Aquí escribo,
al filo de la noche,
en este cuaderno de cristal
y humo,
para ahuyentar las sombras.


Con la ventana abierta,
por si viene el pájaro
del sueño.

AMB







domingo, 25 de mayo de 2014

Aquel abrazo...



    Muchas veces abrazó Alberto Linde a su entrañable compañera, y en todas ellas hubo una corriente de cariño, un recíproco fluir de destellos que iba iluminando, lentamente, la avenida del tiempo por la que caminaban... Aunque, en esos momentos, no se movieran del sitio en que se encontraban. Eran las luces las que se movían, de un cuerpo a otro, de una mente a otra, de uno a otro corazón. Sonaban breves palabras entre medias, más bien susurros, que querían poner voz a esos intensos silencios, pero no eran necesarias. Las miradas, las sonrisas, los posteriores besos, eran más que suficientes. Todo se decía a sí mismo.   
    Pero hubo, no obstante, cierta ocasión en que el abrazo fue aún más especial... No recordaba si fue una tarde, una mañana o una noche, pero sí que fue en la cocina. Sí, en ese lugar tan simple y cotidiano, sin que les subyugara la presencia de ningún dorado atardecer o el brillo de una luna llena, sin que mediara ninguna música seductora o la caricia de una brisa, Alberto y Marina se abrazaron de una forma distinta, misteriosa, mágica...
    Durante esos maravillosos instantes, sintió Alberto que una parte de su esencia se fundía con el ser amado. La abrazó como quien abraza a un sueño. Un sueño hecho realidad, que tenía en ese momento entre sus manos. Sintió Alberto, el obstinado alquimista, que allí se cumplía por fin un viejo anhelo, que se juntaban dos estrellas distantes, que dos islas de mares lejanos se reunían en una sola, para siempre... Nunca preguntó si ella había sentido lo mismo. No era necesario. El brillo de sus ojos era lo bastante elocuente. 

    Podría escribir ahora (poniéndome fantástico) que por la ventana entró un rayo de luz azulada y un viento hechizado que les raptó y se los llevó hacia alguna estrella lejana, hacia algún remoto paraíso del país del sueño... Me gustaría, pero no sería real. Por lo que sé, la ventana estaba cerrada. Pero me contó el amigo Alberto que siempre recordaría la intensidad y la magia de aquel abrazo. Para él fue como encontrar, en la cueva más oscura, entre las afiladas esquinas del mundo, el tesoro que siempre había estado buscando.  


Antonio Martín Bardán
(25 de mayo, 2014)


      

viernes, 23 de mayo de 2014

El racimo de energía




    Un buen consejo de Yukio Mishima: «He comprendido que basta practicar el kendo y blandir una espada de bambú para evadirse, aunque sea por breves instantes, del pantano del nihilismo.»
     Hay un cierto veneno que hace que el cuerpo se olvide de sí mismo. Con el paso del tiempo sólo queda una mente fantasma, aislada, que no toca, ni huele, ni respira, que piensa sin sentir, que mira sin ver: "conoce" la vida, pero no la vive. Esto lleva, creo, al nihilismo, que es la creencia en la nada, que es una opacidad en el corazón, que es la prematura presencia de la muerte.
    La nada nunca está presente, la nada no existe. Sólo existe la lucha, el deseo, la tensión y el sueño. Sólo existe la vida. Pero esa mente aislada, espectral, que colecciona ideas y archiva recuerdos, que observa, que suma y resta, que clasifica, que tira o que guarda, que rechaza, que elige. Esa mente al final tiende a pintar de nada todo cuanto toca, cada pared y cada nube... Y esto vuelve al mundo gris, esto genera el pantano en que nos hundimos.
    Por eso es bueno coger la espada de madera. Por eso es bueno bailar.

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    A propósito de lo escrito anoche: ¿qué he querido decir? Me quedo, por no caer otra vez en lo inevitable, con la imagen simple y clara de Mishima. Sé que hay un laberinto mental que lleva al nihilismo, una forma compleja de percibir que nos hunde en ese pantano, que nos precipita en esa visión gris, oscura, de la vida. Y sé también que una sacudida del cuerpo, un movimiento fresco y lúdico, una carrera o un salto, lleva a la visión contraria, rompe el embrujo, deshace la niebla. 
    El racimo de energía sale de su burbuja y danza con el viento.


A. Martín Bardán

(Diario de un obstinado - Noviembre, 1996)

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    Releo las líneas anteriores (escritas hace 18 años) y me quedo pensando en su validez... Reconozco que hay tiempos en que uno siente como si perdiera cada día una pluma de sus alas, como si se hubiese internado en un pantano de sombras, pesado y asfixiante, del que no encuentra la salida. Y que ante esa agobiante situación, no hay nada mejor que mover el cuerpo, como decía, de forma fresca y lúdica. Escapar dando un salto, corriendo, bailando... De esa forma, el racimo de energía se reconcentra, se ordena, vuelve al ámbito de la luz y sale del pantano, lejos de las peligrosas arenas movedizas, a salvo de las acechantes alimañas de la oscuridad.
    No es fácil, no, pero nada que merezca la pena lo es. Hoy, como ayer, no sé explicarlo mejor. Pero sé bien que ese salto, esa danza, es posible. La pesada sombra de la nada es sólo la amenazadora ilusión de una mente dormida. El salto, la carrera, la danza (con o sin espada de bambú) nos sacan de esa ilusión y nos recomponen la mirada. Después, el camino vuelve a ser visible, aparece de nuevo la vieja sonrisa. Y la música del sentido (esa amada melodía) regresa a nuestros oídos. Ya podemos, entonces, seguir caminando...


Antonio Martín Bardán
(23 de mayo, 2014)



martes, 20 de mayo de 2014

Memoria de la mirada



    Recientemente, trasteando entre copias de viejos archivos, me he encontrado con un antiguo recuerdo, nada menos que de la infancia. Se trata de aquel álbum de los años sesenta que entonces hacía las delicias de todos los chavales y que se llamó "Vida y Color". 
    Al volver a repasar sus estampas, me he dado cuenta de que hay una muy fiel memoria de la mirada... No sólo recordaba todas y cada una de sus vistosas imágenes (que no veía desde hace muchos años) sino que al volver a verlas mi mente conectó inmediatamente con las sensaciones que me provocaron en su momento, cuando de niño, a la edad de ocho años, me dedicaba a hacer la colección de sus cromos.
    Pero ante mí se mostró el abismo del tiempo... Recordé, como digo, las sensaciones de entonces y vi que seguían vivas de alguna forma en mi interior, pero vi también la gran diferencia entre aquella mirada infantil y ésta de ahora... En aquel entonces esas imágenes fueron para mí (y para muchos otros niños) un descubrimiento apasionante, una ventana abierta a la multiplicidad del mundo. Un mundo que, por supuesto, nos llamaba mucho la atención y que queríamos explorar en aventureros viajes, no exentos de su correspondiente y natural dosis de fantasía. Asunto éste que hoy en día, sin embargo, parece haber desaparecido por completo, dado que nuestra impresión del mundo ha perdido ya todo su encanto y misterio, y se reduce a un cúmulo de noticias banales o conflictivas.  
    Pero caí en la cuenta asimismo, según observaba con lentitud las imágenes, de que ese "abismo del tiempo" (que parece tan imponente y definitivo) es en realidad una falacia... Me dí cuenta de que es sólo una delgada línea lo que separa ambas miradas, la del niño ilusionado y la del fatigado y escéptico adulto. Y de que frotándola levemente con el pincel del recuerdo, la línea se difumina y uno puede reconocerse, más allá del poder del paso del tiempo, como alguien muy similar al niño que fue, o quizá como exactamente el mismo.    
    Después de todo, recuperando la mirada, es fácil darse cuenta de que el mundo en realidad, aparte de conflictos y banalidades, sigue siendo un apasionante y enigmático universo, donde hay aún muchos tesoros por descubrir, llenos de vida y color.


A. Martín Bardán
(20 de mayo, 2014)




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imágenes: "Vida y Color" - Albumes Españoles (Barcelona, 1965)

jueves, 15 de mayo de 2014

Escucho al viento...




    Tarde soleada, pero algo fría. Camino por las calles, más o menos como siempre, pero intentando evitar los múltiples ecos, atento sólo a los sonidos nuevos, a las posibles melodías del aire de hoy; a esos arabescos que cada día se dibujan sobre el paisaje inclinado de cualquier tarde. Y entre el murmullo de los árboles, entre la gente vocinglera que pasea (envuelta en sus remolinos de palabras) y las casas que duermen (ya a esta hora), escucho al viento...
    Hacía mucho que no lo escuchaba. Y siento una íntima alegría al comprobar que aún entiendo algo de su lenguaje, y que todavía el viento quiere decirme algunas cosas.
    Después descubro durante mi paseo, sobre el muro de una calleja, una pequeña isla... Es nada más que una piedra gris, vestida con diminutas plantas. Pero me recuerda a aquello que dije una vez, hace mucho tiempo, de la importancia de saber "encontrar lo pequeño". Me la quedo mirando. Le hago una foto. Y... continúo escuchando al viento mientras la miro, como si fuera un oasis, como si me recordara a algo, no sé si pasado o futuro (porque también hay recuerdos del mañana), como si fuese otra mágica ventana al país del sueño. 
    El viento sólo me dice en ese momento una palabra: "Mírala"... 


Antonio Martín Bardán
(15 de mayo, 2014)

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imágenes: A. Martín Bardán
   


sábado, 10 de mayo de 2014

Un valle musical y encendido...



    El amigo Alberto Linde me llamó anoche por teléfono y me contó la impresión que tuvo al leer mi último escrito. Me dijo que le había gustado el breve texto de "Mis noches blancas" y que él también veía las cosas de esa manera, y no con la palidez y oscuridad de Dostoyevski. Pero no sólo eso (que pudiera parecer el simple elogio de un amigo íntimo), sino además que cuando leyó las últimas palabras una muy grata imagen se le encendió por dentro...
    Alberto es un gran soñador, y para él cualquier mínimo indicio puede servir de puerta para entrar en las galerías del ensueño. Me contó que después de leer lo de «los valles musicales y encendidos...» inmediatamente se vio inmerso en una noche blanca y en uno de esos valles, en el que se celebraba una agradable fiesta, entre músicas, luces, risas y danzas. Y con esa imagen le vino a la memoria y le revivió por dentro cierta alegría de la infancia y la juventud que ya consideraba perdida y olvidada.
    En el centro del profundo valle, acariciado por la luz de la luna, entre hogueras y faroles, un grupo de jubilosos amigos bailaban y cantaban. Simplemente eso. Pero Alberto sintió que estaba allí, que él también cantaba y danzaba, rodeado de rostros cómplices, de risas y de abrazos, y eso le llenó durante unos instantes de gozo. 
    Es curioso observar como unas sencillas palabras pueden despertar emociones en algunas personas, e incluso hacerles viajar a ciertos lugares, acercarles a esas brillantes galerías de los sueños que tienen que ver con el corazón... Desde luego, hace falta una sensibilidad soñadora para ello, como la que tiene Alberto, pero eso me hace ver que seguramente conservamos aún muchos tesoros ocultos, y que con sólo rasgar un poco el velo de la desidia y la frialdad éstos pueden volver a salir a la luz.


A. Martín Bardán
(10 de mayo, 2014)

     

jueves, 8 de mayo de 2014

Mis noches blancas



    «Uno se pregunta: "¿Qué ha sido de tus sueños?", y, moviendo la cabeza, comenta: "¡Cómo vuelan los años!" Luego vuelve a preguntarse: "¿Qué has hecho con tus años?, ¿dónde has sepultado tus mejores tiempos?, ¿has vivido, o no?" Y se responde a sí mismo: "Observa y verás cómo el frío se apodera del mundo. Con el correr de los años vendrá la lúgubre soledad, la temblorosa vejez con su cayado, y tras ellas la tristeza y el pesar. Palidecerá tu fantástico mundo, y tus sueños, mustios y marchitos, caerán como las hojas amarillas de los árboles..."»


Fedor Dostoyevski
(Noches blancas)


    Me niego a aceptar lo anterior como un inapelable destino. Me resisto a ese declinar triste y oscuro que apunta el poeta como único final del camino, como la realidad que nos espera ineludible en las últimas calles de esta fantástica y misteriosa ciudad nocturna. Lo respeto, porque lo conozco, porque lo he sentido alguna vez, en esas noches interiores sombrías, sin estrellas ni luna. Y porque todo lo que tiene alma es digno de ser respetado. Pero... hoy me dan ganas de reírme de esa sombra, de ese círculo oscuro que a veces nos envuelve como una niebla ciega. Sí, risa es lo que me provoca hoy esa música desesperada y triste, melancólica y anegada, como aquellos nocturnos de Chopin que se dejaban abrazar por las sombras y en donde el brillo era sólo el eco herido de pasadas alegrías que nunca iban a volver. 
    Y al final sonrío. No porque hoy me sienta especialmente contento, sino porque todo mi ser me dice que aquello no es el pozo inexorable en que termina la vida. Que para algunos perdidos caminantes puede, desgraciadamente, ser así, pero no para mí. No, porque en mis noches blancas aún abundan las ventanas abiertas, y tras ellas sigo viendo sugerentes destellos que me invitan a caminar... Mis sueños siguen vivos, gozan de buena salud y en cada uno de ellos se lee algo que niega esa última oscuridad. 
    Vendrá el otoño, sí, y de los árboles caerán esas hojas amarillas, pero otras azules brotarán en su lugar, siempre. Hasta que alguna noche este caminante obstinado, empedernido, se convierta en duende y se monte en una de ellas, para viajar con el aire más dulce hacia las doradas montañas del horizonte, hacia los valles musicales y encendidos del país del sueño... 


Antonio Martín Bardán
(8 de mayo, 2014)

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imagen: Gothic Night - Yaroslav Gerzhedovich