Aquí escribo,
al filo de la noche,
en este cuaderno de cristal
y humo,
para ahuyentar las sombras.


Con la ventana abierta,
por si viene el pájaro
del sueño.

AMB







miércoles, 30 de septiembre de 2009

Yolanda



Anoche tuve un sueño especial. Habitualmente, mis paseos oníricos están hechos de la materia de lo cotidiano, o sea que suelen ser caóticos, nerviosos y mediocres, pero el de anoche fue un sueño redondo, vital y feliz. No lo voy a contar, porque aún lo siento cerca y temo romper su encanto con mis palabras. Soy un mal traductor. Lo más que me atrevo a decir es que era un sueño sencillo, que contaba una historia simple y normal, pero que su aire, su luz y su música hacían vivo y presente algo muy querido y lejano.
En fin, ¿es imaginable volver a la inocencia, volver a la alegría y olvidar toda nuestra pesada colección de sombras? ¿O eso sólo ocurre en los sueños?

Regresar a casa, después de la larga, larga noche...


AC.
(septiembre, 1996)

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Imagen: Jennifer Love Hewitt

Mañana es ahora



"No permitas que los demás te confundan y, cuando

debas actuar, hazlo sin el menor titubeo ni duda.

Hoy en día la gente es incapaz de comportarse de ese

modo por falta de confianza en sí misma.

Si careces de confianza en ti mismo te aferrarás a las

cosas externas, quedarás a merced de los objetos y perderás

tu libertad."



Maestro Linji



Pero, ¿dónde puede uno encontrar esa confianza? ¿Qué se puede hacer para recuperarla? ¿Dónde está lo que -a causa de un montón de años mediocres- hemos perdido?
Por supuesto que me aferro a las cosas externas, y me paso el maldito día (maldito por mi culpa) buscando estímulos y asuntos que exciten mi sensibilidad, o lo que queda de ella. ¿Qué otra cosa puedo hacer?
Sí, ya sé. Conozco ese mágico camino que se abre entre la niebla. Sé donde se encuentra. Pero me falta la confianza necesaria para internarme en él.
Uno cada vez es menos de lo que fue y más de lo que será... Esta es la sensación más vívida. Pero, ¿se puede vivir con esto?

¡Saltar, saltar, cruzar el puente, romper las ataduras, beber con osadía el licor de la vida!
Mañana es ahora.


AC.
(domingo, 28 de agosto, 1994)

La casa del sueño



Nos cuenta Hermann Hesse en su Infancia del Mago que "la casa era grande y antigua, con muchas habitaciones parcialmente vacías, con sótanos y grandes pasillos en los que resonaban los pasos, y que olían a piedra y frescura, y desvanes interminables llenos de leña y fruta, y corrientes de aire y vacío oscuro."
Una casa así, aunque más pequeña, tengo yo en un sueño. Lo que más me gusta es el desván, que convertí en estudio, y es donde tengo los libros y los armarios con los secretos. Hace ya mucho que no voy por allí, y no recuerdo si encargué a alguien que la cuidara. Tengo que volver cuanto antes.
Pero sigamos con Hesse. Después de describirnos su casa de la infancia, donde muchos mundos cruzaban sus rayos, donde la luz jugaba en múltiples colores y la vida sonaba rica y polifónica, al final nos confiesa: "La casa era bonita y me gustaba, pero más bonito todavía era el mundo de mis ilusiones, más ricas todavía mis fantasías. La realidad nunca me bastaba, me hacía falta la magia."

Sí, la magia, Lástima que con los años esa dama se vuelva cada vez más esquiva... La pared de la realidad, esa supuesta y dura pared, desnuda y brutal, se hace más alta cada vez, más inviolable, más difícil de escalar, mientras que el aire suave del sueño, el sinuoso y brillante dibujo de la magia es cada día más inencontrable, más lejano, más perdido.
Definitivamente, tengo que volver a mi casa del sueño, al sueño de mi casa, subir al desván y abrir los armarios de los secretos.


AC.
(octubre, 1996)

sábado, 26 de septiembre de 2009

La manzana



Algo que me ocurre mucho últimamente es que, cuando voy andando por la calle y oigo las palabras de los que se cruzan conmigo, siento una aguda sensación de extrañeza. No es que no entienda lo que dicen, no es tampoco que no me importe o no me afecte. Es, simplemente, que siento una aguda sensación de extrañeza... ¿No es raro esto?
La verdad es que no sé qué decir. Hace tiempo mi respuesta hubiera sido bastante clara, pero hoy, en medio de estas profundidades, no veo gran cosa.
El caso es que resulta muy difícil vivir con esa extraña sensación, pero es aún más difícil vivir sin ella. ¿Con qué me quedo entonces?
Pues, si puedo elegir, con la manzana.


AC.
(septiembre, 1995)

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Imagen: pintura de Morano

miércoles, 23 de septiembre de 2009

Lo abstracto



Era una tarde serena, tranquila, sin excesivo ruido. La gente estaba un poco como ausente, o al menos medio silenciosa. Los transeúntes pasaban por la calle y hablaban entre ellos, como siempre, o por el móvil, pero sin levantar demasiado la voz. Y los coches que recorrían las calles buscando aparcamiento no tocaban sus bocinas en los cruces, o llamando a sus familias para que bajaran a recoger los bártulos del maletero...
A Alfredo le parecía algo raro, pero lo agradecía profundamente. Era una tarde clara, con mucho sol, pero también había nubes, nubes viajeras que no entorpecían al sol pero dejaban un presentimiento de otoño, un acento de cercana lluvia en el ambiente con su presencia. Y además, corría el aire. ¡El aire... se movía! Y cuando el aire se mueve se mueve la vida.

Así que a Alfredo, asomado a su terraza de barrio, con la mirada bailando entre edificios, calles y nubes, le dio por pensar...

"Se puede decir que vine de lo abstracto y algún día volveré a lo abstracto. Pero incluso ahora que vivo en lo concreto, que tengo una forma definida, que respiro y pienso, que parece que 'existo', sigo siendo muy abstracto...
"De manera que a veces siento que en realidad casi no me he movido.
"Soy el mismo que ayer caminaba por la orilla del río, el mismo que subía a los montes para ver más amplio el horizonte, para acercar la lejanía, el que navegaba por las aguas brillantes de los libros amigos, el que buscaba la luz en otros ojos, el que sonreía entre los almendros al anochecer, el que se enredaba en los sueños y quería quedarse en ellos como si fueran su auténtica casa.
"Lo concreto muerde a veces, pero es sólo una sombra tenue en el mar de lo abstracto, una figura solitaria y sin poder en medio del océano.
"Cuando me vaya de aquí, será casi como si nunca hubiera venido. El azul del que vine me abrazará de nuevo, y esto de ahora será sólo un recuerdo, un breve trazo, quizá una mancha agridulce en el cuadro de mi existencia, una mínima sombra en el ángulo inferior izquierdo... Muy poca cosa en comparación con las dimensiones del cuadro, que, además, no es cuadrado, sino redondo.
"Sí, mi cuadro es redondo, circular, y da vueltas como una noria, tocando todos los puntos del universo, danzando entre calles, nubes, sueños y estrellas..."


AC.
(23 de septiembre, 2009)


jueves, 17 de septiembre de 2009

Cesco (II)


(El Hermano Sol, por Liz Hentschel)


DE LA INFANCIA DE SAN FRANCISCO DE ASIS (II)


por Hermann Hesse



Entre tanto, Francisco fue corriendo al jardincito de su madre, diminuta plantación de tres o cuatro pasos de longitud, consistente en un estrecho espacio relleno de tierra y conservado con trabajo entre los muros de las casas. Pocas flores había: los narcisos ya habían fenecido, los alhelíes estaban echando capullo, pero dos altas matas de lirios de color violeta estaban en plena floración. Eran de su madre. Le costó dar un empujón a su corazón, pero no obstante echó mano y arrancó casi todas aquellas grandes flores, tan hermosas. Los tallos jugosos crujían en su mano, miró una de ellas contemplando de cerca el cáliz blanco, en cuyo interior empalidecía el color violeta y se agrupaban en perfecto orden los estambres amarillos y peludos. Sintió que era una lástima arrancar aquellas flores.
Pronto regresó, dando a cada niño un lirio. El mismo se quedó con uno en la mano, se puso al frente de la procesión y emprendió la marcha. Así recorrieron la callejuela siguiente; la vistosidad de las hermosas flores de jardín y el ejemplo del caudillo, a quien todos conocían, atrajeron a muchos niños. Con flores o sin flores, se unieron a la procesión, y en la calle siguiente otros más, y al llegar por fin cantando a la plaza de la catedral, cuando ya los montes de poniente ardían en rojo azulado frente al cielo dorado, eran una gran multitud. "Mille, mille fiori", cantaban, y delante de la catedral empezaron a bailar y Francisco, lleno de ardor, con las mejillas encendidas, dirigía el baile. Transeuntes ociosos en su paseo vespertino y labradores que regresaban de sus campos se pararon a mirar; las chicas jóvenes elogiaron a Francisco, y por fin una se atrevió a hacer lo que todas deseaban: se acercó al apuesto muchacho, le dio la mano y siguió bailando con él. Risas y aplausos se mezclaron con el canto, y el juego de la función religiosa infantil se engrandeció por instantes convirtiéndose en alegre fiesta, como la risa infantil se va tornando sonrisa de mujer en los labios de una adolescente.

Con el crepúsculo todo había terminado, dispersándose la reunión. Francisco llegó a casa acalorado y conmovido, y sólo entonces reparó en que había participado en la procesión descalzo y sin gorro, lo que desde hacía algún tiempo evitaba cuidadosamente, ya que alternaba mucho con muchachos mayores y con los hijos de los nobles.
Después de cenar y haberse tenido que ir a la cama tras alguna resistencia, le volvieron a la memoria la Orden de caballería y las altas obligaciones varoniles que había asumido, las cuales le pesaban en el alma. Se puso pálido de ira y se censuró a sí mismo por haberse abandonado tanto. Con los ojos cerrados y los labios apretados se recriminó y despreció amargamente, como hacía con frecuencia. ¡Hermoso héroe, valiente Roldán que arranca las flores de su madre y se va a bailar y jugar con una caterva de niños pequeños! ¡Vaya un caballero! Un bufón es lo que era, un payaso y un frívolo... Sabe Dios cómo, siendo así, se le pudo ocurrir jamás querer ser algo grande y noble. Pero en el baile, ante la catedral, ¡cómo le había resplandecido la luminosidad vespertina y la tenue lejanía dorada en el corazón! ¿No era elocuente aquello, no atraía aquello, no reclamaba aquello, alto y ardiente como la llamada de un heraldo? ¡Y él había bailado y jugueteado y por fin hasta se había dejado besar por una muchacha labradora! ¡Comediante! ¡Bufón! Se clavó las uñas en el puño cerrado, gimiendo de humillación y acusándose a sí mismo. ¡Ah, así era todo lo que él hacía! Así era todo -empezando siempre bien y con intención elevada y noble, y luego llegaba un capricho, un viento, un aroma, una tentación de cualquier parte, y el noble héroe volvía a ser un rapaz de la calle y un tonto como siempre. No, no existían sueños elevados ni decisiones sagradas ni entusiasmos..., todo esto era para otros más nobles y más dignos que él. ¡Oh Lanzarote y Roldán! ¡Oh poesías épicas y fuego sagrado lejano en los montes del Trasimeno!

En el crepúsculo se abrió suavemente la puerta y entró la madre sin hacer ruido. Ahora que el padre estaba de viaje dormía ella en la misma habitación que Francisco. Calzada con ligeras zapatillas, se acercó a su cama.
-¿No duermes aún, Cesco? -preguntó dulcemente.
El estuvo tentado de hacerse el dormido, pero no tuvo valor. En lugar de contestar, tomó su mano y la retuvo. El amaba las manos de su bella madre, lo mismo que su voz, con una ternura casi de enamorado. Ella le dejó la derecha, acariciándole el pelo con la izquierda.
-¿Te falta algo, hijo?
El siguió callado un rato, luego dijo muy bajito:
-He hecho algo malo.
-¿Es grave, Francisco? ¡Cuéntamelo!
-Hoy he arrancado casi todas tus flores. Las flores azules, ¿sabes?, las grandes. Ya no están.
-Lo sé, lo he visto. Así, ¿fuiste tú? Yo creí que habían sido Filippo o Graffe. Tú no sueles hacer esas cosas tan brutales.
-En seguida me pareció que había hecho mal... Se las di a los niños.
-¿Qué niños?
-Vinieron unos niños. ¡Jugamos a mille fiori!
-¿Tú también? ¿Jugaste con ellos?
-Sí, de repente tomé parte. Sólo tenían flores marchitas de la pradera y lo quise hacer bonito.
-¿Habéis ido a la catedral?
-Sí, a la catedral, como antes.
Ella le puso la mano sobre la cabeza.
-No, no es grave, Cesco. Si solo hubieras arrancado las flores por capricho. Pero así..., verdaderamente no es grave. ¡Tranquilízate!
El se estuvo muy quieto, y ella le creyó apaciguado. Entonces volvió a hablar muy quedo.

-No es por las flores.
-¿No? Entonces, ¿qué?
-No lo puedo decir.
-¡Dímelo, cuéntamelo! ¿Tienes remordimientos?
-Madre, yo quisiera ser un caballero.
-¿Un caballero? Sí, puedes probar... Pero ¿qué tiene que ver eso?
-¡Sí que tiene! ¡Mucho tiene que ver! ¡Tú no me puedes comprender! Mira, yo quiero llegar a ser un caballero. Y no puedo. Siempre vuelvo a cometer tonterías. Ser un caballero es tan difícil, tan difícil... Un verdadero caballero no hace nunca nada malo, ni tonto ni ridículo, y yo también lo quisiera, también quiero ser así, ¡y no puedo! De repente me he ido hoy con los niños corriendo y he dirigido su baile. ¡Como un niño pequeño!
La madre volvió a reclinarle sobre la almohada.
-¡No seas tonto, Francisco! Bailar no es pecado. Un caballero puede bailar también alguna vez, cuando está contento y alegre, o cuando quiere dar una alegría a los demás. Mira, tú te atormentas con cosas que no son como tú crees. Nadie consigue todo en seguida tal como quisiera. Los caballeros también fueron muchachos y jugaron y bailaron y todo eso. Pero dime: ¿por qué quieres ser un caballero? ¿Porque son tan devotos y valientes?
-Sí, sí. Y también, ¿sabes?, luego podré llegar a príncipe o duque, y todo el mundo hablará de mí.
-¿Tiene que ser que todo el mundo hable de ti?
-¡Oh, sí! Me gustaría mucho.
-Entonces ¡esfuérzate para que siempre puedan hablar bien de ti! Si no, es mala cosa estar en boca de la gente.

Ella hubo de seguir un rato a su lado, teniéndole cogida la mano. Pensamientos extraños embargaron el corazón de la madre al comparar lo infantil de los deseos y propósitos del hijo con el apasionamiento y la dolorosa emoción que provocaban en él. Aquel niño hallaría mucho amor, eso era cierto, pero también experimentaría muchos, muchos desengaños. Un caballero no sería seguramente, aquello eran sueños. Pero algo excepcional le estaría destinado, para bien o para mal.
En la oscuridad trazó sobre él el signo de la cruz, y en su corazón le llamó con aquel nombre que él mismo adoptaría más tarde: Poverello.


Hermann Hesse
(1920)

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- de "Libro de Fábulas", por Hermann Hesse
- trad.: Mariano S. Luque
- Ed. Aguilar, 1961
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Imagen:
- El Hermano Sol
- óleo de Liz Hentschel
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- Dolce Sentire
- Fratello Sole, Sorella Luna
- Claudio Baglioni (1971)

jueves, 10 de septiembre de 2009

Cesco (I)




DE LA INFANCIA DE SAN FRANCISCO DE ASIS

(para Liz Hentschel)


por Hermann Hesse



-¡Cesco! -llamó la voz de la madre desde arriba.
Reinaba silencio y calor a última hora de una soñolienta tarde italiana.
Y otra vez la llamada atrayente y juguetona:
-¡Cesco!
El muchacho de doce años estaba sentado sobre las piedras polvorientas, en el rincón sombreado de al lado de la escalera, delante de la casa, casi dormido, las dos delgadas manos entrelazadas alrededor de sus rodillas puntiagudas, cayéndole un mechón de pelo castaño sobre la blanca frente infantil, en la que se dibujaba un entrelazado de finas venas.
¡Qué bien sonaba aquello! La voz maternal, tan dulce, ligera, alada, buena y amable, especial y distinguida como todo lo de la madre. Lleno de ternura seguía pensando Francesco en las llamadas maternas. Por un momento notó algo, como una sacudida, en las piernas; pareció que iba a levantarse de un salto, pero el débil movimiento se apagó rápidamente, y mientras aún sentía resonar la querida voz en la quietud soleada, sus pensamientos estaban ya lejos.

Cosas maravillosas había en el mundo. No todos los hombres probos estaban sentados como él, hundido en la sombra ante la escalera paterna, mimado por el padre y estimulado por la madre; desde todos los lados le miraban las casas vecinas, el pozo, el ciprés, los montes, siempre igual, siempre lo mismo. Había hombres que recorrían a caballo el mundo entero, Francia, Inglaterra y España, pasando por todos los castillos y ciudades, y dondequiera que pasaba algo malo, donde algún hombre piadoso era llevado a la muerte o donde estuviera alguna bella princesa encantada, allí aparecía el héroe, el caballero, el libertador, sacando su espada y haciendo el bien. Caballeros hubo que pusieron en fuga vergonzosa a todo un ejército moro. Navegando fueron hasta el fin del mundo, y delante de ellos proclamaba el huracán sus grandes y bizarros nombres y hechos por tierras y reinos. Así se lo había contado el día anterior Piero, el criado, de Orlando.

Guiñando los ojos miró Francisco por debajo de su mechón de pelo hacia el hueco al lado del tejado vecino, cubierto de musgo, donde entre los pilares de piedra de una pérgola de parra quedaba una estrecha perspectiva hacia la lejanía, sobre el llano bajo, la Umbría y los montes del otro lado, en cuya ladera se veía pegada una pequeña ciudad con su campanario blanco, infinitamente pequeña y lejana, y detrás el aire azul y una idea coloreada del mundo. ¡Cuán hermoso era aquello, y cuán torturador resultaba saber que todo allende el horizonte, todo, todo, ríos y puentes, ciudades y mares, castillos reales y campamentos de ejércitos, formaciones de jinetes con música, héroes a caballo y hermosas damas nobles, torneos y música de cítara, armaduras de oro y vestidos crujientes de seda, todo, estaba allá, infinitamente lejos del alcance de la vista, y sin embargo, allá esperaba, como una mesa puesta, preparado todo para el que viniera con valor a conquistarlo!

Sí, había que tener valor. Cabalgar acaso también a través de desiertos desconocidos, de noche, cuando todo rebosaba fantasmas y encantamientos hostiles y cuevas llenas de huesos humanos. ¿Tendría él, el hijo de Francesco Bernadene, tanto valor? ¿Y si caía prisionero y era llevado ante un rey moro henchido de ira? ¿Y si le encerraban, como castigo, en un castillo embrujado? No era fácil la empresa. Era inimaginable, difícil, tremendamente difícil, y pocos serían capaces de realizarla. ¿Tal vez su padre habría podido? Tal vez..., quién sabe. Pero si hubo alguna vez hombres que pudieron, si Roldán y Lanzarote y todos esos habían llevado a cabo sus gestas, ¿existía entonces para un joven otro camino que igualarse a ellos? ¿Podía uno jugar todavía con habichuelas o pepitas de calabaza, podía uno aspirar aún a ser artesano o comerciante, o sacerdote o cualquier otra cosa?

La blanca frente se plegó en profundas arrugas, los ojos se escondieron bajo las cejas fruncidas. ¡Dios mío, era difícil decidirse! Cuántos lo habrían intentado, fracasando y pereciendo ya en los comienzos, escuderos jóvenes y caballeros de cuya existencia jamás se enteró princesa alguna, a los que no aludía ninguna canción, de los que ningún mozo de caballos hablaba en sus relatos nocturnos. Desaparecieron, fueron muertos, envenenados o ahogados, despeñados desde alguna roca, comidos por dragones, encerrados a piedra y lodo en cuevas. ¡Emprendieron la marcha para nada; en vano soportaron privaciones y tormentos!

Francisco se estremeció. Se miró las manos, finas y bronceadas. Tal vez se las cortarían un día los sarracenos, tal vez clavadas con clavos en una cruz, tal vez devoradas por los buitres. Era horrible. Si uno pensaba cuántas cosas buenas había en la tierra, bellas, agradables, sabrosas... ¡Oh, qué cosas tan buenas! En otoño un fuego en la chimenea, asando castañas, y una fiesta de flores en la primavera, con las hijas de los nobles vestidas de blanco. O un caballo joven domesticado, como el que su padre había prometido regalarle cuando tuviera catorce años. Pero también había otras cosas mucho más sencillas, cien y mil, que eran hermosas y deleitables. Por ejemplo, estar sentado en la penumbra, con el sol en la punta de los pies, la espalda apoyada contra el muro fresco. O estar por la noche en la cama, sin sentir nada más que el suave calor blando y el dulce crepúsculo del sueño. O escuchar la voz de la madre, sentir su mano en el cabello. Y así había mil cosas, lo mismo estando despierto que dormido, por la noche o por la mañana. ¡Por doquier tanto aroma y delicados sones, tantos colores, tantas cosas amables y halagadoras!
¿Era preciso despreciar todo aquello, sacrificarlo todo, arriesgarlo todo? ¿Sólo por vencer a un dragón (o ser despedazado por él) o ser nombrado duque por un rey? ¿Tenía que ser así? ¿Estaba bien eso?

No se le ocurrió al muchacho pensar que nadie en el mundo, ni padre ni madre, le exigía tal cosa, que sólo su propio corazón le hablaba de ello, soñaba con ello y lo anhelaba. El sentía el reto. Un ideal se erguía ante él, una llamada le reclamaba, un fuego estaba encendido en él. Pero ¿por qué era tan difícil, tan pesado lo que más bello le parecía, el heroísmo? ¿Por qué había que elegir, sacrificarse, decidirse? ¿No podía uno hacer sencillamente lo que más le agradara? Mas, ¿qué era lo que le gustaba a uno? Todo y nada, todo por un instante, nada para siempre. ¡Ah, aquella sed! ¡Ah, aquel afán devorador! ¡Y con tanto tormento y secreto miedo!

Furioso, golpeó sus rodillas con la cabeza. Ea, sea, pues... El quería ser caballero. Que le mataran, que pereciera de hambre y sed en un desierto de arena: él quería ser caballero. Ya verían Marietta y Piero, y también la madre y sobre todo el tonto del profesor de latín. El volvería montado en un blanco corcel, con un yelmo de oro, adornado de plumas españolas, una gran cicatriz en la frente.
Con un suspiro se reclinó, mirando por entre las frondas de parra la lejanía envuelta en una bruma rojiza, donde cada sombra azul era un ensueño y una promesa. Desde el interior del almacén le llegaba el ruido que hacía Piero con las piezas de tela. La franja de sombra a su lado se había ensanchado, penetrando con marcados contornos en la calle soleada. Por encima de las colinas lejanas, el cálido cielo se volvía suave y dorado.

Subiendo por la callejuela iba acercándose un pequeño cortejo de niños, seis u ocho niños y niñas, marchando de dos en dos y jugando a procesión, con coronas de hojas alrededor de las nucas, y vestiditos polvorientos, y flores pratenses en las manos, ranúnculos y margaritas, geranios y salvia, arrancadas sin cuidado, medio tronchadas y ya casi marchitas, con hierbas entremezcladas. Los pies desnudos palmoteaban blandamente sobre el pavimento de piedra; un muchacho algo mayor patullaba al lado del cortejo, marcando el compás con sus zuecos. Cantaban todos a coro un pequeño verso mutilado, resonancia desfigurada de una canción de iglesia, con el refrán:

mille fiori, mille fiori

a te, Santa Maria


La pequeña peregrinación iba acercándose, y con ella entró un soplo de sonido y color en la callejuela muerta. Una chiquilla iba a la cola, haciendo una de sus trenzas, mientras sujetaba la otra juntamente con las flores con la boca, sin dejar por ello de canturrear. Algunas flores caídas yacían en el polvo detrás del cortejo.
Francisco acompañó inmediatamente la conocida melodía, canturreándola a su vez. También él había jugado a aquel juego muchísimas veces; durante mucho tiempo había sido su juego predilecto. Ahora -desde que se contaba entre los chicos mayores, participando de vez en vez en las fechorías prohibidas- hallábase distanciado de la primera inocencia infantil y también de aquel juego devoto, y él era uno de esos niños hipersensibles que, en los primeros cambios del alma, perciben ya, con un tono de advertencia entristecedor, la canción de lo perecedero de las alegrías. Aquel día sobre todo, después de tomar la decisión de ser un héroe, el juego infantil debió de parecerle una bagatela y una fruslería.
Con indiferente altivez iba contemplando a los pequeños a su paso. De pronto se fijó en que al lado de la niña del moño a medio hacer marchaba un chiquillo de unos seis años que con ambas manos llevaba muy en alto una sola flor tronchada; aunque casi jadeaba de fatiga, andaba con la solemnidad de un portaestandarte, y por más que desafinara al cantar, sus ojos resplandecían de unción y entrega llena de fe.

-Mille fiori -cantó fervorosamente-, mille fiori a te, Santa Maria.

Al verle Francisco, le sobrecogió de repente, caprichoso como era, la belleza y la devoción de este juego de flores, o más bien el recuerdo marchito de entusiasmos que había sentido en otro tiempo, cuando él hacía lo mismo. De un salto apasionado alcanzó a los niños: con un gesto de mando hizo que se acercaran y les ordenó esperar un momento ante la casa.
Ellos obedecieron -Francisco estaba acostumbrado al caudillaje, siendo además hijo de familia rica y respetada- y esperaron, con sus residuos de flores en las manos. El canto había enmudecido.

(...)


Hermann Hesse
(1920)

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- de "Libro de Fábulas"
- Hermann Hesse
- trad.: Mariano S. Luque
- Ed. Aguilar, 1961
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Vídeo:
- tema musical de "Hermano Sol, Hermana Luna"
- imágenes de "Spirit"

miércoles, 9 de septiembre de 2009

La jarra




"... Gran parte de las disertaciones políticas, filosóficas o incluso científicas me parecen un absurdo cada día mayor. Pretenden traducir un sistema no lineal y multidimensional de vibraciones a un sistema lineal (alfabético o matemático) de símbolos; y es esto precisamente lo que no puede hacerse. Sería como intentar trasvasar el océano Atlántico al Pacífico con la ayuda de una jarra de cerveza: por más automatizado y cibernetizado que fuera el proceso, todo sería inútil."

Así se expresaba el bueno de Alan Watts en mayo de 1969. Y hoy se me ocurre a mí pensar que el mundo en general sigue empeñado en ese trasvase imposible. Cada uno de nosotros viaja con su jarrita en la mano, llevando su poquito de agua de un mar a otro. Todos ayudamos, contribuimos con nuestro granito de arena, de agua, al gran proceso. Unos, los más, por afición y otros por obligación, debilidad o falta de recursos. El caso es que, nos guste o no, todos nos hemos convertido en unos malos traductores de la realidad.
Y, en consecuencia, el mundo es un absurdo cada día mayor.

Había una vez un sistema no lineal y multidimensional de vibraciones. Y unos enanitos pretenciosos, surgidos del país de la nada, o de no se sabe dónde, se empeñaron en la ardua y absurda tarea de linealizarlo y unidimensionarlo.
Decían que a aquello había que buscarle un sentido, es decir, que había que traducirlo, interpretarlo y hacerlo inteligible y práctico para el consumo. Extendieron su línea imaginaria. Al multiverso le llamaron universo. Construyeron murallas, torres y pozos. Y, con el tiempo, aquello fue tomando forma y fondo. Las cosas, por fin, estaban en su sitio.
Cada uno de ellos llevaba una jarrita en la mano...


AC.
(mayo, 1995)

martes, 8 de septiembre de 2009

Cartas a Martín



He dudado si transcribir o no estas viejas cartas, por el tono triste y oscuro que se pasea por ellas como una sombra.
No se corresponden con mi vida actual, en absoluto, sólo son recuerdos, imágenes detenidas en el papel de un tiempo que pasó. De estas cartas sin destino hace ya dieciséis años. Pasaba yo entonces unos momentos un tanto "duros", en los que había tintes de desesperación, vacío y soledad.
Pero no todo en la vida se compone de claridades, y muchas veces éstas salen a la luz a base de pisar un suelo de sombras...
Las pongo aquí, porque quiero que se vea que para llegar a las sonrisas de hoy hubo que atravesar antes ciénagas de silencio, en las que no brillaba luna alguna.
Martín no es nadie en concreto, o tal vez sí, en parte, en diversas partes, pero sobre todo es mi alter ego, ese fragmento de mí que en aquellas noches veía como muy lejano, y al que echaba mucho de menos.
Queda esto como testimonio de otra época, de una en que hasta la música se me volvía veneno, porque me dolía...
No tienen ningún valor literario estas cartas, o al menos no fueron escritas con esa intención, sólo son confesiones de un alma que entonces vivía atormentada y no encontraba su destello en el espejo. Y tampoco he querido hacer correcciones, para no desvirtuar el reflejo de aquellos momentos, largos momentos, días y noches, meses enteros en los que sólo bailaban las sombras a mi alrededor, y en los que la música, como ya he dicho, era rota por un viento extraño.

Todo esto, felizmente, lo superé hace tiempo, justo el día en que decidí que entre el tigre de arriba y los que esperaban abajo, estando yo colgado sobre el precipicio, de una rama que se estaba rompiendo, decidí comerme la sabrosa fresa que tenía delante.

AHM.
(8 de septiembre, 2009)

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CARTAS A MARTÍN (I)


Domingo, 5 de diciembre, 1993


Querido Martín, por fin he encontrado un momento de tranquilidad para poder escribirte y contarte algunas cosas íntimas, de esas sobre las que tanto hemos hablado en el pasado. Y no es que me falte tiempo -tampoco es que me sobre-, dispongo al cabo del día de unas cuantas horas libres para mis asuntos, para lo personal, pero tú, precisamente tú, sabes muy bien en qué se puede convertir el tiempo libre si uno no encuentra la onda apropiada, si no es capaz de escuchar la música interior.
Sinceramente, el "maldito" tiempo libre se me vuelve más pesado aun que el otro. No puedo soportar ya lo que antes ansiaba: el silencio, la soledad. Hay, como sabes, un silencio amigo en el que oyes voces que te orientan y te ayudan, y una soledad sonora, llena de música, en la que puedes encontrar sueños amables que te enriquecen por dentro y te empujan a vivir. Pero, últimamente, mi silencio se ha vuelto mudo y mi soledad está vacía. Por eso me ha costado tanto encontrar este momento.

Hace ya más de un año que me vine a la ciudad, más de un año que cambié la paz de los paseos por el campo y los sueños a la luz de la luna por el humo y el asfalto, por el ajetreo y la locura. Y, evidentemente, no puedo decir que haya ganado con el cambio. Esta ciudad, como quizá cualquier otra, me resulta extraña, y esta forma de vivir la veo absurda y vacía. Mis únicos consuelos aquí se reducen a encontrar alguna vez algún pequeño escondite, alguna pequeña alegría que me distraiga de la realidad que me rodea. Puede ser un libro, una luz especial en los árboles del parque, una estrella, una música...
Ahora mismo estoy escuchando al amigo Vivaldi y eso me ayuda, me hace bien. Pero, como te digo, no son más que escondites, pequeños refugios tras los que acecha el viento de la realidad. Entre los violines y los oboes, puede uno sentir todavía cómo ese viento golpea las ventanas, cómo amenaza con entrar y destrozar en un instante todo el delicado tejido de la armonía. De hecho, eso es lo que siempre termina haciendo. Entra como una gran sombra, como un frío extraño y enemigo, y borra las letras de los libros, rompe la música y apaga la luz.

Ya, ya veo tu cara y oigo tus palabras. Tienes razón. No digo más que tonterías. Ya lo sé. Pero qué otra cosa puedo decir, esto es lo que me pasa, esto es lo que vivo. No hay más. Estoy enfermo, sí, de acuerdo. ¿Qué puedo hacer? ¿ponerme a cantar, a silbar, a bailar? ¿No es más justo llorar, gritar, arrastrarse? Desde donde yo estoy no encuentro otra voz para expresarme, sólo este quejido amargo y monótono.
¡Si al menos estuvieras aquí! Si pudiéramos pasear de nuevo juntos y brindar a la luna nuestros sueños... Pero estás muy lejos, querido amigo, demasiado lejos, y yo estoy solo con mis sombras, bebiendo día tras día y noche tras noche el mismo veneno, la misma copa de vacío.
No me bastan ya las pequeñas alegrías, los detalles amables, los rincones perfumados de otros tiempos. Necesito vivir, necesito un aliento nuevo, algo que me permita espantar a estas sombras que ahora me hieren, algo que me haga fuerte, que me haga vivo.

Bueno, Martín, aquí lo dejo. Ya me he desahogado un poco. Perdona mi tono; estoy realmente mal y, ya te digo, no sé hablar ahora de otra manera. Escríbeme, quiero escuchar tu voz, saber de ti, sentirte cerca. No hace falta que te diga que eres mi mejor amigo. No quiero con esto obligarte a nada especial, sólo a que me escribas una carta. Gracias, y hasta siempre.


Antonio HM.
(diciembre, 1993)

sábado, 5 de septiembre de 2009

Sin sueño



¿TAMBIÉN TE OCURRE A TI?


¿También te ocurre a ti que, muchas veces,
en medio de estruendosas diversiones,
en una alegre sala, en una fiesta,
te tienes que callar y huir de pronto?


Te echas después, sin sueño, sobre el lecho,
como quien sufre una desgracia súbita;
risa y placer como humo se disipan
y lloras sin razón... ¿También te ocurre?



Hermann Hesse




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- Un Bel Di Vedremo
- Madame Butterfly
- Puccini
- voz: Maria Callas

viernes, 4 de septiembre de 2009

Lo que faltaba...



Lo que le faltaba al cuento anterior son estas imágenes, que por fin pude encontrar en este vídeo con música de Brahms. Más o menos eso es lo que ví en mi ensueño, cuando escribí el cuento. En las fotos no es aún de noche, pero es fácil imaginar esos paisajes unas horas después, con la luz de la luna...

Y la música romántica de Brahms me parece que ni pintada para estas escenas. Quizás algo triste, pero siempre con una luz interior llena de fuerza.

AC.








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- Sinfonía nº 3
- 3º mov. Poco Allegretto
- Johannes Brahms
- Dir.: Wilhelm Furtwangler
- Orquesta: Filarmónica de Berlín

jueves, 3 de septiembre de 2009

Noche de agosto (IV)



NOCHE DE AGOSTO (final)


Allí abajo, en la plazoleta cubierta de gravilla que hay frente a su casa, entre las sombras, bajo la luz de la luna, había un hombre desconocido y un tanto raro. Vestía un traje anticuado pero elegante, de un color castaño, o eso le pareció. Y llevaba sombrero. Rafaela primero se retiró de la ventana y corrió las cortinas, porque creyó que el extraño aquel la estaba mirando. Pero luego, cuando volvió a oír el silbido, se asomó y, sin saber por qué, le saludó con la mano.
Y aquel hombre, que no era joven ni viejo, sino todo lo contrario, levantó su sombrero y lo agitó en el aire.

-Buenas noches, señora. Perdone que la moleste. Es que no conozco bien este barrio y, bueno, parece que estoy un poco perdido. Vi la luz en su ventana y se me ocurrió que usted podría ayudarme. No hay nadie más por aquí. He tenido que silbar porque no sabía cómo llamar su atención. Por cierto, permítame que me presente: mi nombre es Juan Tiempo. ¿Puedo saber el suyo?

Rafaela, como inmersa en un sueño, sólo llegó a susurrar:
-Me llamo Lucía. Suba, si quiere.


Lo que pasó después no lo sabe nadie. Bien es cierto que en un encuentro entre la luz y el tiempo puede suceder cualquier cosa, pero seguro que nunca será nada vulgar. Lo insustancial, lo mediocre, lo que solemos llamar normal y entendemos, creo que equivocadamente, como la única realidad posible, eso sucede todos los días, a todas horas, en cualquier esquina, bajo cualquier sol, luna, farola o lámpara, sin que en verdad ocurra nada en absoluto.
Pero ese encuentro era algo muy distinto. Entraba en la esfera de lo mágico. Se movía al compás de otra música, muy diferente. No sé explicarlo. Era como si el lejano pájaro del sueño entrase por la ventana... Otra luz, otro tiempo.

Volvimos a ver a Rafaela al mes siguiente, y Ana y yo nos sorprendimos ante su nueva vitalidad. Tiene más de ochenta años, pero parecía mucho más joven esa tarde. No es que nuestra mirada se dejase engañar por un entusiasmo ocasional, por la chispa del momento. No, es que estaba realmente más joven, como si hubiera viajado en el tiempo.
Nos confesó que no había podido terminar su cuento, que lo había intentado pero no le había sido posible. Pero que daba igual, que lo más importante estaba escrito, se lo sabía de memoria y nos lo podía contar... Y así lo hizo.

Cuando acabó su breve y extraña historia, se quedó en silencio un largo instante, como abstraída. Miré a Rafaela, a la que conozco desde hace muchos años, y pude ver un raro brillo en sus ojos. Quise preguntar, pero no me atreví. Al final fue ella quien nos preguntó:

-¿Habeis visto alguna vez a Orión, como un gigante en la noche, apoyado en la línea del horizonte, y mirando fijamente a Aldebarán, la codiciada?

Entonces supe que Rafaela había cambiado. Nuestra querida amiga no sólo estaba más joven, también era más libre y estaba más viva que nunca. El misterio de esto no es algo que yo pueda explicar. No sabría encontrar las palabras, no sabría traducir aquello que, aunque veladamente y desde lejos, entiendo de esta historia. Tampoco entonces, como ya he dicho, quise inquirir más sobre el asunto, para no romper la música del momento.
Quizá nuestra amiga había estado hablando realmente con ese señor de su cuento y había aprendido algunas cosas nuevas. Cosas que sólo el tiempo puede contar, cuando se junta con la luz.
Otra luz, otro tiempo.


Antonio H. Martín
(agosto, 1997)




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- Only Time
- Enya

miércoles, 2 de septiembre de 2009

Noche de agosto (III)



Cuando notó que el mordisco de la melancolía empezaba a ser insoportable, se apartó del balcón y fue a por otra taza de té. Volvió a sentarse en el sillón de terciopelo rojo y bebió despacio mientras miraba las cuartillas sobre la mesa. Un cuento, un cuento de verano, corto y fresco, para aliviar un poco la mansedumbre del calor...
Lo que de verdad le hubiera gustado es estar allí, en esa terraza natural con la luna encendida, y el río y las estrellas, hablando con ese señor del tiempo que cambiaba de apariencia según los ojos que le miraban... Y también según el sitio, dijo. ¿Vivía ella en un sitio que tuviese ese poder, esa magia? ¿Qué forma adoptaría ante sus ojos? Da lo mismo. Lo que quisiera es tenerlo ahí, cerca, y preguntarle muchas cosas. Sobre ese ayer que no acababa de comprender, sobre este hoy que se le escapa, sobre el mañana que desconoce.

Bueno, dejaría el cuento sin terminar. Era mejor así. No tenía ni idea de cuál sería la reacción de la muchacha. Y si le diera por preguntar, no sabría qué poner en boca del señor Tiempo, que ahora era joven y podía decir cualquier cosa. Además, ya no estaba allí. Ya no veía el río, esa serpiente fabulosa hecha de agua y luna... Sólo veía la mesa, los muebles, las ventanas. Sí, era mejor dejarlo. El pequeño reloj blanco le dijo que ya era hora de acostarse. Mañana lo seguiría. O quizá escribiría otra cosa. Un poema.
Guardó las hojas dentro de un libro que había sobre la mesa. Las memorias del poeta Neruda. Y se fue a la cocina, a ponerse su vaso de leche fresca. Pero antes de irse a dormir, se asomó una vez más al balcón. Sus vecinas se habían ido y el bar estaba cerrado. No había un alma en las calles. Sólo el silencio, que caminaba despacio por la acera, como una sombra más, y la luna, allá arriba, que seguía hablando con la noche de sus cosas. Esta conversación sí que le hubiera gustado escucharla. Pero la luna y la noche hablaban en un lenguaje que no se podía entender. Sólo se oía como una música lejana. Había que estar soñando para estar cerca y poder escuchar.
Rafaela bajó la mirada. Se sentía cansada y un poco triste. ¿Para qué esos sueños que luego no podía controlar? ¿Para qué esos sueños que escapaban como mariposas, en cuanto te acercabas un poco más? ¿Para qué valen si no los puedes tocar?
Salió del balcón, decidida a acostarse de una vez y dejar de pensar. Pero justo en ese momento sucedió algo extraño. Escuchó un silbido que venía de la calle. Una y otra vez sonó en medio del silencio de la noche, con una música que le resultaba vagamente familiar. Seguro que no iba con ella, pero le picó la curiosidad. Apagó las luces y volvió a asomarse, medio escondida tras las cortinas.

(continuará...)


Antonio H. Martín
(agosto, 1997)

martes, 1 de septiembre de 2009

Noche de agosto (II)



Al cabo de una hora tenía cubiertas cuatro o cinco cuartillas. La historia empezaba bien y prometía ser interesante. Hablaba de Lucía, una mujer joven que, en uno de sus habituales paseos nocturnos por el campo, se encontró con un hombre de aspecto distinguido y un tanto extraño, que dijo llamarse Juan Tiempo. Así, a secas. Lo vio sentado en una piedra, junto a la orilla del río, vestido con un traje anticuado y con un sombrero en la mano al que daba vueltas continuamente. Era raro encontrárselo allí, en las afueras del pueblo, de noche y vestido de esa manera. Pero lo más extraño era que este señor Tiempo parecía como si estuviera hablándole al árbol que tenía junto a él, un viejo álamo que crecía justo en la orilla.
La muchacha al principio tuvo miedo y pensó en retroceder. Pero luego se animó a seguir adelante, y fue ella la primera en saludar. Incluso se atrevió a preguntar a ese hombre extraño por su presencia allí. Al fin y al cabo, también ella era algo rara, como indicaba claramente esta aficción suya por los paseos nocturnos.

De cerca pudo apreciar que aparentaba unos sesenta años, o quizá más. Su pelo era grisáceo, como el de los viejos, y había arrugas en su rostro, pero los ojos se le antojaron también algo extraños. No sabía exactamente por qué. Quizá porque le parecían demasiado grandes y oscuros, demasiado vivos, demasiado brillantes para ser los de un viejo. Aunque pensó que tal vez se tratara de un simple efecto óptico, provocado por la luz de la luna.
Cuando le dijo su nombre, Juan Tiempo, se le ocurrió que quizá era uno de esos solitarios que intentan ocultar un pasado desafortunado, y no gustan de dar datos personales. Por lo demás, el hombre le pareció educado y afable. Y así, casi sin darse cuenta, Lucía se encontró sentada en otra piedra, charlando amigablemente con el señor Tiempo.

Hablaron de la noche, de las estrellas, de la soledad, de la luna, de los sueños... De todas las cosas sabía este extraño señor, de todas tenía algo inteligente que decir. Y cuando era ella quien hablaba, él entornaba sus grandes ojos brillantes, escuchaba atentamente y sonreía.
A nada decía que no, en nada estaba en desacuerdo. Sólo algunas veces se atrevía amablemente a intercalar un determinado matiz, una leve aclaración, una sutileza que le parecía que faltaba en lo que ella había dicho. Pero nunca para contradecirlo, sino para redondearlo, para darle más peso y más luz.

Según iba pasando el tiempo, que, por cierto, parecía más bien que no pasaba, que se había detenido en medio de la noche, Lucía se sentía más encantada con el viejo señor. Y empezó a pensar que quizá se encontraba frente al amigo que siempre había deseado tener, frente a esa alma gemela con la que se puede compartir caminos y sueños. Lástima que sea tan viejo, pensó. Treinta años menos y además sería mi compañero.
En ese momento se le ocurrió que podía llevarle a su lugar secreto, a su santuario. No muy lejos de allí, ascendiendo una suave colina por un camino estrecho y medio oculto entre la maleza, se llega a un pequeño claro, una breve terraza natural donde la vista es magnífica. La luna llena seguía estando bastante alta. Habría luz suficiente. Y desde allí la visión del río y el valle tenía que ser impresionante, especialmente esta noche.

-¿Qué tiene esta noche de especial? -preguntó él.
-No sé... Quizá el hecho de haberle encontrado. Es usted maravilloso y quiero hacerle este pequeño regalo. Por favor, acéptelo.

Inmediatamente pensó que quizá se había excedido en sus palabras de adulación. A pesar de todo, no dejaba de ser un extraño. Pero pronto alejó este pensamiento, cuando el señor Tiempo se levantó sonriente y accedió a acompañarla. Se puso su viejo sombrero y empezaron a caminar en dirección a la colina. Pero, después de unos pocos pasos, se paró y miró hacia atrás como si hubiese olvidado algo. Levantó el sombrero y lo agitó en el aire como si saludara... Quizá estaba despidiéndose del árbol.
Fue algo difícil ascender por el camino debido a la espesura, que acentuaba las sombras. Y además porque no era exactamente un camino, sino más bien un sendero delgado y sinuoso que parecía pertenecer más a los zorros que a los humanos. Pero Lucía lo conocía bien y el señor Tiempo, a pesar de no llevar bastón, mantenía el paso como un experto andarín. Así que, en cuestión de pocos minutos, media hora a lo sumo, se plantaron los dos en medio de la terraza, en cuyo centro había una enorme encina que la cubría casi por completo.

Lo primero que hizo el señor Tiempo fue, por supuesto, saludar a la encina. Y luego ambos se quedaron mirando en silencio el bello panorama que se extendía ante sus ojos. El río viajaba hacia lo lejos, hacia lo profundo del valle, como una fabulosa serpiente hecha de agua y luna. Y sobre el horizonte, por encima de las lejanas colinas del otro lado, dormidas y oscuras, asomaba la constelación de Orión, gigante en la noche. Casi se podían ver sus ojos ardientes mirando fijamente a Aldebarán, la codiciada.

-¿Le gusta? -preguntó ella, con algo de timidez.
-Por supuesto. Este sitio es muy bueno para perder la distancia.
-¿Cómo dice?
-La distancia, lo que nos separa de aquello que anhelamos, se pierde aquí con facilidad.

Lucía, que no acababa de entender las palabras del viejo, se le acercó más para poder mirarle a los ojos, para interrogar en su mirada. Pero lo que vio no fue una respuesta ni nada parecido. Lo que vio la dejó atónita y con el cuerpo temblando peligrosamente cerca del borde de la terraza. Porque allí, ante ella, no había ningún viejo, sino un muchacho de no más de veinte años, al que le asomaba una melena larga y oscura por debajo del sombrero, con los ojos chispeantes y una sonrisa alegre y blanca, que se veía como música en medio de las sombras.
La cogió de la mano suavemente y, sin dejar de sonreír, le dijo con voz atiplada:

-Perdóneme, Lucía. No quería asustarla. Es por este sitio tan especial que ha elegido... Recuerde: mi nombre es Tiempo. Pero no soy como piensa la gente. Yo nunca soy el mismo. Mi forma depende de dónde esté y de quien me esté mirando...


Aquí se interrumpía el relato. Hasta aquí había llegado. En realidad, no sabía cómo seguir. ¿Qué podía pasar ahora? Evidentemente era un cuento fantástico y podía ocurrir cualquier cosa... Pero no, no era del todo así: la fantasía no era gratuita, guardaba un cierto simbolismo. Pero, ¿qué simbolismo era ese? ¿Qué quería decir ella sobre el tiempo? ¿Qué es lo que sabía?
La verdad es que era relativamente fácil, al principio, conectar con una imagen y seguirla sobre el papel hasta donde quisiera llevarnos. Pero cuando la imagen se para nos quedamos como vacíos, y ni siquiera sabemos ya muy bien de qué estábamos hablando. Lo correcto sería escribir con un plan previo, pero no tenía ninguno... Así que no sabía qué hacer.

Quizá Lucía se podía enamorar de ese señor tan raro que se había vuelto joven. Sería interesante besar al tiempo. O quizá pensara que se hallaba frente a un peligroso criminal que tenía una gran habilidad con los disfraces, y saldría corriendo de allí como alma que lleva el diablo. ¿Sería ese hombre un diablo? Pero, qué pena que la escena terminara así. Había allí una atmósfera con cierta magia, que sería lamentable romper...

En fin, que no sabía cómo seguir. Rafaela dejó caer el bolígrafo y se fue a la cocina a prepararse una taza de té. Luego se asomó al pequeño balcón por ver si encontraba por ahí a su musa. Pero sólo vio a sus vecinas, que seguían sentadas en la terraza del bar hablando de sus cosas, de sus cosas de siempre. ¿No se cansarán? Pero no, no se cansaban. Es su forma de vivir, lo que les gusta, y podrían estar hablando de lo mismo hasta el alba. Sintió una lejanía, una distancia que no le era desconocida.
Qué difícil era vivir entre esta gente, tan simpática, tan amable y tan vulgar... Sintió que esa distancia era demasiado larga, que su tiempo era otro. Pero, ¿dónde estaba su tiempo? ¿Perdido en un sueño? No se puede vivir sólo de sueños.


(continuará...)


Antonio H. Martín
(agosto, 1997)