Aquí escribo,
al filo de la noche,
en este cuaderno de cristal
y humo,
para ahuyentar las sombras.


Con la ventana abierta,
por si viene el pájaro
del sueño.

AMB







sábado, 13 de diciembre de 2008

El Águila




Como otras muchas veces, es la lectura de un buen libro lo que me incita a escribir de nuevo. En este caso es “El Fuego Interno” de Carlos Castaneda, que por lo visto hasta ahora –sólo he leído los primeros capítulos-, se trata de un libro extraordinario, cargado de conocimiento.
De las otras obras anteriores de Castaneda sobre don Juan y su mundo mágico, ya había sacado muchas cosas buenas; especialmente de “Viaje a Ixtlán”. Cosas nada normales, como lo conveniente que resulta borrar la propia historia personal para poder ser libres y que nadie tenga dominio sobre nuestros actos y pensamientos, ni siquiera nosotros mismos. Cosas como considerar a la muerte como nuestra mejor consejera, porque de una sola mirada nos deja desnudos frente a la realidad, solos ante lo desconocido, con lo que toda la mezquindad de nuestra pequeña vida se derrumba y toda nuestra grave importancia personal se viene abajo. Cosas, en fin, como la necesidad de “parar el mundo” dentro nuestro para que otra realidad más amplia y profunda sea visible a nuestros ojos.

Puedo decir que he llegado a apasionarme con esos libros en más de una ocasión. La conjunción de conocimiento y poesía es algo que siempre ha sido motivo de afecto para mí. Y si a esto le agregamos el elemento del humor, de un humor superior que deshace la pesadez de lo humano y la convierte en espuma, que cambia las negras alas del cuervo por las de la mariposa y sopla a las nubes grises del pensamiento y la realidad con el viento de una risa fantástica, entonces estamos ante la fórmula perfecta, la mejor de todas.
Todo esto he hallado en los libros de Castaneda, donde la realidad conocida, el mundo cotidiano, no es más que una ínfima parte, en muchos casos despreciada, minimizada e incluso puesta en ridículo frente a una visión muchísimo más grande de lo que es la vida y lo que es el hombre.

Pero, por otra parte, hay algo sobre lo que también quiero hablar. A lo largo de los años me he encontrado con las obras de varios hombres de conocimiento, filósofos y poetas, artistas de la vida y el pensamiento, que me han fascinado con sus visiones del mundo, con sus sentimientos y sus razones. Pero, a veces, hallaba en ellas ciertos tonos que rompían la armonía del conjunto, o al menos así lo sentía. Era como cuando uno se deleita con la contemplación de un bello cuadro, que nos transmite un aire de paz y de gozo, y de pronto descubre que en un ángulo de la pintura hay algo que no nos gusta, que nos molesta incluso; quizá solamente un simple punto oscuro en el fondo, cierto tono opaco que se nos antoja ominoso y amenazador, algo abstracto que provoca desasosiego y quiebra la feliz armonía del cuadro. Ante ello uno reacciona a la defensiva y se aleja, procurando olvidarlo. Puede que se llegue a intuir que hay mucho de verdad en ese tono inarmónico, en esa ‘mancha’ que contrasta con la luminosidad del cuadro en general, pero aún así, o tal vez precisamente por eso, uno se aleja y rechaza en su mente la fugaz irrupción de lo desconocido.

Recuerdo que eso mismo me ocurrió en un determinado momento con Hermann Hesse. Sólo había leído de él hasta entonces “Siddharta”, “Peter Camenzind” y poco más. Y un día descubrí que en Hesse había otras cosas aparte de bella poesía, sueños místicos y la exaltación de la figura del solitario. Llegó a mis manos un breve ensayo titulado “Misterios”, que empezaba así:

“De vez en cuando el poeta, y seguramente muchos otros hombres, siente la necesidad de olvidar durante un rato las simplificaciones, sistemas, abstracciones y otras mentiras totales o parciales y contemplar el mundo tal como realmente es, es decir, no como un sistema de conceptos muy complicado, pero en definitiva descifrable y comprensible, sino como la selva virgen de misterios sobrecogedores, siempre nuevos y totalmente incomprensibles que es en realidad...”

Esto, y lo que sigue, lo leí durante un paseo por el campo al atardecer y viniendo como venía de Hesse, al que ya admiraba y quería, hizo que el día se me volviera gris y que, por un momento, mirara a mi alrededor y viera al mundo como una realidad impenetrable y misteriosa, ajena a todo lo humano, indiferente para con nuestros sueños y esperanzas, que no eran más que niebla surgiendo de nuestras mentes infantiles. Ante esta imagen retrocedí asustado, quizá porque presentí que en el fondo era real, demasiado real.

Algo parecido me sucedió con Jiddu Krishnamurti, el filósofo y poeta hindú, defensor de la libertad de espíritu. Al principio me encontré en su obra con imágenes de la más pura poesía, imágenes que colocaban al hombre muy por encima de la realidad mundana, en íntima y gozosa unión con todo lo creado. Como premisa la libertad de todo pensamiento, de toda crítica personal, de todo juicio condicionado, de toda atadura en relación con el tiempo pasado o futuro; como camino el amor a la vida y a la verdad, por encima de todo lo demás; y como fondo la vasta y desconocida realidad que nos abraza y nos trasciende.
Esto me parecía hermoso y bueno. Pero sólo por fuera, sólo mientras se quedaba en simple imagen, mientras era sólo música en la lejanía. Cuando uno intentaba adentrarse en ello, en seguida aparecía una fuerte resistencia de la propia conciencia a abandonarse a sí misma y entrar en un terreno totalmente desconocido, por muy hermoso y noble que pudiera parecer. Había que dejar mucho de uno mismo al lado del camino para poder seguir caminando... No, era preferible quedarse en casa y no perturbarse con visiones extrañas que amenazaban con destruir mi bien conocida y querida identidad.

Por lo tanto, dejé de leer a Krishnamurti. Pero como no podía rechazarle y meramente olvidarme de él, porque también intuía que había algo o mucho de verdad en su filosofía, en su visión del mundo y del hombre, tuve que buscar una justificación a mi apartamiento, y la encontré escudándome tras esta apreciación: él era un viejo y noble águila que volaba muy alto, demasiado alto; yo sólo era un joven halcón que acababa de dejar su nido y mis alas no eran aún lo bastante fuertes, y tampoco era tan fuerte mi deseo de volar, no tan alto, no tan lejos... Aunque parezca increíble, en esta necia imagen fundaba mi quietud y mi indolencia ante lo desconocido y lo maravilloso. Ahora sé con certeza que detrás de todo eso no había más que miedo.

Y, bueno, volviendo ya con Castaneda y sobre todo con don Juan, el maestro brujo, tengo que decir que también me pasó lo mismo con ellos. Lo confesado anteriormente sobre las muchas cosas buenas que he sacado de esos libros es cierto, pero al lado de estas cosas me he topado asimismo con otras diferentes que no he sabido asimilar. Por no hacerlo demasiado extenso, hablaré sólo de una de esas cosas: la referente al concepto o supuesta realidad del Águila, y lo que esa imponente imagen implica.

Ya en el libro anterior se menciona al Águila como “el poder que gobierna el destino de todos los seres vivientes”, y se explica que semejante denominación viene dada por la forma en que ese poder se presenta a los videntes: como algo inmensurable que evoca vagamente la figura de un águila. Y he aquí una descripción de lo que el vidente puede contemplar:

“El Águila se halla devorando la conciencia de todas las criaturas que, vivas en la tierra un momento antes y ahora muertas, van flotando como un incesante enjambre de luciérnagas hacia el pico del Águila para encontrar a su dueño, su razón de haber tenido vida. El Águila desenreda esas minúsculas llamas, las tiende como un curtidor extiende una piel, y después las consume, pues la conciencia es el sustento del Águila.”

Esta imagen por sí sola fue suficiente para generar en mí ese sentimiento de rechazo ante la amenaza de lo desconocido. Y, en este caso, con mucha más razón, puesto que venía a aseverar lo definitivo de la muerte humana, la imposibilidad de cualquier tipo de trascendencia individual, la absoluta desintegración de todo cuanto somos en el seno de algo inconmensurable e incomprensible. Nadie me negará que la imagen de por sí es aterradora... Hagas lo que hagas, seas quien seas, al final morirás, y tu conciencia será devorada y consumida por el mismo poder indefinible que te la otorgó al nacer. Ante esto no hay rebatimiento posible, sólo es posible la huida hacia pensamientos y creencias más acordes con lo humano, más benignas. La imagen es demasiado concluyente y definitiva como para poder enfrentarla; es incluso mucho peor que aquella otra que nos inculcaron cuando éramos niños sobre las eternas llamas del infierno. En el infierno todavía queda una esperanza, pero bajo el pico implacable del Águila todo está perdido.

En “El Fuego Interno”, don Juan, el maestro brujo, vuelve a hablar del asunto y dice que “la conciencia de ser se separa de los seres conscientes y se aleja volando en el momento de la muerte, y luego flota como una luminosa mota de algodón justo hacia el pico del Águila, para ser consumida”, lo cual representó para los antiguos videntes “la evidencia de que los seres conscientes viven sólo para acrecentar la conciencia del ser: el alimento del Águila.”

Pero luego puntualiza que es más importante lo que hacen los videntes con su visión que la visión en sí, y que a él personalmente le parecía grotesco que un acto tan indescriptible como lo que nos sucede después de la muerte fuese interpretado con la imagen del Águila devorando nuestra conciencia.

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Lo anterior lo escribí hace más de veinte años, y el terror existencial que pudiera sentir ante esa imagen hoy se ha transformado mucho. La imagen del Águila devorando nuestras pobres conciencias me parece absurda y pueril. Creo sinceramente que lo desconocido nunca debe interpretarse, porque corremos el riesgo de caer en el pozo de lo ridículo.
Lo que aquellos antiguos videntes ‘vieron’ lo interpretaron a su manera. Y seguro que los videntes actuales, ante la misma visión, dirán otra cosa muy distinta. De cualquier forma, lo desconocido sigue siendo lo desconocido y no hay mente humana que pueda definir lo indefinible.

Todos, en el caso de lograr esa visión, pensaríamos algo diferente, acorde a nuestra forma personal. Y donde otros vieron un águila, nosotros veríamos un dios o un carro de fuego, un caballo o una sirena... El caso es que, independientemente de lo que pensemos y de cómo lo veamos, aquello que algún día tendremos delante no tiene nombre propio ni forma que podamos percibir y mucho menos comprender.
Pero para darse cuenta de eso no hace falta morirse. La misma vida que pasa todos los días ante nuestros ojos es también algo desconocido e indefinible.

En mi caso, si fuera brujo y me encontrara ante esa enorme visión no vería a un águila comiéndose la riqueza amasada con esfuerzo por sus vástagos, sino a una madre que recibe amorosamente a sus hijos que vuelven a casa. Y quizá, afilando más la mirada, vería una laguna inmensa cuyas ondas vuelven a la calma después de pasar la agitación provocada por aquella piedra.

Todo es, en definitiva, una interpretación. Y creo que no estamos aquí para interpretar nada, por mucho que nos guste hacerlo, sino para vivir. Ese es el único misterio que debemos descifrar, y la clave está oculta en cada hora que pasa...


Antonio H Martín
(1986-2008)

8 comentarios:

  1. muy interesante y reflexivo. me deleité leyendo, gracias.

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  2. Gracias a tí, Maga, por entrar en esta casa.
    Estamos rodeados de misterios, y el mayor de todos no es la muerte sino la misma vida. Eso es lo que intento decir en ese escrito.

    Un saludo.

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  3. No he leído ningún libro de Carlos Castaneda pero si, algunas cosas sueltas. Una amiga mía lo sigue mucho y a ella le sirve bastante.
    Estoy muy de acuerdo contigo con esa sensación que te produce cuando descubres algo que hace que no acabe de encajarte un autor en si, sus escritos, ese rechazo, como lo que cuentas del cuadro, me pasa igual.
    Bueno, he repasado gracias a tu texto muchas cuestiones y me ha servido bastante tu reflexión y el recorrido que has hecho por los distintos autores.

    Abrazos

    Amparo

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  4. Me alegro de que te haya servido, Amparo.
    No te aconsejo que leas a Castaneda, porque su obra aún siendo muy rica es también muy confusa. Pero sí hay un libro suyo que es bastante 'redondo': Viaje a Ixtlán. Seguro que tu amiga lo conoce y te lo recomienda.

    Saludos.

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  5. Increíble.
    Hasta un gigante como don Pablo tenía sus sombras... Nada humano me sorprende, pero esto no me lo esperaba.
    Gracias, Magda, por la noticia.

    Un saludo original.

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  6. Cierto, Antonio Castellón, el fruto de nuestra madurez, que fíjate, siempre estuvo madura, solo que el halcón estaba cerca de su nido. Y si, el águila es esa clase de espíritu, que nosotros pegados a la tierra, como sastres le confeccionamos los colores a su plumaje y afilamos su pico para otorgarle alimentos en función de nuestra capacidad de cocineros. Muy buen pasaje hicisteis volando por las alturas, viviendo como usted quiere. Saludos.

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  7. Gracias, Terry.
    No vivo como quiero, pero lo intento, como todos. Y cuando me vaya no sé si al águila esa le va a gustar mi conciencia... Lo mismo me rechaza y me deja seguir danzando, para madurar un poco más. Eso estaría muy bien.

    Por favor, llámame Antonio, que el apellido ya me lo sé de memoria.

    Un saludo quijotesco.

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