Aquí escribo,
al filo de la noche,
en este cuaderno de cristal
y humo,
para ahuyentar las sombras.


Con la ventana abierta,
por si viene el pájaro
del sueño.

AMB







viernes, 30 de octubre de 2009

Lord Dunsany




La próxima entrada de este cuaderno será un cuento de Lord Dunsany, uno titulado "La ventana maravillosa", de su libro The Book of Wonder, de 1912.
Pero antes quiero poner aquí, como presentación, una breve semblanza que le dedicó un escritor muy conocido, llamado Borges...




La literatura, nos dicen, empieza por cosmogonías y mitos; Edward John Moreton Drax Plunkett, Lord Dunsany, ensayó con felicidad ambos géneros en The Gods of Pegana (1905) y Time and the Gods (1906).
Se ha comparado la cosmogonía de Dunsany con la de William Blake, anterior en un siglo. Hay una diferencia esencial: la de Blake corresponde a una renovación total de la ética, que procede de Swedenborg y que Nietzsche prolongará; la de Lord Dunsany, a un libre y gozoso juego de la imaginación.
Matthew Arnold, en 1867, había declarado que lo esencial de la literatura celta es el sentimiento mágico de la naturaleza; la obra de Dunsany confirmaría espléndidamente esa aseveración.
En 1921 manifestó: "No escribo nunca sobre las cosas que he visto; escribo sobre las que he soñado".


Jorge Luis Borges

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Imágenes:

- Castillo de Dunsany
- Lord Dunsany

miércoles, 28 de octubre de 2009

La llave de plata




LA LLAVE DE PLATA


H. P. Lovecraft


    Cuando Randolph Carter cumplió los treinta años, perdió la llave de la puerta de los sueños. Anteriormente había compaginado la insulsez de la vida cotidiana con excursiones nocturnas a extrañas y antiguas ciudades situadas más allá del espacio, y a hermosas e increíbles regiones de unas tierras a las que se llega cruzando mares etéreos. Pero al alcanzar la edad madura sintió que iba perdiendo poco a poco esta capacidad de evasión, hasta que finalmente le desapareció por completo. Ya no pudieron hacerse a la mar sus galeras para remontar el río Oukranos, hasta más allá de las doradas agujas de campanario de Thran, ni vagar sus caravanas de elefantes a través de las fragantes selvas de Kled, donde duermen bajo la luna, hermosos e inalterables, unos palacios de veteadas columnas de marfil.

    Había leído mucho acerca de cosas reales, y había hablado con demasiada gente. Los filósofos, con su mejor intención, le habían enseñado a mirar las cosas en sus mutuas relaciones lógicas, y a analizar los procesos que originaban sus pensamientos y sus desvaríos. Había desaparecido el encanto, y había olvidado que toda la vida no es más que un conjunto de imágenes existentes en nuestro cerebro, sin que se dé diferencia alguna entre las que nacen de las cosas reales y las engendradas por sueños que sólo tienen lugar en la intimidad, ni ningún motivo para considerar las unas por encima de las otras. La costumbre le había atiborrado los oídos con un respeto supersticioso por todo lo que es tangible y existe físicamente. Los sabios le habían dicho que sus ingenuas figuraciones eran insulsas y pueriles, y más absurdas aún, puesto que los soñadores se empeñan en considerarlas llenas de sentido e intención, mientras el ciego universo va dando vueltas sin objeto, de la nada a las cosas, y de las cosas a la nada otra vez, sin preocuparse ni interesarse por la existencia ni por las súplicas de unos espíritus fugaces que brillan y se consumen como una chispa efímera en la oscuridad.
    Le habían encadenado a las cosas de la realidad, y luego le habían explicado el funcionamiento de esas cosas, hasta que todo misterio hubo desaparecido del mundo. Cuando se lamentó y sintió deseos imperiosos de huir a las regiones crepusculares donde la magia moldeaba hasta los más pequeños detalles de la vida, y convertía sus meras asociaciones mentales en paisaje de asombrosa e inextinguible delicia, le encauzaron en cambio hacia los últimos prodigios de la ciencia, invitándole a descubrir lo maravilloso en los vórtices del átomo y el misterio en las dimensiones del cielo. Y cuando hubo fracasado, y no encontró lo que buscaba en un terreno donde todo era conocido y susceptible de medida según leyes concretas, le dijeron que le faltaba imaginación y que no estaba maduro todavía, ya que prefería la ilusión de los sueños al mundo de nuestra creación física.

    De este modo, Carter había intentado hacer lo que los demás, esforzándose por convencerse de que los sucesos y las emociones de la vida ordinaria eran más importantes que las fantasías de los espíritus más exquisitos y delicados. Admitió, cuando se lo dijeron, que el dolor animal de un cerdo apaleado, o de un labrador dispéptico de la vida real, es más importante que la incomparable belleza de Narath, la ciudad de las cien puertas labradas, con sus cúpulas de calcedonia, que él recordaba confusamente de sus sueños; y bajo la dirección de tan sabios caballeros fomentó laboriosamente su sentido de la compasión y de la tragedia.
    De cuando en cuando, no obstante, le resultaba inevitable considerar cuán triviales, veleidosas y carentes de sentido eran todas las aspiraciones humanas, y cuán contradictoriamente contrastaban los impulsos de nuestra vida real con los pomposos ideales que aquellos dignos señores proclamaban defender. Otras veces miraba con ironía los principios con los cuales le habían enseñado a combatir la extravagancia y artificiosidad de los sueños; porque él veía que la vida diaria de nuestro mundo es en todo igual de extravagante y artificiosa, y muchísimo menos valiosa a este respecto, debido a su escasa belleza y a su estúpida obstinación en no querer admitir su propia falta de razones y propósitos. De este modo, se fue convirtiendo en una especie de amargo humorista, sin darse cuenta de que incluso el humor carece de sentido en un universo estúpido y privado de cualquier tipo de autenticidad.

    En los primeros días de esta servidumbre, se refugió en la fe mansa y santurrona que sus padres le habían inculcado con ingenua confianza, ya que le pareció que de ella nacían místicos senderos que le ofrecían alguna posibilidad de evadirse de esta vida. Sólo una observación más cuidadosa le hizo comprender la falta de fantasía y de belleza, la rancia y prosaica vulgaridad, la gravedad de lechuza y las grotescas pretensiones de inquebrantable fe que reinaban de manera aplastante y opresiva entre la mayor parte de quienes la profesaban; o le hizo sentir plenamente la torpeza con que trataban de mantenerla viva, como si aún fuera el intento de una raza primordial por combatir los terrores de lo desconocido. A Carter le aburría la solemnidad con que la gente trataba de interpretar la realidad terrenal a partir de viejos mitos, que a cada paso eran refutados por su propia ciencia jactanciosa. Y esta seriedad inoportuna y fuera de lugar mató el interés que podía haber sentido por las antiguas creencias, de haberse limitado a ofrecer ritos sonoros y expansiones emocionales con su auténtico significado de pura fantasía.
    Pero cuando comenzó a estudiar a los filósofos que habían derribado los viejos mitos, los encontró aún más detestables que quienes los habían respetado. No sabían esos filósofos que la belleza estriba en la armonía, y que el encanto de la vida no obedece a regla alguna en este cosmos sin objeto, sino únicamente a su consonancia con los sueños y los sentimientos que han modelado ciegamente nuestras pequeñas esferas a partir del caos. No veían que el bien y el mal, y la felicidad y la belleza, son únicamente productos ornamentales de nuestro punto de vista, que su único valor reside en su relación con lo que por azar pensaron y sintieron nuestros padres; y que sus características, aun las más sutiles, son diferentes en cada raza y en cada cultura. En cambio, negaban todas estas cosas rotundamente, o las explicaban mediante los instintos vagos y primitivos que todos compartimos con las bestias y los patanes; de este modo, sus vidas se arrastraban penosamente por el dolor, la fealdad y el desequilibrio; aunque , eso sí, henchidas del ridículo orgullo de haber escapado de un mundo que en realidad no era menos sólido que el que ahora les sostenía. Lo único que habían hecho era cambiar los falsos dioses del temor y de la fe ciega por los de la licencia y de la anarquía.

    Carter apenas gozaba de estas modernas libertades, porque resultaban mezquinas e inmundas a su espíritu amante de la belleza única; por otra parte, su razón se rebelaba contra la lógica endeble mediante la cual sus paladines pretendían adornar los brutales impulsos humanos con la santidad arrebatada a los ídolos que acababan de deponer. Veía que la mayor parte de la gente, como el mismo clero desacreditado, seguía sin poder sustraerse a la ilusión de que la vida tiene un sentido distinto del que los hombres le atribuyen, ni establecer una diferencia entre las nociones de ética y belleza, aun cuando, según sus descubrimientos científicos, toda la naturaleza proclama a los cuatro vientos su irracionalidad y su impersonal amoralidad. Predispuestos y fanáticos por las ilusiones preconcebidas de justicia, libertad y conformismo, habían arrumbado el antiguo saber, las antiguas vías y las antiguas creencias; y jamás se habían parado a pensar que ese saber y esas vías seguían siendo la única base de los pensamientos y de los criterios actuales, los únicos guías y las únicas normas de un universo carente de sentido, de objetivos estables y de hitos fijos. Una vez perdidos estos marcos artificiales de referencia, sus vidas quedaron privadas de dirección y de interés, hasta que finalmente tuvieron que ahogar el tedio en el bullicio y en la pretendida utilidad de las prisas, en el aturdimiento y en la excitación, en bárbaras expansiones y en placeres bestiales. Y cuando se hallaron hartos de todo esto, o decepcionados, o la náusea les hizo reaccionar, entonces se entregaron a la ironía y a la mordacidad, y echaron la culpa de todo al orden social. Jamás lograron darse cuenta de que sus principios eran tan inestables y contradictorios como los dioses de sus mayores, ni de que la satisfacción de un momento es la ruina del siguiente. La belleza serena y duradera sólo se halla en los sueños; pero este consuelo ha sido rechazado por el mundo cuando, en su adoración de lo real, arrojó de sí los secretos de la infancia.

    En medio de este caos de falsedades e inquietudes, Carter intentó vivir como correspondía a un hombre digno, de sentido común y buena familia. Cuando sus sueños fueron palideciendo por la edad y su sentido del ridículo, no los pudo sustituir por ninguna creencia; pero su amor por la armonía le impidió apartarse de los senderos propios de su raza y condición. Caminaba impasible por las ciudades de los hombres, y suspiraba porque ningún escenario le parecía enteramente real, porque cada vez que veía los rojos destellos del sol reflejados en los altos tejados, o las primeras luces del anochecer en las plazoletas solitarias, recordaba los sueños que había vivido de niño, y añoraba los países etéreos que ya no podía encontrar. Viajar era sólo una burla; ni siquiera la Guerra Mundial le conmovió gran cosa, aunque participó en ella desde el principio en la Legión Extranjera de Francia. Durante cierto tiempo trató de buscar amigos, pero no tardó en darse cuenta de que todos ellos eran groseros, banales y monótonos, y demasiado apegados a las cosas terrenales. Se alegraba vagamente de no tener trato con sus familiares, porque ninguno le habría sabido comprender, excepto, quizá, su abuelo y su tío abuelo Christopher; pero hacía tiempo que ambos habían muerto.
    Entonces comenzó a escribir libros de nuevo, cosa que no hacía desde que los sueños le habían abandonado. Pero tampoco encontró en ello ninguna satisfacción ni desahogo, porque aún sus pensamientos eran demasiado mundanos, y no podía pensar en cosas hermosas, como antes. Los destellos de humor irónico echaban abajo los alminares fantasmales que su imaginación erigía, y su terrenal aversión por todo lo inverosímil marchitaba las flores más delicadas y fascinantes de sus maravillosos jardines. La religiosidad convencional que adjudicaba a sus personajes los impregnaba de un sentimentalismo empalagoso, en tanto que el mito del realismo y de la necesidad de pintar acontecimientos y emociones vulgarmente humanos, degradaban toda su elevada fantasía, convirtiéndola en un fárrago de alegorías mal disimuladas y superficiales sátiras de la sociedad. Así, sus nuevas novelas alcanzaron un éxito que jamás habían conocido las de antes; pero al comprender cuán insulsas debían ser para agradar a la vana muchedumbre, las quemó todas y dejó de escribir. Eran unas novelas triviales y elegantes, en las que se sonreía educadamente de los propios sueños que apenas si describía por encima; pero se dio cuenta de que eran artificiosas y falsas, y carecían de vida.

    Después de estos intentos se dedicó a cultivar el ensueño deliberado, y ahondó en el terreno de lo grotesco y de lo excéntrico, como buscando un antídoto contra los anteriores lugares comunes. Estos campos no tardaron, sin embargo, en poner de manifiesto su pobreza y su esterilidad; y pronto se dio cuenta de que las habituales creencias ocultistas son tan escasas e inflexibles como las científicas, aunque desprovistas de toda verosimilitud. La estupidez grosera, la superchería y la incoherencia de las ideas no son sueños, ni ofrecen a un espíritu superior ninguna posibilidad de evadirse de la vida real. Así, pues, Carter compró libros aun más extraños, y buscó escritores más profundos y terribles, de fantástica erudición; se sumergió en los arcanos menos estudiados de la conciencia, ahondó en los profundos secretos de la vida, de la leyenda y de la remota antigüedad, y aprendió cosas que le dejaron marcado para siempre. Decidió vivir a su modo y amuebló su casa de Boston de forma que pudiera armonizar con sus cambios de humor. Consagró una habitación a cada uno de ellos, y las pintó con los colores adecuados, disponiendo en ellas los libros convenientes y dotándolas de objetos y aparatos que le proporcionasen las sensaciones requeridas en cuanto a luz, calor, sonidos, sabores y aromas.

    Una vez oyó hablar de un hombre al cual, allá en el Sur, le rehuían y le temían todos por las cosas blasfemas que leía en arcaicos libros y en tabletas de arcilla que había conseguido traer clandestinamente de la India y de Arabia. Y fue a visitarlo, y vivió con él, y compartió sus estudios durante siete años, hasta que una noche les sorprendió el horror en un viejo cementerio desconocido, del que, de los dos que habían entrado, sólo uno regresó. Entonces volvió a Arkham, la ciudad terrible y embrujada de Nueva Inglaterra, donde habían vivido sus antepasados, y allí hizo experiencias en la oscuridad, entre sauces venerables y ruinosos tejados, que le hicieron sellar para siempre ciertas páginas del diario de uno de sus predecesores, de una mentalidad excepcionalmente tenebrosa. Pero estos horrores sólo le llevaron hasta los límites de la realidad; y no pudiendo traspasarlos, no llegó a la auténtica región de los sueños por la que él había vagado durante su juventud. De este modo, cuando cumplió los cincuenta años, perdió toda esperanza de paz o de felicidad, en un mundo demasiado atareado para percibir la belleza y demasiado intelectual para tolerar los sueños.
    Habiendo comprendido al fin la fatalidad de todas las cosas reales, Carter pasó sus días en soledad, recordando con añoranza los sueños perdidos de su juventud. Consideró que era una estupidez seguir viviendo de esa manera, y por mediación de un sudamericano, conocido suyo, consiguió una poción muy singular, capaz de sumirle sin sufrimiento en el olvido de la muerte. La desidia y la fuerza de la costumbre, no obstante, le hicieron aplazar esta decisión, y siguió languideciendo sin resolverse a poner fin a su vida, y vagando por el mundo de sus recuerdos. Quitó las extrañas colgaduras de las paredes y volvió a arreglar la casa como en sus primeros años de juventud: repuso las cortinas purpúreas, los muebles victorianos y todo lo demás.

    Con el paso del tiempo, casi llegó a alegrarse de haber diferido su determinación, ya que sus recuerdos de juventud y su ruptura con el mundo hicieron que la vida y sus sofisterías le pareciesen muy distantes e irreales, tanto más cuanto que a ello se añadió un toque de magia y esperanza que ahora empezaba a deslizarse en sus descansos nocturnos. Durante años, en sus noches de ensueño, sólo había visto los reflejos deformados de las cosas cotidianas, tal como las veían los más vulgares soñadores; pero ahora comenzaba a vislumbrar de nuevo el resplandor de un mundo extraño y fantástico, de una naturaleza confusa aunque pavorosamente inminente, que adoptaba la forma de escenas nítidas de sus tiempos de niñez y le hacía recordar hechos y cosas intrascendentes, largo tiempo olvidados. A menudo se despertaba llamando a su madre y a su abuelo, cuando hacía ya un cuarto de siglo que ambos descansaban en sus tumbas.
Luego, una noche, su abuelo le recordó la llave. Aquel sabio de cabeza encanecida, con la misma apariencia de vida que en sus buenos tiempos, le habló larga y seriamente de su rancia estirpe y de las extrañas visiones que habían tenido aquellos hombres refinados y sensibles que eran sus antepasados. Le habló del cruzado de ojos llameantes, y de los crueles secretos que éste aprendió de los sarracenos durante el tiempo que lo tuvieron en cautiverio; del primer sir Randolph Carter, que estudió artes mágicas en tiempos de la reina Isabel. Asimismo, le habló de Edmund Carter, que estuvo a punto de ser ahorcado con las brujas de la ciudad de Salem, y que había guardado en una caja una gran llave de plata que había recibido de manos de sus mayores. Antes que Carter despertara, su etéreo visitante le dijo dónde encontraría la caja y que se trataba de un cofrecillo de prodigiosa antigüedad, cuya tosca tapa, tallada en madera de roble, no había abierto mano alguna desde hacía doscientos años.

    Entre el polvo y las sombras del desván lo encontró, remoto y olvidado en el último cajón de una enorme cómoda. El cofrecillo era como de un pie cuadrado, y tenía unos bajorrelieves góticos tan tenebrosos, que no se extrañó de que nadie se hubiera atrevido a abrirlo desde los tiempos de Edmund Carter. No sonó nada dentro al sacudirlo, pero despidió místicos perfumes de especias olvidadas. Lo de que contenía una llave no era, sin duda alguna, más que una oscura leyenda. Ni siquiera el padre de Randolph Carter había sabido nunca que existiese tal cofrecillo. Estaba reforzado con tiras de hierro herrumbroso y no parecía haber medio alguno de abrir su imponente cerradura. Carter tenía el vago presentimiento de que dentro encontraría la llave de la perdida puerta de los sueños, pero su abuelo no le había dicho una sola palabra de cómo y dónde usarla.
    Un viejo criado suyo forzó la tapa esculpida; y al hacerlo, las horribles caras les miraron desde la madera ennegrecida. En el interior, un pergamino descolorido envolvía una enorme llave de plata deslustrada, labrada con misteriosos arabescos; pero no había allí explicación legible de ninguna clase. El pergamino era voluminoso, y estaba cubierto de extraños jeroglíficos pertenecientes a una lengua desconocida, trazados con un antiguo junco. Carter reconoció en ellos los mismos caracteres que había visto en cierto rollo de papiro que perteneciera al terrible sabio del Sur, el que desapareció una noche en determinado cementerio de remota antigüedad. Aquel hombre se estremecía siempre que consultaba el rollo, y Carter tembló ahora también.
    Pero limpió la llave y la conservó esa noche a su lado, metida en su aromático estuche de roble viejo. Entre tanto, sus sueños se fueron haciendo más vívidos y, aunque en ellos no aparecía ninguna de aquellas extrañas ciudades, ni los increíbles jardines de sus viejos tiempos, fueron adquiriendo un significado definido cuya finalidad no dejaba lugar a dudas. Era llamado en sueños desde un pasado remoto, y se sentía arrastrado por las voluntades unidas de todos sus antepasados hacia alguna fuente oculta y ancestral. Entonces comprendió que debía penetrar en el pasado y confundirse con las viejas cosas; y día tras día pensó en las colinas del norte, donde se hallan la encantada ciudad de Arkham y el impetuoso Miskatonic, y la rústica y solitaria morada de su familia.

    Bajo la lívida luz del otoño, Carter emprendió el viejo camino a través de un mágico panorama de colinas onduladas y de prados cercados de piedra, y atravesó el valle lejano de laderas cubiertas de bosque, recorrió la serpeante carretera, pasó junto a las abrigadas granjas y bordeó los meandros cristalinos del Miskatonic, cruzado aquí y allá por rústicos puentecillos de madera o de piedra. En una de sus curvas vio el grupo de olmos gigantescos donde había desaparecido misteriosamente uno de sus antepasados hacía ciento cincuenta años, y se estremeció al sentir el viento que soplaba de modo significativo entre sus troncos. Luego apareció la casa solitaria y ruinosa del viejo Goody Fowler, el brujo, con sus ventanucos endemoniados y su gran tejado que descendía casi hasta el suelo por la parte de atrás. Pisó el acelerador al pasar por delante, y no moderó la marcha hasta haber coronado la colina donde había nacido su madre, y los padres de su madre, en un blanco y viejo caserón que todavía conservaba su imponente aspecto desde la carretera, colgado sobre un paisaje trágico y maravilloso de rocosas pendientes y valles verdeantes, en cuyo horizonte se divisaban los lejanos campanarios de Kingsport, y aún más allá se adivinaba la presencia de un mar arcaico y henchido de sueños.
    Luego vino la ladera de monte bajo donde se alzaba la mansión que Carter no había visitado desde hacía cuarenta años. Caía ya la tarde cuando llegó al pie del lugar, y a mitad de camino se detuvo a contemplar la extensa comarca dorada y celestial, inundada por la luz sesgada del sol poniente. Toda la fantasía y el anhelo de sus sueños recientes parecían encarnar en este paisaje apacible y extraño que le sugería la ignorada soledad de otros planetas. Recorrió con la mirada el tapiz desierto de los prados que se estremecía entre tapias derruidas y mágicos macizos de bosque que destacaban por encima del ondulado perfil de las colinas, y el valle espectral, poblado de árboles, que se precipitaba entre sombras hacia los húmedos bordes de los riachuelos cuyas aguas sollozaban al discurrir gorgoteantes entre hinchadas y retorcidas raíces.

    Algo le dijo que su automóvil no pertenecía a este universo, así que lo dejó junto al límite del bosque y, metiéndose la enorme llave en el bolsillo de la chaqueta, siguió subiendo a pie por la cuesta. Se internó en lo profundo del bosque, aun a sabiendas de que el edificio estaba en lo alto de una loma totalmente despejada de árboles, excepto por el norte. Se preguntó qué aspecto ofrecería la casa, puesto que estaba vacía y abandonada, en parte por culpa suya, desde la muerte de su extraño tío abuelo Christopher, ocurrida hacía treinta años. Durante su niñez había pasado largas temporadas allí, y había descubierto extrañas maravillas en los bosques que se extendían al otro lado del huerto.
    Las sombras se hicieron más densas a su alrededor, porque la noche estaba cerca. A su derecha, se abrió entre los árboles un calvero, de suerte que, durante un momento, pudo distinguir leguas y leguas de praderas bañadas de luz crepuscular; y al fondo, el campanario de la Congregación, que se alzaba sobre la Colina Central de Kingsport. Arrebolados con el último resplandor del día, los cristales redondos de las lejanas ventanitas parecían despedir llamaradas de fuego. Sin embargo, al sumergirse de nuevo en las sombras, recordó de pronto, con un sobresalto, que esta visión fugaz no podía proceder sino de algún trasfondo de su memoria infantil, ya que hacía mucho tiempo que la iglesia había sido derruida para construir en su lugar el Hospital de la Congregación. Había leído la noticia con interés, ya que el periódico hablaba además de las extrañas galerías o pasadizos que se habían encontrado en la roca, bajo sus cimientos.

    A través de su confusión, le pareció oír una voz aflautada, y al reconocer su acento familiar después de tantos años, sintió un nuevo escalofrío. Benjiah Corey, el antiguo criado de su tío Christopher, era ya un anciano en aquella época lejana de su niñez en que venía a pasar temporadas enteras al viejo caserón. Ahora tendría más de ciento cincuenta años; pero aquella voz cascada no podía ser de nadie más. Carter no pudo distinguir lo que decía, pero el tono era inconfundible y obsesionante. ¡Quién iba a decir que el “Viejo Benjy” aún estaba vivo!
    -¡Señorito Randy! ¡Señorito Randy! ¿Dónde estás? ¿Quieres matar de un disgusto a tu tía Martha? ¿No te dijo que no te alejaras de la casa cara a la noche, y que volvieras antes de oscurecer? ¡Randy! ¡Ran...dyyy! En mi vida he visto un chiquillo que le guste tanto corretear por el bosque; se pasa el día merodeando por esa maldita caverna de serpientes... ¡Eh, Ran...dyyy!
    Randolph Carter se paró en la densa oscuridad y se restregó los ojos con la mano. Era muy extraño. Algo no andaba bien. Se encontraba en un paraje donde no debía estar; se había extraviado en unos lugares muy apartados, adonde no debía haber ido, y ahora era imperdonablemente tarde. No había mirado la hora en el reloj del campanario de Kingsport, aun cuando podía haberla visto fácilmente con su catalejo de bolsillo; pero sabía que su retraso era algo muy extraño y sin precedentes. No estaba seguro de haberse traído consigo el catalejo, y se metió la mano en el bolsillo de la blusa para cerciorarse. No, no lo traía; pero en cambio llevaba una llave de plata que había encontrado en alguna parte, dentro de una caja. Tío Chris le dijo una vez algo muy raro acerca de una arqueta cerrada donde había una llave, pero tía Martha le hizo callar bruscamente, diciendo que no debía contar historias de ese género a un muchacho que ya tenía la cabeza demasiado llena de quimeras. Entonces intentó recordar exactamente dónde había encontrado la llave, pero todo era muy confuso. Se preguntó si no sería en el desván de su casa de Boston, y se acordó vagamente de haber sobornado a Parks con el sueldo de media semana para que le ayudara a abrir la caja, y guardara silencio después; pero al evocar la escena, la cara de Parks le resultó muy extraña, como si las arrugas de innumerables años hubieran hecho presa de pronto en el vivo y menudo cockney.
    -¡Ran... dyyy! ¡Ran... dyyy! ¡Eh! ¡Eh! ¡Randy!
    Una linterna oscilante apareció por la curva oscura, y el viejo Benjiah se arrojó sobre la silueta silenciosa y perpleja de Carter.
    -¡Maldito crío, ahí estabas tú! ¿No tienes lengua en la boca, que no contestas? ¡Hace media hora que te estoy llamando, y me has tenido que oír hace rato! ¿Es que no sabes que tu tía Martha está la mar de preocupada por tu culpa? ¡Espera y verás, cuando se lo diga a tu tío Chris! ¡Deberías saber que estos bosques no son lugar a propósito para andar por ahí a estas horas! Te puedes tropezar con cosas malas, de las que nada bueno puedes esperar, como mi abuelo sabía muy bien antes que yo. ¡Vamos, señorito Randy, o Hanna no nos guardará la cena!

    De este modo, Carter se vio arrastrado cuesta arriba, hacia donde brillaban fascinantes las estrellas a través de los altos ramajes otoñales. Y oyeron ladrar a los perros, y vieron la luz amarillenta de las ventanas tras la última revuelta del camino, y contemplaron el parpadeo de las Pléyades por encima del calvero donde se erguía un gran tejado negro contra el agonizante crepúsculo de poniente. Tía Martha estaba en el umbral, y no regañó demasiado al pequeño tunante cuando Benjiah lo hizo entrar. Demasiado bien sabía por tío Chris que estas cosas eran propias de los Carter. Randolph no le enseñó la llave, sino que cenó en silencio y sólo protestó cuando llegó la hora de acostarse. El solía soñar mejor despierto, y por otra parte, quería utilizar la llave aquella.

    A la mañana siguiente, Randolph se levantó temprano, y habría echado a correr hacia la arboleda de arriba, si su tío Chris no le hubiera cogido, obligándole a sentarse a desayunar. Impaciente, paseó la mirada a su alrededor, por aquella estancia de suelo inclinado, por la alfombra andrajosa, por las descubiertas vigas del techo y por los pilares angulares, y sólo sonrió cuando las ramas del huerto arañaron los cristales de la ventana del fondo. Los árboles y las colinas estaban allí cerca, a su lado, y constituían las puertas de aquel reino intemporal que era su verdadera patria.
    Luego, cuando le dejaron libre, se tentó el bolsillo de la blusa para ver si tenía la llave; y al ver que sí, cruzó el huerto y echó hacia arriba, por donde el monte se elevaba hasta por encima del calvero. El suelo del bosque estaba tapizado de musgo y de misterio. Los grandes peñascos cubiertos de líquenes se erguían vagamente, bajo la luz difusa, como enormes monolitos druidas entre los troncos inmensos y retorcidos de un bosque sagrado. A mitad de su ascenso, Randolph cruzó un torrente cuyas cascadas, un poco más abajo, cantaban misteriosos sortilegios a los faunos escondidos, a los egipanes y a las dríadas.

    Luego llegó a la extraña cueva que se abría en la falda del monte, a la temible Caverna de las Serpientes que la gente del campo solía rehuir, y de la que pretendía mantenerle alejado Benjiah. La cueva era profunda, más profunda de lo que cualquiera habría sospechado, porque Randolph había descubierto una hendidura en el rincón más profundo y oscuro, que daba acceso a otra gruta más grande aún: a un espacio secreto y sepulcral cuyas graníticas paredes daban la impresión de haber sido trabajadas por un ser inteligente. Esta vez entró reptando, como en las demás ocasiones, y alumbrándose con las cerillas que había cogido del cuarto de estar, y se deslizó por la grieta del final con una ansiedad inexplicable para sí mismo. No sabía por qué razón se aproximó a la pared del fondo con tanta resolución, ni por qué sacó instintivamente la gran llave de plata. Pero siguió adelante; y cuando, aquella noche, regresó excitado a casa, no dio ninguna explicación por su tardanza, ni prestó la más mínima atención a la regañina que se ganó por haber ignorado totalmente la llamada de cuerno que anunciaba la comida de mediodía.


    Hoy coinciden todos los parientes lejanos de Randolph Carter en que, cuando éste tenía diez años, ocurrió algo que despertó su imaginación. Su primo Ernest B. Aspinwall, de Chicago, es diez años mayor que él, y recuerda muy bien el cambio operado en el muchacho después del otoño de 1883. Randolph había contemplado paisajes fantásticos, como nadie los ha contemplado en la vida; pero más extraños aún eran algunos de los poderes que mostró en relación con cosas muy reales. Parecía, en suma, haber adquirido el don singular de la profecía, y a veces reaccionaba de un modo extraño ante cosas que, pese a carecer totalmente de importancia en aquel momento, justificaban más tarde sus singulares actitudes. En el curso de los decenios subsiguientes, a medida que se inscribían nuevos inventos, nuevos nombres y nuevos acontecimientos en el libro de la historia, la gente podía recordar sorprendida cómo Carter se había referido años antes a cosas que de algún modo, pero inequívocamente, se relacionaban con ellos. El mismo no comprendía sus propias palabras, ni sabía por qué ciertas cosas le producían determinada emoción, aunque suponía que ello era debido seguramente a algún sueño que a la sazón no lograba recordar. A principios de 1897, cuando cierto viajero mencionó el pueblo francés de Belloy-en-Santerre, se puso pálido, y sus amigos lo recordaron después porque, en 1916, durante la Guerra Mundial, recibió en ese pueblo una herida que estuvo a punto de costarle la vida.

    Los parientes de Carter hablan a menudo de todo esto, porque él ha desaparecido recientemente. Su viejo criado, el menudo Parks, que durante muchos años había soportado con paciencia sus extravagancias, fue el último que le vio aquella mañana en que cogió el coche y se fue con una llave que acababa de encontrar. Parks le había ayudado a sacar la llave del antiguo cofrecillo que la contenía, y se sentía singularmente impresionado por los grotescos relieves que adornaban dicha arqueta, y por alguna otra causa que no le era posible referir. Cuando Carter se marchó, dejó dicho que iba a los alrededores de Arkham a visitar la comarca de sus antepasados.
    A mitad de la cuesta del Monte del Olmo, por la carretera que va hacia las ruinas de la morada solariega de los Carter, encontraron el coche cuidadosamente aparcado en la cuneta. Dentro encontraron un cofrecillo de aromática madera, adornado con unos relieves que llenaron de pavor a los campesinos que dieron con el vehículo. Este cofrecillo contenía tan sólo un pergamino, cuyos caracteres no pudieron descifrar ni lingüistas ni paleógrafos. La lluvia había borrado las huellas de sus pasos, pero parece que la policía de Boston podría haber dicho mucho sobre el desorden que reinaba entre las vigas derrumbadas de la mansión de los Carter. Era, según dijeron, como si alguien hubiera andado revolviendo entre las ruinas recientemente. Encontraron, algo más allá, un pañuelo blanco de bolsillo entre las rocas del bosque, pero no pudieron demostrar que pertenecía al desaparecido.

    Entre los herederos de Randolph Carter se habla de repartir sus bienes, pero yo pienso oponerme firmemente a ello porque no creo que haya muerto. Existen repliegues en el tiempo y en el espacio, en la fantasía y en la realidad, que sólo un soñador puede adivinar; y, por lo que sé de Carter, creo que lo que ha sucedido es que ha descubierto un medio de atravesar estos nebulosos laberintos. Si volverá o no alguna vez, es cosa que no puedo afirmar. El buscaba las perdidas regiones de sus sueños y sentía nostalgia por los días de su niñez. Después encontró una llave, y me inclino a creer que logró utilizarla para sus extraños fines.
Se lo preguntaré cuando le vea, porque espero encontrarlo en cierta ciudad soñada que ambos solíamos frecuentar. Se dice en Ulthar, comarca que se extiende al otro lado del río Skai, que un nuevo rey ocupa el trono de ópalo de Ilek-Vad, la ciudad fabulosa de infinitos torreones que se asienta en lo alto de los acantilados de cristal que dominan ese mar crepuscular donde los Gnorri, seres barbudos con aletas natatorias, construyen sus singulares laberintos; y creo que sé cómo interpretar este rumor. Ciertamente, espero con impaciencia el momento de contemplar esa gran llave de plata, porque en sus misteriosos arabescos pueden estar simbolizados todos los designios y secretos de un cosmos ciegamente impersonal.



Howard Phillips Lovecraft




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- "The Silver Key" (1929), por H. P. Lovecraft
- edición de Rafael Llopis
- traductor: F. Torres Oliver
- Alianza Editorial (Madrid, 1971)



lunes, 26 de octubre de 2009

La noche del lobo



Siempre me han gustado los lobos, me enamora su presencia, su mirada intensa, su figura gris que corre entre la nieve del bosque como un duende de niebla.
No es por casualidad que me considere a mí mismo un "lobo estepario"... En gran parte es un homenaje a Hesse y a su Steppenwolf, pero también un reconocimiento de mi propia naturaleza.
Una querida amiga me ha enviado este vídeo, en el que se muestran hermosas fotos de mis "primos hermanos", acompañadas por la música de la película aquella de Kevin Costner, y he querido compartirlo con vosotros.
Nunca he bailado con lobos, pero seguro que sería capaz de hacerlo. Son mis amigos.
Y además, esta noche puede que sea la noche del lobo. La luna sonríe desde lo oscuro, arropada con su manta de sueños, azul y sombra, y el extraño se acerca...

AC.
(26 de octubre, 2009)



          

sábado, 24 de octubre de 2009

Sobre lo absurdo



Madrid, 5 de Junio, 1990


Sr. Director de El País:

El jueves pasado, 31 de Mayo, publicó usted en su periódico un breve relato titulado "Purgatorio", firmado por el novelista Javier García Sánchez, el cual tuve que reconocer como sintomático y representativo de la época en que vivimos. Y esto es así, no porque uno posea un conocimiento especial, erudito, de esta época, sino simplemente por el hecho, muchas veces doloroso, de vivir en ella y constatar en mi propia piel los múltiples y mayoritariamente lamentables matices que la conforman.
Soy de los que creen que esos matices siempre estuvieron presentes a lo largo de nuestra historia. Que lo único que ha sucedido a través de los años se reduce a un leve cambio de tonalidad, a una variación en el énfasis, a una mutación superficial de las formas que nunca ha afectado gravemente al fondo.

Lo bueno y lo malo de esta época es, según mi criterio, que todas esas formas y matices están llegando o han llegado ya al límite. Y digo malo porque bordear el límite conlleva siempre una amenaza, un peligro de caer en el vacío y desaparecer. Y digo bueno porque es precisamente en ese límite donde todo se vuelve susceptible de variación, donde todo se busca a sí mismo, más allá de sus errores, e intenta reconquistar el sentido de su existencia o alcanzar, ganarse a pulso otro nuevo.

Ante este parecer, ante esta actitud, me pregunto qué sentido tiene el escribir "un relato sobre el absurdo de la vida cotidiana"... Nos miramos al espejo por la mañana y no nos gustamos. Pero en vez de lavarnos la cara y esforzarnos en cambiar nuestra imagen, nos recreamos mórbidamente en la memoria de nuestra vulgaridad y hacemos recuento de los mil banales y absurdos detalles que la configuran. ¿Es esto lo que buscamos? ¿Es esto lo que queremos?
No, yo no lo creo así. Kafka, el mayor poeta del absurdo, quiso que todos sus escritos fueran destruidos, para que nadie pudiera leerlos nunca. Quizá porque intuyó, porque supo que a sus escritos (a pesar de su indudable valor y belleza), les faltaba algo muy importante, algo que él seguramente poseía en sus entrañas, pero que nunca llegó a expresar, condicionado como estaba por la tiranía de una realidad no deseada y, por ende, tampoco amada.

Es de ese algo, de esa sed oculta, de esa escondida alegría de lo que nosotros precisamos ahora, no de una triste revisión del absurdo que nos ahoga día tras día.


AC.
(junio, 1990)

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Nota:

No sé si esta torpe carta se llegó a publicar o no en el mencionado diario. Imagino que no, por falta de interés, o simplemente porque sobrepasaba la extensión permitida. La verdad es que no estuve pendiente de ello.
Tampoco recuerdo ahora aquel relato de García Sánchez, sólo recuerdo la sensación que me produjo en su momento, sensación de futilidad.
De lo que sí me alegro es de que no fueran destruidos los manuscritos del maestro Franz Kafka, auténticos poemas reflexivos sobre la condición humana y el mundo en que se desenvuelve.


AC.
(24 de octubre, 2009)

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Imagen: Carel Willink (1900-1983)

miércoles, 21 de octubre de 2009

Mirando las estrellas en el fondo...



(26 de mayo, 1987)


En mi caja de música suena una melodía de jazz lento. La trompeta de Dusko Goykovich y el piano de Tete Montoliu. Una balada entre sensual y melancólica, una historia de amor que revive en una noche cualquiera y nos encuentra solos, sentados ante la mesa vacía, con una copa de licor que llenamos una y otra vez, envueltos en el humo del tabaco, reclinados sobre el borde del pozo y mirando fijamente las estrellas que se reflejan en su fondo...
El jazz es una música que conozco poco, pero que entiendo muy bien. Es demasiado descripiva, demasiado concreta para no entenderla. Mis preferencias musicales apuntan más a lo clásico y a lo romántico, a música de otras épocas, de otras dimensiones del espíritu, pero hay algo en el jazz que me atrae. Sobre todo, ciertas melodías lentas, con trompeta o saxo, escuchadas en medio de la noche.
Ya el querido lobo estepario apuntaba este atractivo. Él, que amaba la música de Bach, Mozart y Händel, podía quedarse parado ante una sala nocturna de la que salía el sonido crudo y salvaje de una melodía de jazz, sintiéndose extrañamente atraído por ella.

Uno de esos sueños que no podemos explicar o razonar, pero que forman parte de nuestro más íntimo ser y que nos acompañan siempre, como una imagen indeleble y mágica que nos hace sentirnos vivos; uno de esos sueños se representa para mí con un paseo nocturno por la ciudad. Todo está solitario, las luces brillan sobre calles desiertas, pobladas sólo de sombras y silencio. Y de pronto, de algún lugar indefinido, empieza a oírse una trompeta o un saxo, en un tono triste, melancólico, pero lleno de vida... Ese sonido me hace llorar. Mi corazón tiembla, pero no siento pena, no recuerdo ningún amor perdido. De alguna manera, ese sonido me hace cabalgar por encima del tiempo.
Esa trompeta o ese saxo vuelven cálida la noche, ponen una nota mágica, amorosa, en sus sombras...


AC.
(mayo, 1987)




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Imagen: "Waiting for a tram", por Jacek Yerka

Música: "Stardust", por Ben Webster

domingo, 18 de octubre de 2009

Lo mediocre



Todos somos víctimas de la mediocridad, en mayor o menor medida, pero seguro que a algunos nos duele más que a otros. Nuestra capacidad de soñar está en la base de esa diferencia, nuestra sensibilidad, la medida de nuestra conciencia, quizá también la madera o el barro de que estamos hechos.
Resulta difícil superar esta condición de víctima. Con el tiempo pasa a ser parte de uno mismo, como una segunda piel que nos asfixia, como una vieja costumbre cuyo origen no recuerdas ya, pero que sigues automáticamente día tras día. Es como una tenaza de hierro, que te bloquea y te paraliza. No se puede luchar cuando te sientes encerrado de esa manera. Para poder salir lo primero es ver una salida, pero los días vacíos, tristes, sin luz se embarullan entre sí, y esa oscura madeja impide cualquier visión.
Caminamos envueltos, atrapados por esa larga colección de días sin historia; nuestra preciosa colección de tiempos y sombras nos tiene prisioneros. Demasiado peso para poder moverse con libertad.
Y lo mediocre no es más que el veneno azucarado e idiota que bebemos todos los días, sólo para que siga habiendo días.
Lo mediocre no es nada en realidad. Bastaría un golpe de viento para hacerlo desaparecer. Si todavía fuéramos sensibles al viento.

-Entonces, ¿hay o no una salida? -preguntó el joven, nervioso y expectante.
Y el viejo le contestó:
-Limpia tu casa y lo sabrás.

Los viejos, ya se sabe, siempre con sus misterios...


AC.
(octubre, 1996)

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Imagen:

"My Mokotowska Street", por Jacek Yerka

martes, 13 de octubre de 2009

Niño y sueño



"El niño es un sonámbulo. Lo maravilloso del sueño en que vive sólo lo descubre al despertar."

Aimé Michel


Estas palabras de Michel me hacen recordar una vieja idea:
¿Se supone que cuando el niño se hace adulto despierta, y es entonces cuando se da cuenta que lo vivido anteriormente era sólo un sueño, un sueño maravilloso? ¿No puede que sea otra cosa? ¿que lo que le ocurre al niño, cuando deja de serlo, sea algo como entrar en otro sueño, uno que ya no es tan "maravilloso"...?
Creo que los niños tienen una especial capacidad para ver la vida, para sentirla, porque todas las ventanas de su torre están abiertas de par en par, su percepción está limpia. Es después, en el contacto continuo con el mundo, donde esa capacidad se deteriora y se empobrece.
El niño, según va creciendo, va cerrando puertas y ventanas, porque el mundo así se lo enseña. La regla esencial de la escuela del mundo es: "¡Déjate de fantasías y conoce lo real! Lo que ves son sólo pájaros en tu cabeza..." ¿Y no será esta realidad otra fantasía, una de muy bajo nivel?
Escribía Hölderlin en su Hiperión:

"¡Ojalá no hubiera ido nunca a vuestras escuelas! La ciencia, a la que perseguí a través de las sombras, de la que esperaba, con la insensatez de la juventud, la confirmación de mis alegrías más puras, es la que me ha estropeado todo.
"En vuestras escuelas es donde me volví tan razonable, donde aprendí a diferenciarme de manera fundamental de lo que me rodea; ahora estoy aislado entre la hermosura del mundo, he sido así expulsado del jardín de la naturaleza, donde crecía y florecía, y me agosto al sol del mediodía.
"¡Oh, sí! El hombre es un dios cuando sueña y un mendigo cuando reflexiona, y cuando el entusiasmo desaparece, ahí se queda, como un hijo pródigo a quien el padre echó de casa, contemplando los miserables céntimos con que la compasión alivió su camino."

El niño es como un mago, uno muy frágil y sensible, pero un mago, que puede ver cosas que los adultos ya han olvidado. Por eso cuando crece, o cuando le obligan a crecer, descubre que aquello que vivía resulta que era "maravilloso"...
Por fortuna, hay hombres que no han perdido del todo esa conexión con la mirada de su infancia. Y que, a pesar de todos los matices y sombras de la experiencia mundana, siguen mirando al horizonte, las nubes, las estrellas y la luna con una inexplicable sonrisa.


Antonio Castellón
(12 de octubre, 2009)

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Imagen: "Roots and Wings", por Rob Gonsalves

sábado, 10 de octubre de 2009

La torre del espíritu



El espíritu tiene una torre inexpugnable
a la cual no puede alterar peligro alguno,
siempre y cuando la torre esté guardada
por el invisible protector
que actúa inconscientemente, y cuyos actos
se desvían cuando se hacen deliberados,
reflexivos e intencionales.

La inconsciencia
y total sinceridad del tao
se ven alteradas por cualquier esfuerzo
de demostración de autoconciencia.
Todas esas demostraciones
son mentiras.

Cuando se exhibe
de tan ambigua manera,
el mundo exterior entra en tromba
y lo aprisiona.

Ya no está protegido
por la sinceridad del tao.

Cada nuevo acto
es un nuevo fracaso.

Si sus actos son realizados en público,
a plena luz del día,
será castigado por los hombres;
si son realizados en privado
y en secreto,
será castigado
por los espíritus.

¡Que cada cual comprenda
el significado de la sinceridad
y se guarde de exhibirse!

Ése estará en paz
con los hombres y los espíritus,
y actuará correctamente, sin ser visto,
en su propia soledad,
en la torre de su espíritu.


Chuang Tse


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No sé si comprendo bien este texto de Chuang Tse...
Parece que aboga por el silencio, y por un actuar oculto, en secreto. Pero yo no siento que mi torre se vea atacada por "exhibirme", ni que mi sinceridad sea afectada por ello. Entre otras cosas, porque yo no me estoy exhibiendo al escribir en este cuaderno. Hablo de sentimientos, sentimientos que siento, sí, pero los sentimientos son nubes que uno caza al vuelo. No son propiedad de nadie. Están ahí, delante de los ojos, y uno los ve y los coge para sí, si puede, y luego los cuenta, si quiere.
Eso, creo, no afecta a la torre, porque la torre ya tiene sus propios sentimientos bien guardados.

Si alguien quema un cuadro de La Gioconda, por la razón que sea, o le hace un comentario o un poema, o le escribe todo un libro, es porque puede hacerlo, pero ninguna de estas cosas afectará al cuadro original. Porque la pintura original está a buen recaudo dentro de la torre. Incluso si desapareciera un día aciago el museo del Louvre, La Gioconda seguiría bien viva dentro de nuestra torre.
No pienso que nadie sea culpable por cantar la belleza de una luz en el cielo de poniente. La cante o no, esa luz seguirá estando. Lo que hace el que canta, pinta o escribe es intentar comunicar el sentimiento que eso le produce. No se exhibe él, lo que muestra es el hecho y la sensación, que es lo que desea transmitir.

Aunque, pensándolo más detenidamente, creo que ya sé a qué se refiere el maestro Chuang: se refiere a alzar la voz, a complicar las cosas, a intentar vestirlas con demasiados ropajes, a camuflarlas con excesivas explicaciones.
Ahí sí puede que la "sinceridad del tao" se vea alterada, porque demasiadas palabras enturbian la claridad del agua.

Intentaré ser sobrio y escribir sólo lo justo. No quiero ser castigado ni por hombres ni por espíritus de ninguna clase. Y ante todo, no deseo que por mi culpa se oscurezca esa "sinceridad del tao" que habla con voz tan diáfana, a todos los que saben escuchar.
Quiero que la "torre de mi espíritu" esté en paz.


AHM.
(10 de octubre, 2009)

martes, 6 de octubre de 2009

Mercedes Sosa



Se ha ido Mercedes Sosa, la cantante argentina, a la que llamaban "la negra", con setenta y cuatro años.
Una de las voces más vivas y fuertes de América latina. La conocí en los años ochenta y me impresionó su fuerza, su vitalidad...
Sin más comentarios, aquí os dejo su versión de "Alfonsina y el mar" y su "Zamba para no morir".
Su voz viva quedará para siempre en nuestro recuerdo.
¡Buen viaje, Mercedes!



domingo, 4 de octubre de 2009

La Gioconda no está triste






Hace más de treinta años, el director de cine José Luis Garci realizó un cortometraje titulado "La Gioconda está triste", en el que se veía un panorama apocalíptico: el mundo conocido era destruido por la locura de sus dirigentes... Y la música que acompañaba al final era el Aria de la suite número tres, de Johann Sebastian Bach.
Recuerdo muy bien esa escena final, en la que se veía al cuadro de la Gioconda medio enterrado entre las cenizas de un mundo moribundo, una Gioconda que había perdido su sonrisa...

Pero tengo que decir que hay una reproducción de ese cuadro en mi casa, desde hace mucho, y continúa sonriendo. Para mí es una buena señal.
A pesar de todo, la Gioconda sigue sonriendo, y mientras lo haga este mundo tendrá su ventana abierta a nuevas posibilidades.
Esa media sonrisa de la dama Monna Lisa es como una grieta, o mejor, un puente por el que se puede cruzar, entre el mundo de lo posible hasta el aparentemente imposible.


AC.
(4 de octubre, 2009)


Rescates del baúl



Estimados amigos:

He notado en vuestros comentarios que algunos no habéis tenido en cuenta un detalle importante: mis últimas entradas sólo son lo que llamo "rescates del baúl"... Escritos antiguos, de hace doce o catorce años, que he encontrado entre viejos cuadernos.
Suelo poner la fecha al final y además lo señalo con la correspondiente etiqueta.
Está claro que hoy no veo las cosas de la misma manera, y por eso pongo estos escritos, para que se note el contraste. Ya dije en otra ocasión que para llegar a una cierta claridad uno ha tenido que transitar por muchos pasillos sombríos... Creo que fue en las "Cartas a Martín".

Al final conseguí comerme esa manzana, y sigo haciendo lo mismo con otras (la bandeja está casi llena). También volví a mi casa del sueño y abrí esos "armarios de los secretos"... Yolanda no es exactamente la actriz Jennifer Love Hewitt, sólo se le parece algo. Y por último decir que hoy sí puedo mirarme en el espejo, sin temor a que se rompa, y no es porque me encuentre más "guapo", sino porque he logrado aceptarme tal cual soy, aparte de que las circunstancias de entonces han cambiado mucho.
Así que, por favor, tened en cuenta que estos textos son viejos. No han sido escritos ayer o anteayer, sino hace más de diez años. Lo que sentía entonces, lo que veía y lo que pensaba no es lo mismo que ahora. Afortunadamente. Hoy no sólo tengo varias casas por ahí, en el profundo país de los sueños, sino que intento vivir en mi casa de aquí, la del mundo real, como si fuera una de ellas. El secreto está en agudizar la mirada, en aclararla, en transformarla. Puede parecer esto último, lo de "transformar", como un autoengaño, pero creo -y sobre todo siento- que es todo lo contrario. Con cambiar la mirada me refiero a limpiarla de todo aquello que la ensucíó con el paso del tiempo.
Lo bueno de la realidad que veíamos cuando niños y también de jóvenes, sigue ahí. Pero nos cuesta mucho reconocerlo. Poder volver a verlo es "cambiar" la mirada. Es un intento que merece la pena, y en eso estoy.
Sólo hay que saber encontrar la perdida llave de plata...

Un abrazo a todos.


AC.
(4 de octubre, 2009)

jueves, 1 de octubre de 2009

En el espejo



Se está convirtiendo en un problema esto de mirarse en el espejo cada mañana. No es precisamente la mejor receta para empezar el día. Voy a tener que lavarme la cara sin mirar, y usar la memoria para peinarme. Sólo así podré salir a la calle con un ánimo más positivo.
Poco a poco, según va sucediendo, me voy dando cuenta de cómo se vuelve uno viejo: simplemente atragantándose de miseria. No es que a uno le guste. En absoluto. Pero es tan abundante y la gente te la ofrece con tanta generosidad que, sinceramente, no puedes evitar tomarla.
Sobre esto pensaba yo antiguamente, que lo mejor para conservarse joven y sano era mantenerse apartado de cualquier sociedad más o menos humana. Pero hoy ya no creo en ello. No porque lo considere inválido, sino porque lleva uno ya tanta humanidad dentro, que no lo considero posible. Allí donde fuera llevaría conmigo todo un bagaje indeseable, toda una gran bolsa de basura que envenenaría hasta el aire. Recrearía un mundo allí donde antes sólo había vida.
Aunque, quién sabe, quizá bastaría con un largo período de desintoxicación. Unos meses solo, tranquilo, sin ruido, sin presión, lejos de la agradable compañía humana, tan capciosa, y puede que la miseria se desprendiese poco a poco como un mal olor.
Tal vez, no lo sé. Tengo que intentarlo.


AC.
(octubre, 1996)


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- Shadow of a Lonely Man
- The Alan Parsons Project