Aquí escribo,
al filo de la noche,
en este cuaderno de cristal
y humo,
para ahuyentar las sombras.


Con la ventana abierta,
por si viene el pájaro
del sueño.

AMB







viernes, 16 de noviembre de 2007

La Huida


 















LA HUIDA


  Aquella noche se sentía especialmente cansado. Nada más llegar a casa se metió en su cuarto y cerró la puerta. Encendió la pequeña lámpara de mesa, que dejaba todo medio en sombra, y se dejó caer en el sillón. Venía de pasear por la avenida y el parque, de andar sin rumbo durante horas entre escaparates extraños y árboles dormidos, de colarse en alguna taberna para beber uno o dos vinos, deprisa como siempre, para poder escapar pronto de aquel bullicio de máquinas tragaperras, de televisión y comentarios deportivos que tanto le ahogaba. No había ya, como antes, tabernas silenciosas, en penumbra, donde cuatro o cinco solitarios se sentaban a beber, a pensar, a recordar, quizá a olvidar… Tampoco estaba muy seguro de haber conocido estos lugares en el pasado. Tal vez sólo los había visto en alguna novela o película, o simplemente los había soñado. En cualquier caso, los prefería a estos modernos bares llenos de gente que hablaba a gritos como si estuviera medio sorda, o más bien, como si quisiera compensar lo vacío y absurdo de sus palabras subiendo el volumen. Si mi voz es más potente, si se oye más, yo soy más importante y más fuerte y lo que digo es más valioso. Así de payaso es el vulgar ser humano.
  Ahora, en el silencio de su cuarto, estaba más a gusto, tranquilo. La botella de coñac que había sobre la mesa le invitaba a una copa. No debería beber tanto, pensó, y menos sin antes haber cenado algo. Sonriendo cogió la botella. Tantas cosas no debería hacer.
  A su alrededor estaban los libros, sus viejos amigos de siempre, y también los discos, su amada música, puente veloz hacia otros mundos interiores, y los papeles donde a veces había intentado explicarse a si mismo, expresar su propio mundo contradictorio y lunático, sus problemas y sus sueños. Pero ahora no iba a leer ni a escuchar música, y mucho menos a escribir. Era noche de domingo, noche breve y amarga.
  Últimamente había llegado a aborrecer estos días de fin de semana, con sus noches huidizas. Tampoco es que en los días laborables le fuera mejor la cosa, pero un jueves, o mejor un viernes uno aún podía animarse, cargarse de imágenes, hilar algún proyecto, ilusionarse con algo. En el domingo esta luz se apagaba, se volvía vacía, imposible. El domingo no era más que la fría antesala del lunes, el umbral que daba a otra semana gris, a otra más, igual a las de siempre.
  Encendió un cigarrillo y siguió dejando que el tiempo pasara. Era como un río invisible y espeso que se llevaba las cosas, las sensaciones, los recuerdos, los sueños; que lentamente, con un pesado silencio, se iba llevando la vida.
  Era ya un experto en esto, lo había hecho muchas veces en los últimos años, pero lo hacía, este no hacer nada, con una rabia callada, con una oculta amargura. Algo en su interior se resistía aún a la derrota. No podía aceptar la inutilidad de sus sueños. Era demasiado pronto para eso. Andaba por los treinta y tantos, y ya una extraña clase de muerte le seguía de cerca. No, no podía ser. Todo esto de la realidad, del trabajo gris y el tiempo vacío no era más que un mal sueño. Algún día despertaría y volvería a ser el de antes, el buen soñador, el caminante, el seguidor de horizontes, el que sabía dónde estaba el pozo escondido del desierto.
  Intentaba animarse con estos pensamientos, pero el tiempo, inexorable, le devolvía una y otra vez a su viejo sillón, a su ya viejo y sordo silencio, a su antigua impotencia. Se estaba haciendo tarde, había que acostarse, descansar unas horas antes de volver a la rutina del tedioso trabajo. Ya ni siquiera era domingo. La una de la noche. Lunes. Dentro de poco volvería a ver las mismas caras, a hacer las mismas cosas, a oír e incluso hablar el mismo idioma de siempre, extraño y absurdo, hecho de palabras que nunca decían nada. Esto era lo real, la medida, el orden, la prisión, lo que tenía poder sobre su vida, lo que engullía sus horas, sus días, sus noches y su sangre. Lo demás, lo otro, era sólo ilusión, esperanza, sueño.
  Recordó aquellas palabras del lobo estepario, cuando se preguntaba si no habría llegado el momento de sufrir un accidente al afeitarse. Más de una vez había pensado en ello, y en alguna ocasión estuvo a punto de hacerlo. Pero siempre le ganaba la esperanza, siempre venía en su ayuda alguna imagen amable, algún recuerdo que él transmutaba en futuro, para seguir viviendo. No, no era esto lo que quería, sino lo otro, lo de romper la barrera del tiempo, neutralizar el veneno, cambiar su gris cotidiano por el azul de sus sueños. Volver a encontrar el pozo escondido en el desierto, y beber.
  Dio un último y largo trago a su copa. Se levantó y apagó la lámpara. Iban a dar las dos, no había más tiempo. Si no se acostaba ahora, por la mañana estaría peor que de costumbre, y todo le pesaría aún más.
Había, sin embargo, una inusual sonrisa, una rara luz en su cara cuando se fue a dormir, quizá a soñar.

  A eso de las ocho, el zumbido metálico del reloj empujó su conciencia y le trasladó a otro mundo, a este mundo. Abrió torpemente los ojos. Torpemente comenzó a percibir la luz, los sonidos, las formas y las ideas que debían colocarle en el lugar establecido. Seguía estando cansado, su cuerpo pesaba como si fuera de piedra. Otro día más, pensó, otro vacío más que añadir a su extensa colección llena de nada. Pero no había tiempo para pensar, los minutos corrían como locos sobre la esfera del reloj, como si tuvieran prisa por llegar a algún sitio. Luego, en el trabajo, se volverían lentos y pesados, como si quisieran alargarse en el espacio. También el tiempo era cruel.
  De su casa al trabajo había unos veinte minutos de camino. Había que esquivar montones de coches nerviosos, y también montones de señoras tranquilas que volvían de dejar a sus hijos en el colegio y bloqueaban las aceras con su paso rutinario, lento, ruidoso. Luego estaban la compra del periódico, parada fugaz, y el café en el bar de la esquina. Lo mejor era el parque. A ciertos árboles los saludaba con una sonrisa. También a la pequeña fuente.
  Algunas mañanas le asaltaba el deseo de quedarse allí, de perderse entre la arboleda y ganar así el tiempo. Como había hecho cuando era niño, cuando cargado con su cartera llena de libros, cuadernos y lápices, tomaba otro camino. Uno que no iba al maldito colegio.
  Pero, en fin, uno ya era mayor y no podía pensar seriamente en esas cosas. Una breve ojeada al periódico ayudaba a fijar las coordenadas. Desde sus páginas grises --también grises--, tronaba la voz del mundo. Todo estaba allí, definido y concretado. Las imágenes y las palabras eran claras y rotundas. No había escapatoria. Ya sabía uno dónde estaba y lo que tenía que hacer. Apretó el paso.

(inconcluso)


 A.C. (1994)



5 comentarios:

  1. Me agradó leer este texto que he elegido de entre los primeros. Me gusta entretenerme con los primeros. Esperaba encontrar estas palabras después de entrar por primera vez aquí.

    No será la última. Saludos.

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  2. ¡Carlos! que alegría verte por aquí.
    ¿Y porqué será que no me extraña?
    Un beso amigo.

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  3. No soy Patricia, soy Cristal. Patricia es una de mis gemelas.

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  4. ¡Que maravilla de texto Sr. Druida!

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