Aquí escribo,
al filo de la noche,
en este cuaderno de cristal
y humo,
para ahuyentar las sombras.


Con la ventana abierta,
por si viene el pájaro
del sueño.

AMB







lunes, 29 de septiembre de 2008

Memoria


Memoria

Al igual que observar los libros que tiene alguien en su librería nos dice mucho sobre ese alguien, ocurre lo mismo con la memoria de un ordenador personal.

En ambos casos se trata de algo muy elemental: nadie guarda en su armario nada que no tenga que ver con él mismo. De forma que si yo tuviera acceso a los archivos de, por ejemplo, mi amigo Jose, estaría viendo una parte bastante significativa de su interior. Aunque en este caso creo que sería innecesario, porque después de muchos años de amistad tenemos una idea muy completa el uno del otro y habría pocas sorpresas, o ninguna. Pero a lo que voy es que si alguien poco conocido nos permitiera pasear por su memoria virtual, en pocos minutos tendríamos una razón clara de quién es en realidad, sin que mediara palabra ni acción alguna.

Comento esto tan simple, porque me ha chocado ver el hecho de que todo lo que almaceno en la memoria del disco duro está conformando una imagen de mí mismo. Cualquiera que mirara ahí podría tener una noción bastante aproximada de quien soy. La cosa no tiene mayor importancia y no deja de ser una obviedad, pero caer en la cuenta de algo, ser consciente de ello, aunque sea el detalle más nimio, siempre nos deja un poco parados y nos induce a reflexionar, aunque sea levemente.

A pesar de los años, uno no ha perdido su capacidad de asombro.

Así que la memoria de mi ordenador es como un cuadro dinámico de mi personalidad y de mi vida, que voy pintando día a día. Es como este cuaderno en que ahora escribo, pero a lo grande, con muchos más detalles y datos que no caben aquí.

Pudiera pensarse que se trata de algo parcial que sólo reúne mis gustos y preferencias, pero no: de la parte conflictiva se encargan mis notas, que están incluidas en esa memoria.



AC.

jueves, 25 de septiembre de 2008

El veneno de lo absurdo


El absurdo es como una serpiente venenosa que se acerca sigilosamente por entre la espesura de las cosas, por el laberinto de las horas, y cuando menos lo esperas, justo cuando te sientes bien contigo mismo, porque has hecho algo que te agrada y te templa el ánimo, justo en ese momento tranquilo, confiado, indefenso, se acerca por detrás y te ataca.
Entonces, sin saber cómo ni por qué, te sorprendes haciendo y diciendo cosas que un instante antes estabas muy lejos de querer hacer y decir. Inesperadamente, te vuelven las neurosis, las pequeñas locuras, los miedos, la ira..., y todo tu bonito castillo recién construido se cae hecho pedazos.
Es muy rápido el efecto de su veneno.

El problema es que cuando estamos especialmente bien, cuando nos sentimos a gusto con nosotros mismos, orgullosos de la acción realizada o de la actitud conseguida, nos solemos relajar en una especie de descanso del guerrero, como si hubiéramos conquistado una difícil cima o alcanzado una meta sin retorno, sin posible pérdida.
Ése es el momento del peligro, que la serpiente, ávida de luces humanas, nunca va a dejar escapar.

Siempre nos tiene en su punto de mira, porque somos su alimento. Nos inocula su veneno calladamente, sin que nos demos cuenta de su picadura, se lleva nuestros pequeños éxitos de una hora y nos deja a solas una vez más con la niebla de la idiotez y el necio torbellino de lo absurdo.

De manera que sería bueno que en esos raros momentos en que nos relajamos, saboreando la miel de una recién hallada alegría, no olvidáramos mantener siempre un ojo abierto, por si las víboras...


AHM.

domingo, 21 de septiembre de 2008

Distancia...



    Miraba en silencio, desde la gran ventana de su castillo, a la lejana casa de la colina. Sabía que ella estaba allí, seguramente paseando por su jardín a la luz de las estrellas, o leyendo su librito de poemas y suspirando en cada verso... Sí, estaba allí, casi podía verla; y sentir el brillo de su sonrisa de luna. Tan cerca, tan cerca..., y sin embargo tan lejos...Si pudiera salir de la torre y montar en su caballo, en pocos minutos estaría llamando a su puerta labrada, con el corazón jubiloso y los ojos muy abiertos esperando ver su amada figura, su figura de agua tocada por la estrella de su rostro.

    Pero entre el castillo y aquella casa merodeaba Noruth, el gélido demonio de la distancia... Cualquier intento sería en vano. No podía moverse, no podía acercarse para verla y escuchar su voz de plata, su risa de colores, y quizás robar un cálido beso de sus labios de púrpura. No, no podía. Sólo podía entretejer desde la quietud una delicada tela de sueños, pintar en el aire las figuras más brillantes, susurrar las más dulces canciones... Pero todo quedaba ahogado por la soledad y el silencio. ¡Yasmina! ¡Yasmina!
El corazón se le llenaba de hielo y de sombras. Yasmina...

    Sabía que era imposible, que nada se podía hacer. El demonio de la distancia acechaba en la llanura... Y todos conocen el grave peligro que eso entraña. Si te atrapa, caes preso de la más extraña locura y ya nunca vuelves a ser quien eras. Si a pesar de todo se atreviera a cruzar el llano, aún a riesgo de caer en manos de Noruth el temible... ¿quién sería el que llamara a la labrada puerta de la dulce Yasmina?...

    Unos pasos que se acercaban de prisa por el pasillo le sacaron abruptamente de sus pensamientos. Era el viejo mayordomo.

    —Señor Noruth, ha llamado la señora; me encargó que le comunicara que no la espere para cenar, que su amiga Yasmina celebra una fiesta íntima en su casa y que se quedará allí hasta altas horas de la noche.

    Apretó los puños con rabia contenida y despidió al mayordomo con desaire. Ya fuera de su ensueño, sólo llegó a murmurar entre dientes:
    —Distancia, distancia...


Antonio H.M.
(20 de septiembre, 2008)

jueves, 18 de septiembre de 2008

Moon River

Esto es para suavizar un poco el tono un tanto serio de mis anteriores apuntes.

Un breve paseo por la orilla del río de la luna...

Apuntes suspensivos...




Una sociedad neurótica nos convierte a todos en neuróticos.
A uno u otro nivel, con mayor o menor intensidad, todos terminamos cayendo en ese pozo de nervios, en ese amago de locura.
¿Cómo se puede evitar lo inevitable?


La normalidad es la ama y señora de este mundo. Más aún: es su espíritu, lo que lo anima por dentro, lo que lo alimenta.
Habría que coger a esta gran señora y tirarla al río. Una normalidad refrescada y limpia podría parecerse a la vitalidad.


Esa lucha diaria, cotidiana, hora tras hora, minuto a minuto, por mantenerse cuerdo, por evitar la locura que siempre acecha...


Caminantes bajo las estrellas, enamorados de la luna, amantes del horizonte...
¿Qué sería yo sin vosotros?


No soy especialmente diferente. Muchas cosas me igualan a los demás. Los otros y yo somos muy parecidos.
Pero, no obstante, soy distinto y extraño. O, al menos, así me siento y así me vivo.


Qué amargo es eso de tener que vender la propia vida a cambio de dinero. El maldito mundo del trabajo. Días llenos de luz y de aire, que transcurren lentos y pesados, sin luz ni aire. La vida se aburre, se ensombrece y se ahoga en esas cloacas.


No rechazo el trabajo. Rechazo el vacío de lo que carece de alma. El trabajo mecánico para la máquina. El trabajo humano para el hombre.
Sí, pero... ¿en un mundo tan mecanizado, dónde queda sitio para lo humano?
Y además, ¿qué entiendo por humano? ¿No es humano, por ejemplo, el comercio? ¿Y no es precisamente el comercio para mí motivo de náusea?
Demasiado delicado. Hay que dosificar la sensibilidad. El mundo no va a cambiar. Hay que aprender a jugar su juego...
Pero, eso sí, sin olvidar nunca la magia de la vida. Esa infinidad que está más allá de este mundo, más allá de este tiempo.


Ese loco licor
(que la nocturna noche nos da de beber, a veces...)


Humano o inhumano no significa nada a la hora de valorar el aprecio o el desprecio. Una diferenciación mucho más exacta es la de amigo o enemigo.


¿Cómo podría decirlo para que no sonara pedante?
Mi afán por lo infinito lo tengo grabado a fuego. Nada de lo que haga en este mundo me saldrá nunca bien si no está marcado con ese sello especial.
La marca del infinito, eso que de joven me gustaba llamar magia, es lo que más me importa en la vida.
Sin ella, nada me merece la pena. Absolutamente nada.


Es importante no dejarse influir por la Mentalidad Circundante. No dejarse tocar.
No es que ella quiera atacarnos. Simplemente está ahí, a nuestro alrededor, y es muy poderosa, porque es ingente y masiva.
Si bajamos la guardia (momentos de depresión), la Mentalidad Circundante nos atrapará y quedaremos diluidos e integrados en ella.


Ser borrado, adaptado y conformado sería la última consecuencia de ceder ante la presión de la MC.
Individuos como yo, que hemos sido tocados pero seguimos defendiéndonos, no caemos en ese abismo. Estamos colgando de uno o dos hilos, pero colgando al fin.
Solo que de esa lucha constante y desigual, nos ha ido creciendo dentro un poso de amargura...
Con este veneno hemos de vivir. Lo que resta es saber aprovecharlo. Usarlo como antídoto, como aviso del peligro, como arma contra el olvido.
Para que cuando la sombra aceche de nuevo, sepamos reconocerla fácilmente, por el reflejo que llevamos dentro. Aunque nos duela.


Es muy grato experimentar cómo un día aparentemente gris (con el cielo cubierto, frío y amenaza de lluvia) se llena de calidez, de color... Cómo el ruidoso vacío de las calles, llenas de gente y de máquinas, se transforma en algo más cercano a la música.
Un par de horas conversando con un viejo amigo. Sólo eso...


“Sin el alma no hay forma de salir de este tiempo.”

C. G. Jung

No conozco pensamiento más horrible y devastador que aquel que niega la realidad de la magia.
Curiosamente, este pensamiento resulta ser de lo más abundante en este mundo. Yo diría que incluso lo llena.
¿Será ese el motivo de mi aversión? ¿La causa de mi desprecio?


Una noche más he vuelto al karaoke. He pasado aquí veladas agradables entre copas y canciones...
Pero esta noche mi voz no está entonada, y tampoco mi oído. Me entero sólo a medias de la conversación de mis compañeros de mesa.
La sala empieza a llenarse. Viene gente ruidosa que canta canciones estúpidas. Me empieza a doler la cabeza. Antes venía a esta sala, después del trabajo, a descargar tensiones; ahora eso no tiene sentido.
Siento el vacío, el absurdo. Me quiero marchar. En casa me esperan Jung, Hesse, Castaneda... ¿Qué hago aquí?


“Los chamanes entienden por disciplina la capacidad de enfrentar con serenidad circunstancias que no están incluidas en nuestras expectativas. Para ellos, la disciplina es un arte: el arte de enfrentarse al infinito sin vacilar, no porque sean fuertes y duros, sino porque están llenos de asombro.”

Carlos Castaneda
(El lado activo del infinito)


Al cabo de los años, repasando cuentas con el pasado, tengo que reconocer que he caído en muchos pozos, y también en algún que otro abismo.
He hecho cosas que jamás pensé que podía hacer. Cosas que me avergüenzan hoy y me dan una medida bastante pobre de mí mismo.
Pero entre todas ellas hay una que considero como la peor. Posiblemente, la causa de todas las demás...
Lo peor que puede hacer un hombre es olvidar al ser mágico que lleva dentro.


Un año es más que suficiente para hacer que lo nuevo se vuelva viejo.
El paisaje urbano que rodea mi nueva casa estaba limpio ante mis ojos, incontaminado, sin recuerdos ni experiencias hace tan sólo un año. Podía mirarlo y sonreír pensando en el futuro, en un nuevo futuro con buenas promesas. No conocía calles, ni rincones ni vecinos...
Hoy lo miro y ya no sonrío. Lo he cansado, agotado con mi mala presencia y la rutina mediocre de estos meses. Y también es cierto que otras presencias me lo han roto...
Un año es bastante y sobra para acabar con la ingenuidad de la primera mirada. La ilusión es una damita extremadamente delicada.


¿Por qué cuando uno está cansado, agotado físicamente, pierde el miedo?
O al menos éste se relaja bastante... Me imagino que uno no tiene fuerzas para nada, ni siquiera para asustarse. Se torna indiferente por un mecanismo de autodefensa. El cuerpo anda muy ocupado en reponerse y no tiene tiempo para temores imaginarios. Guarda la fuerza que le queda para un caso de emergencia, para un peligro real y cercano.
Vale, pero lo que me asombra y me gusta es esa actitud ante el mundo, de frialdad y quietud. Parece que uno estuviera al límite, o mejor, más allá del límite. Como si la conciencia se hubiera movido...


Contemplo con emoción cuadros paisajísticos americanos del siglo XIX. Esos paisajes con grandes montañas y grandes cielos: Albert Bierstadt, Thomas Moran, Virgil Williams...
En uno se ve una cabaña solitaria frente a un lago, y entonces me asalta la inevitable observación de siempre: lo único que impide que ese lugar sea un paraíso es simplemente la posibilidad, el peligro de que aparezcan por allí otros seres humanos...
No carece de cierta dureza el tener que reconocer algo así. Pero, en fin, así son las cosas, así son los seres humanos.
Si no fuera por las contadas excepciones, que afortunadamente existen, este mundo podría ser reconocido como el mismo infierno, o como un paraíso conquistado y envilecido.


Por fortuna, como dije antes, hay otra clase de seres humanos. Son los raros, los diferentes. Mi pequeño cuarto de estudio está lleno de sus obras. Libros y música que acompañan, amigos en la distancia. Gracias a ellos mis derrumbes nunca son definitivos y puedo, a veces, oler algo así como un sentido y una armonía en medio del vacío y el absurdo de este mundo.
Esos “otros” seres humanos sí que serían bien recibidos en mi cabaña.
Pero, ay, no es nada fácil encontrar diamantes en una mina de carbón. Muchas veces, incluso, parece que eso sea absolutamente imposible...


En esos casos, que son casi todos, a uno no le queda más que la posibilidad y el intento de buscar dentro de sí mismo. Pero... ¿hace falta decir que uno también se parece demasiado a una mina de carbón?


Siempre mira uno más allá de sus posibilidades y, por supuesto, más allá de sus realidades...
¿Qué significa esto?


El mejor amigo que he tenido en la vida soy yo mismo. Los otros se han ido alejando con el tiempo. Sólo yo continúo a mi lado, a pesar de los errores, de las caídas, de las locuras cometidas...
Entonces, ¿por qué a veces me veo como mi peor enemigo?


Tú tienes que ir a donde tienes que ir. Y déjate de zarandajas.
Te lías demasiado en cosas sin importancia. Tienes que ir a donde tienes que ir. Y no hay más historias.
Es un camino único y sin vuelta. Es tu camino, y lo sabes.
¿A qué esperas?
Te sientes vacío porque estás huyendo y nunca haces lo que sabes que debes hacer.
Apuesta todo lo que te queda. O nunca sabrás si merecía la pena.
La vida no espera. No como tú lo haces...


Perdí a mi padre a los ocho años. Lo volví a encontrar veinticinco años después, pero ya era demasiado tarde.
Lo más cercano a una relación paterna que he vivido, después de la infancia, ha sido mi afecto por un escritor al que no pude conocer personalmente (murió cuando yo sólo tenía cinco años). Desde la distancia y sobre el tiempo, establecí una relación muy especial con Hermann Hesse.
Ahora lo pienso y me doy cuenta de que su obra simplemente cayó en mis manos en el momento más propicio y vino a cubrir el hueco que yo tenía...
Da igual. Seguimos siendo muy buenos amigos.


Mi cuerpo y mi mente son simples receptores. A uno le gustaría emitir, emitir algo que fuera positivo y coherente. Pero para eso hay que asimilar, interpretar, desbrozar primero todo el caótico mar de recepciones...
Y olvidar el espejismo de que las cosas tienen un solo lado y nosotros una sola cara...


Son ya casi cuarenta y cuatro años esperando la vida... Y la vida no viene. ¿Qué puedo hacer?


“Quien desea y no actúa engendra pestilencia.”

William Blake


D. T. Suzuki dedicó la mayor parte de su vida a transmitir a Occidente el conocimiento del Zen...
Como una gota de agua en medio de un desierto. Así es como lo veo. Y lo mismo se puede decir de tantos otros... Este Occidente no es más que un gran cubo de basura.
Sin embargo, qué bien saben esas gotas cuando uno está medio muerto de sed. Gracias, amigo Suzuki.


“... Si la técnica puede mejorar el mundo ¿por qué no notamos nada? Un aparato volador y un cohete a la luna son sin duda cosas divertidas y maravillosas, pero no podemos creer a la vista de la historia universal que con ellas se puedan cambiar de manera fundamental los seres humanos y sus relaciones.”

Hermann Hesse (1909)

En este 2001 de ahora podemos certificar la veracidad de esa afirmación, o de esa negación.
Está “técnicamente” comprobado que la técnica es incapaz por sí misma de mejorar nuestro mundo. Este mundo es inmejorable –en sentido peyorativo-, al menos por ese lado. ¿Será también impeorable?


Observo este mes por segunda vez el halo de la luna. Una corona blanca, fantasmal, y un gran anillo azul... Simple efecto estético, que diría una mente “técnica”, provocado por la refracción de la luz en la atmósfera y bla, bla...
Son las cuatro, y el mundo duerme. ¿Podría soportar el desierto diurno si no existiera también este oasis de la noche?
Me gustaría poder volar hacia ese ojo del infinito, y librarme en ese vuelo de todo lo que me sobra.


He dado la vuelta a mi mesa de estudio más de cuarenta veces. La he colocado en todas las posiciones posibles, con el consiguiente movimiento de los demás muebles... Al final siempre vuelve al mismo sitio. Así que una vez más me veo de cara a la pared. Con una gran fotografía de un valle con su río y sus montañas. Pero, en definitiva, de cara a la pared.
Una secreta voz me susurró hoy al oído que si cuando me siento ante mi mesa de trabajo necesito ver otra cosa que no sea la hoja o el libro, entonces es que no hay ningún trabajo a la vista que merezca la pena.


Sin duda hay muchas asignaturas pendientes en mi vida. La más importante: la misma vida, ese sentimiento de estar vivo, de ser. Esa inexpresable certeza, esa nitidez, esa fuerza...
De muchas no creo que vuelva a examinarme. Las doy por perdidas. Pero ésta de la vida la tengo presente cada día, cada noche... Cada hora que pasa es una pregunta que viene y se va sin respuesta. Lo mío es un suspenso continuo.
En mi juventud sufría ya esto, y alguna vez llegué a intuir su malogrado devenir. Nadie conoce mejor que uno mismo sus propias carencias, sus dificultades. En aquel tiempo sabía con claridad que sólo una cosa me hacía falta. Lo llamaba “seriedad”. Hoy, en esta defraudada madurez, en esta edad de pérdidas y desencuentros, la seriedad sigue pendiente.
No es que no sea serio. De hecho, soy quizá demasiado serio. Tan serio que vivo amargado. Casi no recuerdo la última risa, la última alegría. Soy tan serio que hasta me doy a veces un poco de miedo...
Pero no, no es en absoluto esta seriedad la que buscaba. Mi seriedad tenía y tiene que ver con el camino. Se es serio si se camina, si se está en marcha...
Este gesto adusto, taciturno, que ensombrece mi cara no es más que una detención, un encierro, un mirar hacia la nada...


“Todos nosotros como seres humanos estamos presos y es esa prisión la que nos hace comportarnos de tan mísera manera. Tu desafío es de aceptar a la gente como es. ¡Déjalos en paz!”

Carlos Castaneda
(El lado activo del infinito)

Tenía razón el amigo Castaneda: hay que aceptar a la gente tal y como es. Pretender cambiarla es como darse cabezazos contra una pared de cemento. Está claro que al final siempre sale ganando la pared...
Y en cuanto a dejarlos en paz, puedo asegurar que soy todo un maestro en eso. Muchos años golpeando la pared han generado en mí indiferencia y desprecio, y me han enseñado a manejar el difícil arte de la lejanía.
Pero, ¿me dejarán ellos en paz a mí algún día?
Otra pregunta que se ha quedado colgada de una nube...



Antonio HM. (2001/2008)

martes, 9 de septiembre de 2008

Pasados los 50...



Pasada la línea de los cincuenta uno asiste con asombro e impotencia a la propia desintegración.
Más de medio siglo de vida se me ha pasado en media docena de suspiros, y lo que quede después imagino que será como ver caer la lluvia de una tormenta de verano.
Ahora que ya soy mayor, intento saborear más las buenas cosas de la vida y hacer aquellas otras cosas que siempre quise hacer y no pude. Pero es curioso observar que a pesar de tener mucho tiempo libre nunca es suficiente, y siempre me quedan asuntos pendientes. Quizá porque mi lista es demasiado larga.
Siento una especie de presión, como un apremio que me impele a la actividad. Es absurdo pretender hacer veinte cosas en un solo día, y sin embargo todos los días lo intento, generalmente con resultados negativos y a veces desastrosos. Es como una fuerza que me empuja y me dice, incluso me grita, que ya no hay tiempo que perder.
Afortunadamente, una breve claridad viene de vez en cuando en mi ayuda y me hace ver que no soy importante. Y entonces, descargado de la tremenda responsabilidad que supone tener que arreglar mi vida, o aparentar una altura que no tengo, puedo empezar a hacer una o dos cosas y acabarlas más o menos bien.
Pasados los cincuenta uno cree conocer de sobra su propia medida, pero opino que eso es ficticio, o se queda corto. Lo que se conoce es simplemente la medida de lo vivido, el límite al que se ha llegado; pero no puedo saber la medida de lo por vivir, sea esto lo que fuere, ni conocer a ciencia cierta el punto hasta el que pueda llegar. Entre mis pocas dotes no está el arte de la adivinación.
Empezaba esta nota mencionando el imparable proceso de desintegración en el que anda uno inmerso. Esto es cierto, evidente e incuestionable, a nivel mental y físico, pero insisto en que no sé lo que pueda o no ocurrir durante ese proceso; como tampoco sé si se trata de algo definitivo o transitorio, porque lo que se desintegra en un lugar puede volver a integrarse en otra parte o de otra manera.
Todo parece indicar que las posibilidades de que suceda algo importante son muy escasas, pero ya he dicho que yo no soy importante, por lo que aún queda abierto cierto abanico personal que puede proporcionar aire fresco al asunto. Además, pensar así es dejarse llevar por la lógica de la normalidad, y las normas de esa lógica no incluyen ningún apartado para los soñadores ni los lunáticos.

En fin, que superado el medio siglo de existencia, ese medio siglo con sabor de medio lustro, uno se encuentra de pie en el balcón de la vida, observando el viejo paisaje y oteando el horizonte en busca de alguna señal, de alguna luz nueva que enriquezca el tono gris de los días pasados. Puede parecer presuntuoso y hasta ridículo, pero la vida nunca ha dejado de sorprenderme, para bien o para mal, y queda aún en mí un pequeño resto de aquel antiguo sueño...


AHM.
(8 de septiembre, 2008)