Aquí escribo,
al filo de la noche,
en este cuaderno de cristal
y humo,
para ahuyentar las sombras.


Con la ventana abierta,
por si viene el pájaro
del sueño.

AMB







sábado, 4 de mayo de 2013

Nirvana



    Tuve un amigo hace años, licenciado en filosofía y letras, maestro de escuela, que cuando hablábamos sobre budismo y se mencionaba el Nirvana, solía contarme que ese concepto le sugería una imagen de ensueño, en la que se veía a sí mismo caminando por un sendero de montaña que se hundía en un horizonte envuelto en niebla, y por el que gozosamente, con una calma absoluta y una absoluta entrega, iba desapareciendo paulatinamente, abandonando esta vida e internándose en la nada... No creo que el Nirvana deba entenderse propiamente como la "nada", pero así lo pensaba mi amigo, viendo en él la disolución del ser, la desintegración de la individualidad y la reintegración en el mar prístino de lo infinito; figura metafísica cuya imaginación le hacía sentirse alegre, sereno y aliviado de las cargas de la problemática materialidad cotidiana.
    Normalmente, el Nirvana suele concebirse como un estado de liberación, un nivel superior en el que la conciencia sobrepasa la llamada "rueda del Samsara" —el ciclo interminable de las reencarnaciones, la cadena kármica, y alcanza algo así como una beatitud, un cielo sin sombras que está más allá de cualquier deseo y conflicto. El propio Siddharta Gautama lo expresó así:

    «Hay, monjes, una condición donde no hay tierra, ni agua, ni aire, ni luz, ni espacio, ni límites, ni tiempo sin límites, ni ningún tipo de ser, ni ideas, ni falta de ideas, ni este mundo, ni aquel mundo, ni sol ni luna. A eso, monjes, yo lo denomino ni ir ni venir, ni un levantarse ni un fenecer, ni muerte, ni nacimiento ni efecto, ni cambio, ni detenimiento: ese es el fin del sufrimiento.»

    ¿Se puede deducir de sus palabras que se refiere a la nada? ¿A una especie de extraña dimensión sin dimensiones, a una zona incomprensible del universo llena sólo de vacío? ¿Quizás a una muerte absoluta, a una nulidad cósmica sin luz ni forma en la que no hay cabida para la existencia? ¿Un oscuro caos primigenio, indistinto, sin espíritu ni materia, ciego y sin sentido que da vueltas sobre sí mismo interminablemente?... No lo veo así. Parece más bien que habla de un estado singular de la conciencia. Y si lo expresó en esa forma negativa, abstrusa, paradójica e impenetrable es porque se refería a un concepto que escapa a la capacidad del lenguaje.
 
    Cuentan que la disciplina del Zen tuvo su remoto origen en un discurso silencioso de Buda —el sermón de la flor, creo que lo llaman—. Según recuerdo, ocurrió cuando los monjes le preguntaron por la verdad última, por la iluminación o algo así, y el maestro Gautama no contestó con palabras sino que se limitó a alzar la flor de loto que tenía en sus manos... Es decir, respondió con un especial gesto, como dando a entender que la verdad más profunda no puede expresarse con palabras. Lo que me recuerda asimismo a aquello que decía Lao-tse en su Tao-te-ching, de que el Tao que puede ser expresado no es el auténtico.
    Y me pregunto si esto tiene que ver con el Nirvana..., si el Buda intentó indicar con ese gesto de la flor que hay una salida a este mundo de represiones y sufrimientos, de deseos y frustraciones, de leyes, límitaciones, conceptos oclusivos y muerte, a este gran velo de Maya, y que esa puerta abierta desemboca en la paz y la libertad del Nirvana.
    Probablemente se trata de asuntos distintos, pero una cosa me evoca a la otra. Y lo hace porque ambas tocan un mismo tema de fondo: que hablar sin hablar, expresar sin decir nada con palabras, con un sencillo pero significativo gesto, es decir mucho, o decirlo todo. Emana de una aprehensión directa de aquello que no puede ser definido en términos de lenguaje, y es expresado mediante la primitiva fórmula de los signos, que habla directamente al cuerpo, sin pasar por el tamiz del intelecto.
    Tanto el Nirvana, como el Tao o el Zen entran en esa dimensión huidiza, difícil o imposiblemente definible, que sólo cabe experimentar, que únicamente es accesible a través de la propia vivencia. De modo que es necesario hacer ese gesto especial, o en su lugar decir aquello de... "hay una condición donde no hay tierra, ni agua, ni aire, ni luz, ni espacio, ni límites, ni sol ni luna...", etc. Personalmente, me quedo con el gesto.

    Todo esto viene a ser un pobre intento de explicar que no creo en absoluto que el Nirvana sea identificable con la nada, tal y como lo entendía don Jesús, mi amigo profesor. Para él era así porque su hastío y su deseo de desaparecer le hacían verlo de esa manera. A menudo me hablaba del absurdo de la existencia, de ese veneno que oscurecía cualquier ilusión o alegría (aun siendo él alguien de lo más vitalista). Y aunque añadía que ese reconocimiento no debía impedirnos el seguir caminando y que, a pesar de todo, había que abrazar a la vida, muchas de sus ideas dejaban traslucir su cansancio existencial. De esta forma acogía al Nirvana —sobre todo en los momentos de mayor desánimo— como una especie de descanso eterno, un diluirse en el cosmos, una pérdida definitiva de la identidad, de lo individual y concreto, donde poder entregarse voluntariamente a lo invisible e intangible, al vacío sin conciencia, que era lo que configuraba el vértice de su inclinación más íntima. Para mi amigo, el Nirvana era como hundirse en lo abstracto...
    Pero, insisto, no creo que sea así en realidad: el Buda hablaba del fin del sufrimiento, no de una dimensión final y absoluta contraria a la vida. En su mensaje se dejaba entrever como un mar abierto trascendido por la luz, no un océano indiferenciado y oscuro, un abismo en el que se deshacen seres y cosas, y en donde la vida y la conciencia se diluyen y se pierden. Si alguna vez vuelvo a ver a mi amigo, si es que aún sigue transitando por este mundo, así se lo haré saber.
    A mí, nirvana me suena en este momento a "mañana", como ésta misma que empieza ahora y en la que brilla un amable sol que invita a pasear libremente por los sonrientes caminos de hierba, entre la explosión alegre de las luces, junto al sereno río que murmura y canta en el centro del valle. No hay aquí flores de loto para alzar en un gesto revelador y relevante, pero no es necesario que las haya. Dejaré que los árboles escriban su vieja y verde música en el aire, y quizás llegue a ver, desde la vigilante orilla, cómo el silente nirvana destella sobre el nítido espejo del agua.
 

Antonio H. Martín
(4 de mayo, 2013)



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