Juan Muntañola había cumplido treinta y ocho años dos días antes, y esta tarde de otoño, mientras caminaba por el parque de vuelta a casa, bajo una fina lluvia y pisando el lecho de hojas caídas, lento y con la mirada un tanto perdida, comprendió que su vida se había llenado de extrañeza.
Iba recordando los detalles de ese día de anteayer; un día que debería haber sido alegre, por la visita de amigos y familiares, pero que se quedó en una especie de mala obra teatral, en la que no brillaba nada, el público no aplaudía y donde hasta el apuntador miraba constantemente el reloj entre bostezos.
Recordó que su madre le propuso hacer un viaje juntos a los valles de León en la próxima primavera, los valles en los que había transcurrido parte de su infancia y que él había querido conocer hace tiempo. Pero su respuesta fue negativa, dijo que estaba muy ocupado y no tenía tiempo para viajes ociosos. Eso fue lo que dijo, pero lo que sintió fue algo muy distinto...
Juan, ante esa invitación a la aventura sentimental, se quedó frío como el hielo. Sonrió, agradeció la idea, se disculpó, y notó que un vacío le mordía por dentro.
En aquel momento no entendió bien qué le pasaba, cual era la causa de su reacción. Pero lo entendía ahora, mientras caminaba despacio sobre las hojas caídas. Algo en su interior se había roto, un dique, antaño orgulloso y fuerte, se había derrumbado, y un mar de extrañeza había anegado su pequeño mundo personal. No sabía con exactitud el por qué, pero reconocía que ése era el paisaje que le rodeaba. Un paisaje vacío de destellos, oscuro, invadido por la distancia.
Al llegar a casa lo primero que hizo fue sentarse a su mesa y coger su viejo cuaderno, y allí escribió:
Hace un par de días cumplí treinta y ocho años. Ya son muchas sombras en la pared de mi tiempo. Azul, rojo y verde van cediendo ante el empuje triste del gris y el negro.
Vino a verme mi madre, y luego mi hermana me llamó por teléfono para felicitarme, y mi padre. Y más tarde vinieron de visita mi hermano y su novia. Hablé con voz ronca, me entregué un poco, sonreí otro tanto, sentí frío, sentí nada.
Sombras en la pared de mi tiempo... ¡Pero qué tonterías estoy diciendo! Ni sombras ni nada.
Sólo un par de vivos ojos asombrados.
Ya de noche, bajó a tomar café al bar habitual (se había convertido en una costumbre), y escuchó estas palabras de uno de los presentes:
-Yo aquí me siento en mi territorio. Esto es zona nacional...
Las palabras, el tono y la excesiva cercanía del citado presente, le impelieron a apurar su café y a salir rápidamente de su
zona.
No es que sintiera temor, es que no quería castigar a su cansado estómago con una nueva náusea.
"La noche es mía", se dijo, "y voy sólo donde quiero".
De vuelta en casa, después de callejear un rato, se dedicó a mirar los libros, sus viejos amigos, pero no abrió ninguno. Sólo los miraba como desde lejos, desde muy lejos, quizá esperando alguna voz que le llamara. Pero no encontró más que silencio. Estaba claro que la extrañeza era ahora la dueña... Tan sólo llegó a coger uno de esos libros,
El extranjero, de Albert Camus, miró su portada, le dió vueltas con la mano, como el que calibra un objeto cualquiera, pero tampoco lo abrió y volvió a dejarlo en su sitio.
Luego se puso a revolver entre sus papeles, como si buscara algo, pero sin tener una conciencia clara de por qué lo hacía. Y se encontró con una pequeña foto. Allí se veía a un joven de unos veintidós años, con el pelo largo, bigote y una tenue sombra de barba. Su expresión era seria, y sus ojos miraban con fuerza, intensamente, amorosamente, a no se sabe qué sueño lejano.
Juan buscó en su memoria, pero no logró dar con su identidad. Después fue a mirarse en un espejo, por si acaso, pero no, qué va, en absoluto, nada que ver, concluyó.
Así que se quedó con la duda: "¿Quién era ese joven?", se preguntaba, "¿y por qué tengo yo su fotografía?".
Todo, hasta su propia imagen del pasado, se le había vuelto
extraño...
Antonio Martín
(16 de diciembre, 2009)