Aquí escribo,
al filo de la noche,
en este cuaderno de cristal
y humo,
para ahuyentar las sombras.


Con la ventana abierta,
por si viene el pájaro
del sueño.

AMB







jueves, 28 de octubre de 2010

La huida




Esto lo escribí en 1994, hace ya dieciseis años (cómo pasa el tiempo), y lo publiqué aquí en noviembre del 2007, poco después de empezar este cuaderno nocturno, pero como parece que casi nadie lo ha leído, lo vuelvo a publicar, como un rescate del baúl. Es un cuento breve que no supo encontrar su final, y sigue sin encontrarlo...

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LA HUIDA


Aquella noche se sentía especialmente cansado. Nada más llegar a casa se metió en su cuarto y cerró la puerta. Encendió la pequeña lámpara de mesa, que dejaba todo medio en sombra, y se dejó caer en el sillón. Venía de pasear por la avenida y el parque, de andar sin rumbo durante horas entre escaparates extraños y árboles dormidos, de colarse en alguna taberna para beber uno o dos vinos, deprisa como siempre, para poder escapar pronto de aquel bullicio de máquinas tragaperras, de televisión y comentarios deportivos que tanto le ahogaba. No había ya, como antes, tabernas silenciosas, en penumbra, donde cuatro o cinco solitarios se sentaban a beber, a pensar, a recordar, quizá a olvidar… Tampoco estaba muy seguro de haber conocido estos lugares en el pasado. Tal vez sólo los había visto en alguna novela o película, o simplemente los había soñado. En cualquier caso, los prefería a estos modernos bares llenos de gente que hablaba a gritos como si estuviera medio sorda, o más bien, como si quisiera compensar lo vacío y absurdo de sus palabras subiendo el volumen. Si mi voz es más potente, si se oye más, yo soy más importante y más fuerte y lo que digo es más valioso. Así de payaso es el vulgar ser humano.
Ahora, en el silencio de su cuarto, estaba más a gusto, tranquilo. La botella de coñac que había sobre la mesa le invitaba a una copa. No debería beber tanto, pensó, y menos sin antes haber cenado algo. Sonriendo cogió la botella. Tantas cosas no debería hacer.

A su alrededor estaban los libros, sus viejos amigos de siempre, y también los discos, su amada música, puente veloz hacia otros mundos interiores, y los papeles donde a veces había intentado explicarse a si mismo, expresar su propio mundo contradictorio y lunático, sus problemas y sus sueños. Pero ahora no iba a leer ni a escuchar música, y mucho menos a escribir. Era noche de domingo, noche breve y amarga.
Últimamente había llegado a aborrecer estos días de fin de semana, con sus
noches huidizas. Tampoco es que en los días laborables le fuera mejor la cosa, pero un jueves, o mejor un viernes uno aún podía animarse, cargarse de imágenes, hilar algún proyecto, ilusionarse con algo. En el domingo esta luz se apagaba, se volvía vacía, imposible. El domingo no era más que la fría antesala del lunes, el umbral que daba a otra semana gris, a otra más, igual a las de siempre.

Encendió un cigarrillo y siguió dejando que el tiempo pasara. Era como un río invisible y espeso que se llevaba las cosas, las sensaciones, los recuerdos, los sueños; que lentamente, con un pesado silencio, se iba llevando la vida.
Era ya un experto en esto, lo había hecho muchas veces en los últimos años, pero lo hacía, este no hacer nada, con una rabia callada, con una oculta amargura. Algo en su interior se resistía aún a la derrota. No podía aceptar la inutilidad de sus sueños. Era demasiado pronto para eso. Andaba por los treinta y tantos, y ya una extraña clase de muerte le seguía de cerca. No, no podía ser. Todo esto de la realidad, del trabajo gris y el tiempo vacío no era más que un mal sueño. Algún día despertaría y volvería a ser el de antes, el buen soñador, el caminante, el seguidor de horizontes, el que sabía dónde estaba el pozo escondido del desierto.

Intentaba animarse con estos pensamientos, pero el tiempo, inexorable, le devolvía una y otra vez a su viejo sillón, a su ya viejo y sordo silencio, a su antigua impotencia. Se estaba haciendo tarde, había que acostarse, descansar unas horas antes de volver a la rutina del tedioso trabajo. Ya ni siquiera era domingo. La una de la noche. Lunes. Dentro de poco volvería a ver las mismas caras, a hacer las mismas cosas, a oír e incluso hablar el mismo idioma de siempre, extraño y absurdo, hecho de palabras que nunca decían nada. Esto era lo real, la medida, el orden, la prisión, lo que tenía poder sobre su vida, lo que engullía sus horas, sus días, sus noches y su sangre. Lo demás, lo otro, era sólo ilusión, esperanza, sueño.
Recordó aquellas palabras del lobo estepario, cuando se preguntaba si no habría llegado el momento de sufrir un accidente al afeitarse. Más de una vez había pensado en ello, y en alguna ocasión estuvo a punto de hacerlo. Pero siempre le ganaba la esperanza, siempre venía en su ayuda alguna imagen amable, algún recuerdo que él transmutaba en futuro, para seguir viviendo. No, no era esto lo que quería, sino lo otro, lo de romper la barrera del tiempo, neutralizar el veneno, cambiar su gris cotidiano por el azul de sus sueños. Volver a encontrar el pozo escondido en el desierto, y beber.
Dio un último y largo trago a su copa. Se levantó y apagó la lámpara. Iban a dar las dos, no había más tiempo. Si no se acostaba ahora, por la mañana estaría peor que de costumbre, y todo le pesaría aún más.
Había, sin embargo, una inusual sonrisa, una rara luz en su cara cuando se fue a dormir, quizá a soñar.

A eso de las ocho, el zumbido metálico del reloj empujó su conciencia y le trasladó a otro mundo, a este mundo. Abrió torpemente los ojos. Torpemente comenzó a percibir la luz, los sonidos, las formas y las ideas que debían colocarle en el lugar establecido. Seguía estando cansado, su cuerpo pesaba como si fuera de piedra. Otro día más, pensó, otro vacío más que añadir a su extensa colección llena de nada. Pero no había tiempo para pensar, los minutos corrían como locos sobre la esfera del reloj, como si tuvieran prisa por llegar a algún sitio. Luego, en el trabajo, se volverían lentos y pesados, como si quisieran alargarse en el espacio. También el tiempo era cruel.

De su casa al trabajo había unos veinte minutos de camino. Había que esquivar montones de coches nerviosos, y también montones de señoras tranquilas que volvían de dejar a sus hijos en el colegio y bloqueaban las aceras con su paso rutinario, lento, ruidoso. Luego estaban la compra del periódico, parada fugaz, y el café en el bar de la esquina. Lo mejor era el parque. A ciertos árboles los saludaba con una sonrisa. También a la pequeña fuente.
Algunas mañanas le asaltaba el deseo de quedarse allí, de perderse entre la arboleda y ganar así el tiempo. Como había hecho cuando era niño, cuando cargado con su cartera llena de libros, cuadernos y lápices, tomaba otro camino. Uno que no iba al maldito colegio.

Pero, en fin, uno ya era mayor y no podía pensar seriamente en esas cosas. Una breve ojeada al periódico ayudaba a fijar las coordenadas. Desde sus páginas grises -también grises-, tronaba la voz del mundo. Todo estaba allí, definido y concretado. Las imágenes y las palabras eran claras y rotundas. No había escapatoria. Ya sabía uno dónde estaba y lo que tenía que hacer. Apretó el paso...

(inconcluso)

Antonio HM. (1994)

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(la bella imagen de arriba la encontré en el blog "Depois de moitas luas", de Moisés Augusto, y lleva el título de "estrada do peregrino".)

martes, 26 de octubre de 2010

Los besos




Es un tema muy manido, y quizá suene a absurdo lo que voy a decir, pero... ¿qué son los besos?
Normalmente besamos a alguien como muestra de afecto y cariño. También está el beso de deseo, pero no es de éste del que hablo ahora, sino del otro, del que nos hace ver estrellas mientras lo realizamos.
Está claro que el beso, el que se da movido por un sentimiento amoroso, no es una caricia más, no es otro acercamiento, otro contacto corporal más, es algo especial. Hay una química distinta en el beso.

Cuando Hermann Hesse escribe este breve poema, aludiendo al beso, no está hablando de algo somero y de poca importancia, sino de algo que nos enciende por dentro, de algo rebosante de magia, que une a ambos seres de una forma inequívoca y plena.

Quisiera ser una flor
y que vinieses, despacio,
a cogerme para ti
en el hueco de tu mano.
Quisiera ser vino tinto
que tus labios endulzara,
en tus entrañas entrase
y nuestro mal atajara.


(Canción de amor, por H. Hesse)

Un beso es sólo un instante, que puede durar mucho o poco, pero un instante muy especial en el que los dos seres están como fuera del mundo, concentrados en su sentimiento, en su aceptación, en su entrega. Es como si ocurriera en ese momento la fusión de dos almas, dos energías luminosas que se juntan, por esa voluntad que llamamos "amor".
Algo parecido sucede con ciertos abrazos, pero creo que el beso es la expresión máxima de esto que digo.

Por otra parte, el beso no garantiza nada. En el momento siguiente, esas personas pueden separarse y no volverse a ver nunca más. El beso es sólo un beso, y no tiene contrato indefinido ni patente de corso que asegure ninguna continuidad en el tiempo. Pero, a pesar de ello, el beso es mucho. Aunque pase por nuestra vida como una estrella fugaz, siempre quedará el recuerdo, porque el beso es un acto, repito, especial, que toca y enlaza fibras muy interiores.

Cuando me vaya de este mundo, siguiendo el curso del río infinito, en el último día, mientras aún pueda mirar al lejano horizonte, lo que más recordaré de mi vida será precisamente eso: los besos.


Antonio H. Martín

(Madrid, 26 de octubre, 2010)



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- imagen de "Magia", vídeo musical de Rosana
- fotograma de la película "Verano del 42"

domingo, 24 de octubre de 2010

El último paso



Este vídeo, que encontré gracias a J. Miur (artífice del blog "Vagabundia"), me enfrenta a una idea, a una imagen, a un sentimiento...
La del último paso, ese que todos vamos a dar, más tarde o más temprano, y que cada uno se imagina a su manera. Por supuesto, me gusta cómo lo representa este breve vídeo, me gusta su tono positivo y amable. Nadie sabe, en realidad, cómo va a ser, pero esta manera está muy bien, como ejercicio de imaginación.
Ya sabemos que la imaginación es aliada del deseo, y ambos se mezclan con los sueños. Personalmente, he imaginado mi muerte de muchas formas diferentes, pero si pudiera elegir... ésta sería para mí una muy buena manera de irse.

Recuerdo ahora lo que escribía Castaneda sobre ese último paso: decía que un guerrero, un hombre de conocimiento, que había acumulado suficiente poder, tenía el derecho de hacer que la muerte se esperara... Así que ésta tenía que quedarse quieta, hasta que el guerrero ejecutara "su último baile", la última danza de su vida, en la que con sus movimientos expresaría todo lo que para él significó su vida, antes de que la muerte le llevara a cruzar el puente.

Yo no sé bailar, pero quizá podría entonar alguna canción de despedida, una que expresara, ante todo, agradecimiento por esa íntima alegría que me nació por dentro en alguno de esos atardeceres dorados con viento, en mi juventud, esos que luego iban seguidos de la sonrisa de la luna y el brillo de las estrellas, con esa música que sonaba entre el aire y las sombras, y que te contaba secretos inolvidables...


Antonio H.M.


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- vídeo: "Tir Nan Og", corto animado, dirigido por Fursy Teyssler

martes, 19 de octubre de 2010

Me he asomado por la verja...



Me he asomado por la verja
del viejo parque desierto:
todo parece sumido
en un nostálgico sueño.

Sobre la oscura arboleda,
en el transparente cielo
de la tarde, tiembla y brilla
un diamantino lucero.

Y del fondo de la umbría
llega acompasado el eco
de algún lago que se queja
al darle una gota un beso.

Mis ojos pierdo, soñando,
en la bruma del sendero;
una flor que se moría
ya se ha quedado sin pétalos.

De una rama amarillenta,
al temblar el aire fresco,
una pálida hoja mustia
dando vueltas cae al suelo.

Ramas y hojas se han movido,
un algo turba el misterio;
de lo espeso de la umbría,
como una nube de incienso,

surge una virgen fantástica
cuyo suavísimo cuerpo
se adivina vagamente
tras blanco y flotante velo;

sus ojos clava en los míos
y entre las sombras huyendo,
se pierde callada y triste
en el fondo del sendero.

Desde el profundo boscaje
llega monótono el eco
de algún lago que suspira
al darle una gota un beso.

Y allá sobre las magnolias,
en el transparente cielo
de la tarde, tiembla y brilla
una lágrima-lucero.

El jardín vuelve a sumirse
en melancólico sueño,
y un ruiseñor dulcemente
gime en el hondo silencio.


Juan Ramón Jiménez
(Rimas - 1902)


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- pintura de Santiago Rusinyol
- foto: Juan Ramón Jiménez

domingo, 17 de octubre de 2010

Un color en el cielo



Hay tardes, sobre todo en el otoño, en que se puede ver un color distinto en el cielo, sobre las nubes, apoyado en el horizonte y más arriba... Para mí son tardes especiales, porque siento que algo diferente e innombrable me está hablando. Y me gusta mucho lo que me dice. Aunque mi mente limitada no lo entienda, mi ser más íntimo siente que el mensaje es amistoso y positivo.
Y después llega el anochecer..., y ese color se transforma en tenues sombras y luces lejanas, pero el mensaje sigue siendo el mismo.
No sé bien qué es esto, sólo sé que desde siempre lo he sentido e interpretado como magia... Momentos en que el universo parece que te mira y te habla.
Y además reconozco esos momentos como el lugar inexpresable en que nací, aparte de fechas, aparte del tiempo.

Imagino que muchos han visto ese color distinto, apoyado en el horizonte y más arriba, desde que el mundo es mundo. Pero sólo los que han sentido su llamada, los que han sido tocados por él, se convierten en poetas, caminantes o bebedores de estrellas.
¿El destino? No puedo saberlo, pero sí sé que soy, a mi manera, uno de ellos.
Esto no nos concede un nivel superior, en ningún sentido, pero sí nos hace diferentes, porque algo muy dentro nuestro se ha impregnado de ese color, de esa música, de ese viento...


Antonio H. Martín
(17 de octubre, 2010)

sábado, 9 de octubre de 2010

En mi mundo


("Pintora en su Mundo", por Liz Hentschel.)


Este cuadro de la amiga Liz me hace recordar muy buenos momentos... De la época de cuando uno paseaba por el campo, a la orilla del río, con un libro en las manos, y a veces con un cuaderno y unos lápices de colores. La sensación entonces era la de estar en "mi mundo", una sensación inapreciable que me hacía sentir algo diferente, como si el mundo y yo estuviéramos de acuerdo en todo. Era un sentimiento de armonía lo que me embargaba.
Es muy bueno recordar estas cosas. Ahora no es así, no de igual manera, pero me alegra que aquello aún siga vivo dentro de mí.
Las muchas sombras que me ha deparado la experiencia no han podido borrar el entusiasmo de entonces.


Antonio H. M.


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- "Pintora en su Mundo", por Liz Hentschel
- "Árboles enamorados", por Antonio H. Martín