Si siempre tuvieras en tu regazo a la muchacha  que te gusta y en el plato la sopa que deseas, no te atormentarías con bagatelas tan absurdas. La naturaleza tiene diez mil colores y nosotros nos hemos empeñado en reducir la escala a veinte. Eso es la pintura. Nadie está nunca contento y uno aún tiene que ayudar a que los críticos se alimenten. En cambio, una buena sopa marsellesa de pescado, caro mío, con un poco de vino templado de Borgoña, después una escalopa milanesa y de postre peras y gorgonzola y un café turco, ¡eso son realidades, señor mío!, ¡eso son valores! ¡Qué mal se come aquí, en vuestra Palestina! Dios mío, quisiera estar en un cerezo y que las cerezas brotasen de mi boca y que justo encima mío, en la escalera, estuviera la morena ardiente que hemos encontrado esta mañana temprano. ¡Klingsor, deja de pintar! Te invito a una buena comida en Laguno, pronto va a ser hora de comer.
    —¿Vale la pena? —preguntó Klingsor parpadeando. 
    —La vale. Sólo que antes debo ir a toda prisa a la estación. Es que, lo confieso francamente, he telegrafiado a una amiga diciéndole que estoy a punto de morir; es posible que esté aquí hacia las once. 
    Entre risas, Klingsor rompió el estudio que había empezado.
    —Tienes razón, joven. ¡Vayamos a Laguno! Ponte la camisa, Luigi. Aquí las costumbres son muy ingenuas, pero por desgracia no puedes ir desnudo a la ciudad.
    Fueron a la ciudad, entraron en la estación. Llegó una mujer bonita. Comieron bien en un restaurante y Klingsor, que en sus meses de vida campestre había olvidado todo esto, se quedó asombrado de que todavía existiesen tales cosas, queridas y agradables cosas: truchas, jamón asalmonado, espárragos, Chablis, Dôle de Valais, Benedictino.
    Después de comer, los tres subieron en un funicular por la empinada ciudad; pasaron entre casas, por delante de ventanas y jardines colgantes; era muy bonito. No se apearon y volvieron a descender, y de nuevo arriba y abajo. El mundo era bello y extraordinario, multicolor, algo dudoso, algo inverosímil, pero sin embargo maravilloso. Klingsor estaba un poco tímido, aparentaba sangre fría, no quería enamorarse de la bella amiga de Luigi. Fueron de nuevo a un café, pasearon por un vacío parque meridional, se tumbaron junto al agua, a la sombra de enormes árboles. Vieron muchas cosas que deberían ser pintadas: casas rojas de piedras preciosas sobre un verde intenso, zumaques cubiertos de azul y ocre.
    —Has pintado cosas agradables y divertidas, Luigi —dijo Klingsor—, y todas me gustan mucho: astas de bandera, payasos, circos; pero la que prefiero es una mancha en tu cuadro del carrusel nocturno. ¡Sabes, sobre la marea violeta y lejos de toda luz ondea muy arriba en la noche una pequeña bandera fresca, rosa claro, tan bonita, tan limpia, tan terriblemente sola! Es como un poema de Li Tai Pe o de Paul Verlaine. En esta pequeña y estúpida bandera rosa está todo el dolor y la resignación del mundo y también toda la risa que provoca el dolor y la resignación. Te agradezco mucho que hayas pintado esta banderita que justifica tu vida. 
    —Ya sé que te gusta.
    —A ti también te gusta. Mira, si no hubieras pintado cosas como ésta, todas las buenas comidas, vinos, mujeres y cafés no te servirían para nada, serías un pobre diablo. Pero así, eres un rico diablo y eres un tipo a quien uno aprecia. Ves, Luigi, yo a menudo pienso como tú: todo nuestro arte es una simple sustitución, una sustitución penosa y que uno paga diez veces demasiado cara, de una animalidad perdida, de un amor perdido. Pero, sin embargo, no es así. Es completamente distinto. Se sobrevalora lo físico si se considera lo espiritual como una mera sustitución de lo físico ausente. Lo físico no es ni pizca más valioso que el espíritu, como tampoco lo es al revés. Lo mismo da, todo es igual de bueno. Es exactamente idéntico abrazar a una mujer o escribir un poema. Como lo importante es el amor, el ardor, la ternura, entonces da igual que seas monje en el Monte Athos o calavera en París. 
    Louis miró con ojos burlones.
    —¡Joven, no te quites ningún adorno!
    Los dos, junto con la hermosa mujer, vagaron por la comarca. Ambos tenían una mirada aguda. Era su fuerza. En las pequeñas ciudades y aldeas de los alrededores vieron Roma, Japón, vieron los Mares del Sur pero volvieron a destruir sus ilusiones con dedos juguetones; su capricho encendía estrellas en el cielo y las volvía a apagar. Hacían que sus juegos de artificio atravesaran las exuberantes noches; el mundo era burbujas de jabón, era ópera, era alegre locura.
    Louis, el pájaro, deambulaba sobre su bicicleta por las colinas, iba de un lado a otro, mientras Klingsor pintaba. Algunos días los sacrificaba Klingsor, luego se sentaba fuera, obstinado y trabajaba. Louis no quería trabajar. Súbitamente Louis se marchó con su amiga, y escribió una postal desde muy lejos. De pronto reapareció cuando Klingsor ya lo daba por perdido; se presentó a la puerta con el sombrero de paja y la camisa abierta, como si nunca se hubiera marchado. Y Klingsor volvió a beber la copa más dulce de su juventud: la bebida de la amistad. Tenía muchos amigos, muchos le querían, a muchos se había dado, a muchos había abierto su impulsivo corazón, pero sólo dos aún oyeron de sus labios, durante este verano, la vieja llamada del corazón: Louis el pintor y el poeta Hermann, llamado Thu Fu.
    Louis pasaba muchos días en el campo, en su silla de pintor, a la sombra de los perales y de los ciruelos, pero no pintaba. Estaba sentado y pensaba; tenía un papel clavado en el caballete y escribía, escribía mucho, escribía muchas cartas. ¿Son felices las personas que escriben tantas cartas? Louis el despreocupado escribía intensamente, su mirada quedaba penosamente prendida del papel durante horas. Estaba ensimismado. Por eso le quería Klingsor. 
    Klingsor actuaba de otra manera. No podía callar. No podía ocultar su corazón. A sus amigos más íntimos les hablaba de las secretas penas de su alma, pocos las conocían. A veces tenía miedo, melancolía, a veces estaba preso en el pozo de las tinieblas, a veces descomunales sombras de su vida anterior caían sobre sus días y los ensombrecían. Entonces le gustaba ver la cara de Luigi. Entonces se le confiaba. 
    Pero Louis no veía con gusto estas debilidades. Le atormentaban, pedían compasión. Klingsor se acostumbró a mostrar su corazón al amigo y comprendió demasiado tarde que de esta manera le perdía.
    Louis empezó a hablar otra vez de marcharse. Klingsor sabía que podría retenerle algunos días, tres, cinco, pero que un día, de pronto, le enseñaría la maleta preparada y se marcharía para no volver en mucho tiempo. ¡Qué corta era la vida, qué irreparable era todo! A los pocos amigos que comprendían plenamente su arte y cuyo arte era próximo y parecido al suyo los había asustado y molestado, los había disgustado y enfriado con su tonta debilidad y comodidad; meramente por la necesidad pueril e indecorosa de no tener que esforzarse ante un amigo, de no conservar una actitud ante él. ¡Qué tonto y qué pueril había sido! Así se reprendía Klingsor, demasiado tarde.
    Durante los últimos días, rondaron juntos por los dorados valles. Louis tenía muy buen humor, viajar era un placer vital para su corazón de pájaro. Klingsor participaba. De nuevo habían encontrado el viejo tono ligero, juguetón y burlón, que ya no abandonaron más. Una tarde se sentaron en el jardín de la taberna. Encargaron pescado frito, arroz con setas y echaron marrasquino sobre los melocotones.
    —¿Adónde vas a ir mañana? —preguntó Klingsor.
    —No lo sé.
    —¿Irás a casa de aquella hermosa mujer? 
    —Sí. Quizá. ¿Quién puede saberlo? No preguntes tanto. Ahora, para terminar, vamos a beber un buen vino blanco. Yo voto por un Neuchâtel.
    Bebieron. De improviso Louis gritó: 
    —Es magnífico partir, viejo lobo de mar. Muchas veces, cuando estoy sentado cerca de ti, como ahora, por ejemplo, de repente me vienen a la cabeza tonterías. Me imagino que aquí están sentados los dos pintores que tiene nuestra querida patria, y siento una horrible sensación en las rodillas, como si los dos fuésemos de bronce y tuviéramos que estar en un monumento cogidos de la mano, sabes, como Goethe y Schiller. Al fin y al cabo ellos no tienen ninguna culpa de tener que estar eternamente de pie y cogidos de la mano de bronce, y de que se nos hayan hecho poco a poco tan fastidiosos y odiosos. Quizá fueron tipos realmente sutiles y muchachos encantadores; hace tiempo leí una obra de Schiller, verdaderamente bonita. Y ahora se le ha convertido en esto, en un animal famoso y que ha de estar junto a su hermano siamés, una cabeza de yeso junto a la otra. Y uno ve que sus obras reunidas forman corro y son explicadas en las escuelas. Es espantoso. Imagínate dentro de cien años a un profesor predicando a los estudiantes de bachillerato: Klingsor, nacido en 1877, y su contemporáneo Louis, llamado el Glotón, renovaron la pintura, liberaron el color del naturalismo; en un examen más detallado esta pareja de artistas se divide en tres periodos claramente discernibles... Antes prefiero arrojarme bajo una locomotora, hoy mismo.
    —Sería inteligente, los profesores irían a parar bajo el tren.
    —No existen locomotoras tan grandes. Ya sabes lo mezquina que es nuestra técnica.
    Las estrellas ya se habían levantado. De pronto Louis chocó su vaso con el de su amigo.
    —Bien. Brindemos y bebamos. Luego me sentaré en mi bicicleta y adieu. ¡Sin largas despedidas! El tabernero ya está pagado. ¡A tu salud, Klingsor!
    Brindaron, vaciaron los vasos, Louis se subió a la bicicleta, agitó el sombrero y se marchó. Noche, estrellas, Louis estaba en China. Louis era una leyenda. 
    Klingsor sonrió tristemente. ¡Cuánto quería a aquella ave de paso! Permaneció mucho rato sobre la grava del jardín de la taberna, mirando la calle vacía.»


Hermann Hesse


(El último verano de Klingsor - 1919)


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    La tormenta que ha venido hoy a refrescar al final de la tarde un día de plomizo y húmedo bochorno, junto con una curiosa visión de un par de culebras que me ha sorprendido durante mi habitual paseo por el pueblo, me han llevado a recordar, a releer y a transcribir después el anterior capítulo de una de las mejores novelas del amigo Hermann Hesse. Un relato expresionista que me llegó muy íntimamente hace ya mucho tiempo y cuyo significado sigue siendo importante para mí. En la relación del personaje central, el pintor Klingsor, con su itinerante amigo, el también pintor Louis Moilliet, sentí desde un primer momento una identificación que me evocaba otras relaciones que había tenido yo mismo años atrás, reales o imaginadas. Sí, esa dulce copa de la juventud de que hablaba Hesse: la bebida de la amistad. 
    Otra cuestión es lo de las culebras que he visto esta tarde... Quizá esté algo influido últimamente por la muy interesante lectura del libro de las memorias «interiores» de Jung, pero el caso es que llevo unos días fijándome más en los detalles del entorno. Y la visión de las culebras me ha hecho pensar en su significado. Nunca antes había visto ofidios reptando por estas callejas. No es nada habitual. Se suelen ver lagartijas, cuando las nubes dejan que el sol se note intensamente, pero nunca había visto ofidios. Y observo dos cosas con respecto a esto: que el inconsciente no sólo se manifiesta a través de los sueños, y que las serpientes representan un símbolo de mutación...
    En cualquier caso, me han gustado mucho ambas cosas. La tormenta ha traído un frescor al ambiente que se echaba en falta. Hacía tiempo, además, que no escuchaba su imponente, grave y animosa voz de dragón ni veía esos fulgentes parpadeos, esos látigos de luz que estremecen el cielo. Ha sido ciertamente reconfortante caminar bajo la frescura de la lluvia y percibir el impresionante aparato de truenos y rayos. Y también, por otro lado, las verdosas y brillantes culebras, que rápidamente se han escabullido por una de las rendijas del muro de piedra, evocándome a ciertos personajes de un cuento de Hoffmann, me han hecho pensar y sentir.
    Curiosamente, por la mañana temprano, cuando aún estaba acostado, medio envuelto todavía en la telaraña de los sueños, he oído que los mirlos cantaban de diferente manera, que eran algo distintas las notas de su melodía, con un tono como más jovial y alegre que de costumbre; lo que me ha sorprendido gratamente. Y, en fin, quiero decir que con la posterior relectura y transcripción del capítulo de Hesse, que no sé bien qué relación pueda tener con todo lo anteriormente expuesto y que fue uno de los alicientes, en su momento, que me motivaron para viajar a la verdiazul y dorada Montagnola, me acabo de hacer un buen regalo de cumpleaños.

    Muchas cosas podría escribir sobre este capítulo de Hesse, muchas, y también sobre los demás capítulos del mismo relato de «Klingsor», que me tocan de cerca y siempre he visto como una premonición del lejanamente posterior «Lobo estepario». Pero ahora me conformo con decir, hablando de mi propio viaje, que conocí de cerca ese funicular que se menciona en la historia, aunque no llegara a montar en él, y que el mundo parecía, efectivamente, «bello y extraordinario», como dice Hesse. Y también que pasé por algunas de sus tabernas o «grottos» entre el bosque, que allí hay casi por doquier; aunque no encontré amigos con los que beber y tuve que hacerlo a solas. Así como que estuve en su antigua casa, por una extraña invitación, me senté en una de sus sillas entre viejos libros, fotografías y espejos, y me asomé al estrecho y mágico balcón de Klingsor. Ya lo conté aquí hace unos meses. Que no era en «Laguno», sino en Lugano, en el Tesino, la parte italiana de Suiza (Hesse intentaba disimular su nueva residencia y cambiaba un poco los nombres, por los tiempos difíciles que entonces vivía). Y que aquello fue para este caminante una experiencia valiosa e inolvidable. Porque aunque no pasara nada en especial, según los vulgares cánones del mundo, todo para mí, mezclando recuerdos de lecturas con imaginación y sentimiento, fue como estar en un lugar de ensueño.
    Por todo ello, me sentí entonces como «un rico diablo», tal y como definía Klingsor a su amigo Louis, elogiando el detalle de una de sus pinturas, aquella pequeña, estúpida y solitaria bandera rosa sobre un carrusel nocturno. Y hoy también, no sé por qué, me ocurre lo mismo. 
  

Antonio Martín Bardán
(21 de junio, 2014)




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imagen 1: "Paisajes de Irlanda", de B.I.G. 
imagen 2: "Grotto Canvetti", acuarela de Hermann Hesse (1924)

jueves, 19 de junio de 2014

En el desván de Alicia



    Conoció a Alicia entre la penumbra de un viejo desván, una calurosa tarde de agosto. Se encontraba de vacaciones con su madre en una antigua casona de piedra, de un pueblo de la provincia de Ávila, donde habían sido invitados por unos familiares lejanos. Le gustaba mucho estar allí; era además su primera salida al campo, después de mucho tiempo. Pero aquella tarde había una reunión en la casa (habían venido unos vecinos de visita), y en el patio se juntaba mucha gente a la larga mesa. Una reunión en la que abundaban las consabidas voces altas y las ruidosas risas; de esas que desde siempre le habían provocado una intensa extrañeza. Así que se escabulló en cuanto pudo y se internó por los oscuros pasillos de la casona. Al poco, después de pasar junto a muchas puertas cerradas, dio con una vieja escalera, la subió y tras una última puerta que sí pudo abrir descubrió que era la entrada al desván, uno de esos lugares que desde siempre le habían atraído.
    Allí se encontró con una niña que no había visto antes. Y eso que llevaba ya varios días en la casa... Sentada en un rincón, junto a la ventana, estaba como absorta leyendo un libro. Tenía unos ocho o nueve años, los ojos muy vivos y una media melena de color castaño claro, casi rubio.

    —¿Quién eres tú, y qué haces aquí? —le preguntó, con un tono que dejaba entrever su molestia por haber él invadido, sin querer, su intimidad.

    Tuvo que explicar su presencia allí, que los dueños de la casa eran primos lejanos de su madre y que habían sido invitados a pasar unos días, y también el por qué se había escapado de aquella reunión familiar y decidió explorar la casa. Esto último pareció interesarle a Alicia...

    —¿De dónde vienes? —volvió a preguntar la niña.
    —No vengo de ningún sitio.
    —Pues según me han explicado, quien no tiene un origen no tiene tampoco ningún destino...
    —Bueno, no sé... Quizá no lo tenga, o quizá sí. ¿Qué más da eso? Vengo de la ciudad, de una ciudad. Estoy ahora aquí y mañana no sé donde estaré. A mí me llevan y me traen; soy sólo un niño. Cuando sea mayor sabré a donde ir. Y también de dónde vengo. O eso espero...
    —¡Jajajaja! Eres un poco raro, ¿no?
    —Puede ser. Pero eso no lo he decidido yo. Seguramente nací ya así, con esta rareza... Si te refieres a que soy un solitario, sí, lo soy.
    —También yo. ¿Te gusta leer?
    —¡Me encanta leer! Me paso tardes enteras leyendo. Cuando los demás chicos se dedican a jugar a la pelota, a las canicas o a los indios, yo prefiero perderme por calles nuevas y desconocidas e imaginar aventuras, o encerrarme en mi cuarto con un buen libro de cuentos. Mi madre suele decir que soy un soñador y un fantástico y que si sigo así me irá mal en este mundo...
    —Bueno, eso nunca se sabe, hasta que llega el momento... Me parece que tú y yo somos más viejos de lo que aparentamos, ¿verdad? 
    —No sé bien a qué te refieres, pero... puede que tengas razón. Cuando observo a los compañeros del colegio, me veo... No sé... ¡diferente!
    —¡Sí, sí! ¡Diferente! Y eso no es malo. Cada uno es como es.
    —Sí. A veces me siento como extraño y pienso que algo no va bien, pero en seguida se me pasa y me siento feliz con mis rarezas, en medio de un paseo o leyendo un libro.
    —¿Cómo te llamas, primo lejano?
    —Alberto. 
    —Yo me llamo Alicia. No soy la Alicia del país de las maravillas o a través del espejo, pero casi... —le dijo con una sonrisa.
    —Pues me alegro de encontrarte. Muy... bonito tu desván.
    —¡Gracias! Este es mi escondite. Si no me has visto antes es porque me suelo pasar aquí la mayor parte del tiempo. Y cuando no, es que estoy de viaje en el pueblo de mi hermana, que vive cerca y es también un poco como yo; o perdida por el campo... A mí también me gusta pasear y descubrir paisajes nuevos.         

    Estuvieron mucho rato hablando, hasta que llegó la hora de la cena. En seguida se creó como una corriente de simpatía entre ambos. Alicia le mostró sus libros favoritos y le habló algo de sus sueños... Escasamente, porque según los narraba solía quedarse cortada ante algunos pasajes y había sucesos que se callaba o sobre los que pasaba como de puntillas... 

    Tiempo después, regresó allí Alberto otras veces, aún sabiendo que no estaba Alicia, porque la había visto marcharse. Quizá con el deseo de recordarla, o simplemente porque le gustaba la atmósfera de aquel desván, que parecía como de cuento. Y pudo ver que esta niña no atesoraba allí muñecas ni otros juguetes propios de su edad, sino sólo libros, libros de cuentos y de aventuras, algunos ilustrados y otros no, que reposaban en una librería descolorida entre los restos de viejos muebles, baúles y armarios. Quizá las muñecas y demás juguetes los guardaba en otro cuarto... Eso nunca lo supo. Y una de esas veces llegó a descubrir un pequeño cofre de madera, medio oculto entre los libros. Casualmente estaba abierto, sin la llave echada, y dentro encontró lo que parecía ser un diario... En su portadilla se leía el siguiente título: «Sueños y aventuras, por Alicia Martín Albán».
    Con respeto y algo de vergüenza, pero lleno de curiosidad, Alberto abrió el cuaderno y empezó a leer. 

    «Anoche, después de cenar y decir a mis tíos que estaba muy cansada y que me iba ya a acostar, subí de nuevo al viejo desván, pensando en leer un rato alguno de mis libros de cuentos, y allí estaba Él... Medio escondido en un rincón en sombra, como esperándome... No imaginaba volver a encontrar tan pronto al Duende. Le miré y me miró. Luego se acercó a mí, despacio, sin decir nada, pero con esa sonrisa suya tan misteriosa y con ese aire tan elegante y orgulloso que tiene al caminar, y me alargó su mano. Una vez más me estaba invitando a viajar a su lado. Sentí algo de temor, pero no me pude resistir. Otras veces había sido un buen guía y me había llevado a paraísos de luz, y eso no podía olvidarlo. Pensé que quizás esta noche volvería a serlo...» 

    Un ruido inesperado, que procedía de la escalera, le hizo interrumpir la lectura. No, no venía nadie, pero estaba claro que alguien andaba por el pasillo. Así ya no se podía leer a gusto. Dejó el cuaderno en su cofre y salió a hurtadillas del desván. Ya volvería en otro momento. Había algo en esas primeras frases que le había llamado poderosamente la atención.          


Antonio Martín Bardán
(19 de junio, 2014)


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Nota del autor:

    Soy consciente de que mis breves cuentos casi nunca son historias redondas; es decir, que no son en realidad «cuentos». En absoluto guardan esa línea progresiva clásica o habitual de «presentación, nudo y desenlace». Son sólo fragmentos de historias, retazos, pequeñas visiones... Como lo que solemos recordar de algunos sueños.
    En el sueño experimentamos las historias de forma completa. Todo se desarrolla de un modo «natural» y el final «ocurre» en su justo momento. La sensación entonces es de totalidad y de que, efectivamente, hemos vivido una historia. Pero esta sensación se nos escapa una vez estamos despiertos, como todos sabemos, y nos resulta ya casi imposible hilar las imágenes y encontrar su sentido. A mí me sucede con los cuentos que escribo como con esos recuerdos de los sueños. 
    Algunas veces es porque el amigo Alberto Linde, el soñador empedernido, no guarda buena memoria de sus viajes al país del sueño y sólo me puede narrar lo que aún recuerda con claridad. Y otras veces es porque lo que aquí queda escrito bajo la etiqueta de «cuento» es sólo una visión fragmentaria mía cuya historia completa desconozco. 
    Si fuera escritor, me inventaría la historia y procuraría darle esa forma redonda que se supone han de tener las historias y los relatos, rellenando los espacios vacíos y buscando un apropiado final. Pero no soy escritor, sino sólo lo que se puede definir como un «narrador fragmentario»... Alguien que «ve» ciertas cosas que estima interesantes y las cuenta, porque le gustan ciertos símbolos o ambientes que allí ha encontrado y le parecen significativos, como si fueran valiosos mensajes del inconsciente. Pero que ignora, por los motivos que sean, el fondo y la trama de la historia. En pocas palabras: no me dedico a inventar, sino sólo a contar aquello que he visto y sentido.  
    Así, pues, mientras no tenga una visión completa del asunto, mis «cuentos» seguirán teniendo ese pobre carácter fragmentario. Como si fuesen retazos de algo cuya complejidad se me escapa. Sólo pequeños cristales aislados de un amplio y multicolor mosaico que no he conseguido ver del todo. Pero prometo que, cuando se dé el caso, escribiré los cuentos como es debido.  


A. Martín Bardán



sábado, 7 de junio de 2014

Un recuerdo de Dream's Land



    Desde muy joven tuvo Alberto Linde el anhelo de viajar al País del Sueño, al que siempre, sin conocer la causa, consideraba como su verdadero hogar. Y la magia de la vida le fue favorable, porque muchas veces viajó allí. Aún lo sigue haciendo, y algo hemos contado en este lugar de sus últimos viajes, siendo ya mayor... En las más de las ocasiones esto ocurría mientras dormía, pero también tuvo la suerte algunas veces de visitarlo despierto. Fueron aquellos momentos en que los demás decían que se encontraba como ausente, porque no atendía a sus llamadas y en la mirada tenía una luz distante y extraña.
    Alberto estaba muy contento con estos viajes, que compensaban la aridez del mundo real. Cuando aprendió a escribir y a expresarse con cierta soltura, los anotaba en pequeñas libretas, que luego leía a solas en su habitación por la noche, y eso le ayudaba a recordar y a revivir sus viajes. Pero poco a poco fue alimentando otro deseo: el de tener alguna imagen concreta, material, de esos viajes. Algo que no sólo estuviera en su interior y que pudiese mostrar a sus amigos, que solían decir que esas aventuras eran sólo visiones de su mente alucinada y fantasiosa.
    Hubiera dado el joven Alberto un cuarto de su vida porque existiera una máquina especial que fotografiara o filmara los sueños. Pero esto no se había inventado. No bastaba con que a veces se animara a dibujar algún boceto o incluso a pintar en una acuarela el escenario de alguno de sus viajes. Nadie creía que eso fuese real.   
    Pero... un buen día Alberto, cuando aún era adolescente, conoció en un mercadillo de las afueras de la ciudad a un extraño personaje. Se hacía llamar «Braulio, el mago» (eso decía en un pequeño cartel, escrito a mano con letra gótica), y en su puesto exponía objetos diversos y enigmáticos, como pócimas, ungüentos, figurillas de dioses de tierras lejanas, libros de cuentos orientales y pinturas y fotografías raras que mostraban paisajes nada familiares, que al joven le parecieron como de ensueño.
    Todo le llamó poderosamente la atención a Alberto, que se quedó parado ante ese puesto, observando cada detalle. Pero sobre todo, en lo que más se fijó fue en las imágenes. Algo había en ellas que le recordaba a sus viajes...
    El tal Braulio, un hombre de barba gris y amable sonrisa, que aparentaba unos sesenta años, se le quedó mirando atentamente, y al cabo de unos minutos se acercó a él y le dijo:

    —Muchacho, eres un soñador nato, ¿verdad? Un viajero...

    Alberto se quedó muy asombrado y al principio no supo qué contestar. Pero aquel hombre no le intimidó en absoluto. Al contrario, sintió en seguida como si le conociera desde hace tiempo y fuese alguien de su entera confianza. Así que se atrevió a contestar:    

    —Sí, lo soy. Pero... ¿cómo lo sabe usted?
    —No te inquietes por eso. Entre mis artes no está el de la adivinación, pero sé reconocer una mirada entre mil. Y tú eres de los nuestros...
    —¿De los suyos? ¿Y quiénes son ustedes?
    —Nosotros somos los viajeros. Los que tenemos el don de entrar en el fabuloso País del Sueño. Vamos allí muchas noches como quien regresa a su casa después de un fatigoso día...

    No fue necesario decir más. Alberto se quedó allí mucho rato, casi toda la mañana, hablando con ese mago Braulio a quien parecía conocer a pesar de no haberlo visto nunca antes. Le contó de sus viajes, de sus propias incursiones en ese remoto y cercano País, y de la emoción que sentía cuando estaba allí. Y le habló también de su problema, de que ninguno de sus amigos le creía y de que le encantaría poder llevar consigo alguna prueba de que esos viajes eran ciertos, y no una simple fantasía. 
    
    —No es habitual traer nada de allí —dijo entonces el mago—. La barrera de niebla que separa ambos mundos suele destruir cualquier objeto que queramos llevarnos. Son las leyes, muchacho, y nada podemos hacer. Pero... también hay, a veces, algunas excepciones...
    —¿Excepciones? ¿Qué quiere decir? ¿Es que hay alguna posibilidad de...?
    —Escucha, chico, escucha bien: siempre hay posibilidades. El tejido de lo imposible es muy tupido y grueso, pero siempre hay en él alguna grieta, alguna fisura por la que se puede colar lo posible. 

    A Alberto le empezó a latir el corazón con fuerza. ¿Sería este señor un mago de verdad? ¿Tendría la fórmula que tanto deseaba? ¿Podría ayudarle a traer alguna prueba tangible de la existencia de sus viajes?
    El mago Braulio, después de decirle a Alberto que esperara, se introdujo en su vieja furgoneta, que tenía aparcada muy cerca, y volvió al poco rato con una pequeña caja de madera en las manos. 

    —Mira, muchacho, aquí dentro está la solución a tu problema. No es la gran solución, pero al menos te ayudará a traer un diminuto recuerdo del País del Sueño, para que puedas verlo y tocarlo en este mundo y puedas mostrar a tus amigos que tus viajes son auténticos. 

    Alberto tomó la caja con emoción sin atreverse a preguntar, y menos a abrirla delante del mago y entre tanta gente extraña como había por allí. Se imaginó que dentro había algún mágico talismán o algo parecido. Un pergamino con un antiguo hechizo que le permitiría pasar de un mundo a otro algo en sus manos, algún objeto o imagen que no desapareciera más allá de la frontera. 
    Le dio las gracias con torpes palabras y quiso ya despedirse. Tenía prisa por ir a su casa y en la intimidad de su cuarto abrir la caja y descubrir la identidad del tesoro. Pero el mago le retuvo un poco más, diciéndole:

    —Espera, muchacho. Debes saber antes un par de cosas. En primer lugar, que lo que hay dentro de esa caja sólo puede usarse cuando viajes en noches de luna llena o en algunos atardeceres, y sólo una vez cada cierto tiempo... Cuando sea el momento apropiado lo sabrás, porque el artefacto tiene una sensibilidad especial y no funciona siempre. Y en segundo lugar, y esto es lo más importante: recuerda que lo más valioso es el don de poder viajar al País del Sueño, y no el traer algo de él. Que tus amigos te crean o no, en el fondo es irrelevante. Algún día sabrás, si no lo sabes ya, que siempre que viajas allí te traes de vuelta algo en tu interior, un sentimiento singular, una íntima alegría que no puedes enseñar más que con gestos y que no te sirve para convencer a nadie, pero que, sin embargo, es el mejor tesoro que de ese País maravilloso podemos llevarnos. 

    No pensó Alberto en esos momentos en el valor de las frases que acababa de escuchar, sino que se fijó solamente en la palabra «artefacto»... Así que era una especie de máquina o artilugio... ¿Sería posible que fuera la máquina de grabar sueños que siempre había deseado? 
    Se despidió del mago, dándole de nuevo las gracias y prometiéndole que volvería pronto para contarle lo que fuese. Y se fue casi corriendo hacia su casa, esquivando como pudo la masa de gente que llenaba el mercado. Allí, después de cerrar la puerta de su habitación con llave y correr las cortinas, se sentó en la cama y se dispuso a abrir la pequeña caja de madera...              
    Con los ojos muy abiertos y a punto de llorar por la emoción, Alberto descubrió que, efectivamente, se trataba de una máquina. ¡Nada menos que de una máquina fotográfica! ¡Lo que siempre había soñado! Era una cámara pequeña, más o menos del tamaño de un paquete de tabaco, como algunas cámaras modernas, pero parecía ser muy antigua, con el cuerpo hecho de una madera oscura, como de caoba. Y tenía una extraña forma ovoide que en nada recordaba a las cámaras normales. De hecho, a no ser por el pulido y brillante objetivo, semejante a una gema, resultaba difícil pensar en una cámara fotográfica. 
    El joven Alberto estaba muy excitado, quería probar ese aparato mágico cuanto antes... Apareció por un momento la sombra de la duda y se le ocurrió pensar que quizá se tratase de un fraude. ¿Pero qué sentido tendría? No había pagado nada por ella. ¡Era un regalo! ¿Por qué iba a haberle querido engañar el supuesto mago? ¿Para burlarse de él? Eso era absurdo. Y además, algo en la mirada de ese hombre le decía que todo era cierto, que lo que tenía entre las manos era un artefacto mágico que le iba a permitir fotografiar algunas escenas de sus sueños. La duda se esfumó rápidamente. Alberto recordó entonces la advertencia de don Braulio, lo de que tenía que esperar a una noche de plenilunio. Para eso faltaban aún varios días. ¿Tendría paciencia para esperar tanto? Ah, pero también le había dicho que la máquina podía funcionar en algunos atardeceres...
    Se asomó por la ventana para ver el cielo. Quedaban aún unas horas para el ocaso, pero le pareció que las nubes presagiaban un encendido atardecer. O así quiso verlo. En realidad no tenía idea de a qué se refería el mago con eso de «algunos atardeceres», pero intuyó que hablaba de esos atardeceres especiales, esos cuya belleza parece rozar el infinito y que hacen que los espíritus sensibles se queden mirando con una sensación extraña, mezcla de nostalgia y de anhelo. Sí, eso debía ser: se refería el mago a esos atardeceres que recuerdan vagamente al País del Sueño.
    Alberto guardó cuidadosamente la cámara en su caja y ocultó ésta en el más alto anaquel de la biblioteca, detrás de su colección de libros de fantasía. Luego salió a la calle y se dedicó a pasear por el parque sin rumbo fijo. Estaba ansioso porque llegara el atardecer...

    
    Aquí termina la historia. El amigo Alberto no me contó más detalles. Algunas veces está muy hablador y otras no. Imagino que porque en esa aventura en concreto ocurrieron cosas que prefiere no relatar. No sé si por ser malas o, por el contrario, por ser muy buenas y muy íntimas. Lo único que le pude sonsacar, amistosamente, fue que al final de aquella tarde el cielo se encendió, como esperaba, con un impresionante atardecer, de esos en los que parece formarse como una irisada y enigmática niebla que evoca la entrada al remoto País del Sueño y atrae con fuerza a ciertos caminantes. Y también que por la noche consiguió hacer otro de sus queridos y fascinantes viajes a esa tierra de fábula, para nosotros casi del todo desconocida... En cuanto a la cámara, aquí pongo una copia de la fotografía que realizó y que tuvo a bien regalarme. Según me aseguró, fue tomada durante ese mismo sueño. La imagen no es de buena calidad, e incluso se la ve algo borrosa. Pero hay que tener en cuenta que aquella extraña cámara de madera, a pesar de su magia, era ya muy antigua; y además era la primera vez que Alberto la usaba, con lo que probablemente no supo hacer los ajustes necesarios. Sobre si aún la conserva y si ha hecho después otras fotografías de sus sueños, mi amigo no quiso decirme nada. 



Antonio Martín Bardán
(7 de junio, 2014)


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imagen: A Garden of Dream's Land - Albert Lynde 
     

miércoles, 4 de junio de 2014

El sueño del tren



    «En esta época tuve un sueño inolvidable que al mismo tiempo me aterrorizó y estimuló. Era de noche en un lugar desconocido y sólo penosamente avanzaba yo contra un poderoso huracán. Además se extendía densa niebla. Yo sostenía y protegía con ambas manos una pequeña luz, que amenazaba con apagarse a cada instante. Pero todo dependía de que yo mantuviese viva esa lucecita. De pronto tuve la sensación de que algo me seguía. Miré hacia atrás y vi una enorme figura negra que avanzaba tras de mí. Pero en el mismo momento me di cuenta  —pese a mi espanto— de que debía salvar mi pequeña luz, ajeno a todo peligro, a través de la noche y de la tormenta. Cuando me desperté, en seguida lo vi claro: era el "espectro", mi propia sombra sobre la niebla, arremolinándose cansado por la pequeña luz que llevaba ante mí. Sabía también que la lucecita era mi conciencia; es la única luz que tengo. Mi propio conocimiento es el único y el máximo tesoro que poseo. Cierto que es infinitamente pequeño y frágil frente al poder de las tinieblas, pero una luz al fin y al cabo, mi propia luz.»


Carl Gustav Jung
(Recuerdos, sueños, pensamientos, 1957-1961) 

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    Ando leyendo desde hace unas cuantas noches las memorias del doctor Jung, y este sueño suyo de juventud, de cuando comenzaba su período universitario, me ha hecho recordar otro mío de hace tan sólo unos días. No tengo, ni mucho menos, la capacidad de Jung para interpretar los sueños, pero creo que el mío, a pesar de alguna complejidad, es de fácil lectura. He aquí mi sueño:

    Estoy viajando en un tren que asciende, durante la noche, por una escarpada montaña. Supongo que se trata de un tren de cremallera, pero no sabría precisarlo porque, aunque me gustan mucho, no entiendo gran cosa de trenes. El caso es que hay cierta confianza entre el conductor y yo, porque en un momento del trayecto me deja a los mandos de la locomotora. Y sucede que, debido a mi ignorancia, manipulo inconveniblemente algo de la maquinaria y ésta se queda sin frenos. Afortunadamente, el conductor acude pronto al rescate y soluciona el problema... Pero más tarde me encuentro de nuevo al mando de la locomotora. Y vuelve a suceder lo mismo: que otra vez toco algo sin querer y el tren se queda sin frenos...

    —Ha pasado otra vez; lo siento. No sé qué he tocado, pero vuelve a estar sin frenos; no responden —le digo alarmado, cuando viene a la cabina a ayudarme. 
    —No, esta vez es mucho peor —me contesta—, porque vamos cuesta abajo y se aproxima una curva peligrosa. 

    El tren, efectivamente, en esa onírica noche de luna llena, avanzaba hacia abajo por la empinada pendiente a gran velocidad. Y se veía, cada vez más cercana, una cerrada curva que hacía prever un fatal descarrilamiento. Y esta vez, no puedo saber por qué, el veterano maquinista no daba con la solución; es decir, que no podía restablecer los frenos, quizá porque, dada la difícil situación, eso era ya imposible.
    Llegando a la curva, le digo muy inquieto al conductor que parece que no tenemos salvación, pero él me tranquiliza diciéndome que no me preocupe, que las ruedas están «bien calientes» y que ese viejo tren se adherirá a los raíles lo suficiente...
    Luego, lo siguiente que recuerdo del sueño es que, inopinadamente, el tren se detiene poco antes de llegar a la curva. El conductor y yo nos apeamos entonces del mismo (al parecer somos sus únicos ocupantes) y seguimos camino a través de la montaña, agarrándonos a los salientes de las rocas para encontrar un lugar seguro.
    En un momento del descenso, me encuentro con que tengo que dar un gran salto para alzanzar la siguiente roca, y entonces me invade una angustiosa sensación de vértigo y de miedo que me deja paralizado. No puedo seguir. El maquinista intenta animarme, pero no consigo atreverme. Hay demasiada altura bajo ese largo salto, para el que no me veo capaz... Entonces él me sobrepasa y se desplaza sin problemas hacia el otro lado. Yo me quedo mirando sin saber qué hacer, viendo como evoluciona por entre las rocas.
    Y poco después descubro que junto a la vía hay una barandilla metálica que, obviamente, antes no había visto. Me agarro a ella y en cierto momento me doy cuenta de que entre esa barandilla y el suelo seguro hay, asombrosamente, sólo una distancia de unos dos metros... Por supuesto, salto hacia abajo. Y sin poder entenderlo, pero asumiéndolo y disfrutándolo (con esa rara lógica de los sueños), me encuentro de pie sobre el pavimento de una carretera firme y segura, sin peligros ni alturas. El tren queda arriba, extrañamente quieto, sobre la pendiente de una montaña imposible. Y yo con la sensación de que quizá todo había sido sólo una rara clase de espejismo...


    Creo haber relatado fielmente este extraño sueño. Al menos, hasta donde me llega el recuerdo. Lo soñé el pasado 30 de mayo, y aún tengo frescas muchas de sus imágenes y sensaciones. Lo que interpreto del mismo, me lo guardo para mis adentros... No por hacerme el misterioso, sino por dejar a algún posible lector la puerta abierta a su personal interpretación, que probablemente diferirá de la mía. Me gustaría saber qué otras lecturas puede haber de esta experiencia onírica, de la que salí visiblemente aliviado, dado el peligro que, inexplicablemente, pude evitar.
    Termino hablando de espejismo, pero no lo digo porque fuera consciente en esos momentos de que aquello era sólo un sueño, sino porque era incapaz de comprender cómo pude pasar de una evidente situación de riesgo a otra de seguridad en unos breves instantes. Es decir, cómo logro encontrar, sobre una alta y escarpada montaña, una fácil salida de tan sólo un par de metros... Por ello, pienso ahora que es muy posible que esa última sensación forme parte de un posterior intento de la mente, en estado de duermevela, o saliendo ya de las brumas del sueño, por aplicar una lógica racional a lo que acababa de vivir.
    Lo que tengo claro es que ciertos sueños no son gratuitos. Quizá ninguno lo sea. Y que siempre hay en esos conjuntos de imágenes, acción y sonidos, en esos filmes o viajes mentales (en ocasiones aparentemente inconexos y caóticos, a veces atractivas y apasionadas melodías, y otras sucesiones de hechos y ruidos estridentes) sustanciosos mensajes del inconsciente. Mensajes que, evidentemente, quieren transmitirnos un conocimiento que necesitamos para aclarar lagunas de nuestra conciencia y para iluminar las sombras de nuestro caminar individual. El maestro Jung, y otros como él (entre los que se encuentran algunos lúcidos poetas y soñadores, entre caminantes y alquimistas), sabía mucho sobre esto, sin duda. Y a nosotros sólo nos queda aprender, paso a paso y sueño a sueño... 


Antonio Martín Bardán
(4 de junio, 2014)



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imagen 1: de B.I.G. (modificada)
imagen 2: pintura de Rob Gonsalves